Históricas. Esto es lo que se está diciendo sobre las elecciones presidenciales de 2022 en Brasil. A los 30 años no imaginaba poder decir que estaría viviendo las elecciones nacionales más importantes de mi vida, quizás las más importantes desde la redemocratización, con la caída del régimen militar en Brasil, en 1985. Con sabor a consternación tras la primera vuelta, la victoria de Lula sigue siendo la tónica, pero el ajustado resultado y el aliento extra de Bolsonaro en la recta final solo nos demuestran que la derrota del fascismo a la brasileña no será tan fácil.
Soy de una generación nacida en un período democrático y que vivió gran parte de su juventud y adultez temprana durante los gobiernos del Partido de los Trabajadores (PT). Soy de una generación que vio, al final de la infancia, más precisamente en 2002, hace 20 años, ser elegido al primer presidente de origen obrero de este país: Luiz Inácio Lula da Silva, metalúrgico, de una de las regiones más pobres de Brasil, quien se consagró como una de las figuras más importantes del sindicalismo en la década de 1980, y uno de los fundadores del partido brasileño más grande en número de afiliados, el Partido de los Trabajadores.
Esta generación, que ha vivido 14 años de gobiernos petistas y una serie de avances sin precedentes en áreas sociales y en las políticas de redistribución del ingreso, también ha vivido un importante punto de inflexión en el escenario político brasileño en los últimos años. Pasamos por un golpe de estado en 2016 que depuso a la presidenta democráticamente electa, Dilma Rousseff, también del PT. Posteriormente, en 2018, vimos el encarcelamiento por motivos políticos de Lula y su impedimento de postularse a las elecciones de ese mismo año, lo que llevó a la victoria del (neo)fascista Jair Bolsonaro a la presidencia.
El escenario al que llegamos en 2018 fue demoledor: el principal líder de masas de la izquierda fue detenido, con sus derechos políticos suspendidos y el ascenso a la presidencia de Jair Bolsonaro, un llamado “outsider”, con un discurso antisistémico, ultraconservador y ultraneoliberal, con contornos antidemocráticos, prejuiciosos y demagógicos.
Esto significó no solo 4 años de un gobierno de extrema derecha, sino una gran derrota política y moral de las izquierdas, que perdieron terreno en la sociedad, fueron criminalizadas por el sentido común y sufrieron una ofensiva de las ideas y valores más conservadores en nuestra sociedad. Habíamos pasado del contexto de la elección de 4 mandatos consecutivos de la izquierda en el país (Lula, en particular, había dejado la presidencia en 2011 con más del 50% de aprobación), a un contexto de deslegitimación total de las ideas progresistas, incluso entre sectores de población más empobrecidos. Fuimos la generación post redemocratización que creía que el golpismo era una locura del pasado, que creyó que la democracia y sus instituciones se habían consolidado en nuestro país como valores universales.
Esta misma generación ha visto, desde 2018, la extrema derecha brasileña ganar espacio y que los sectores más moderados cayeran en el aislamiento. Nuestros enemigos hoy son otros, y se trata de una derecha que ni siquiera respeta las instituciones y la Constitución brasileña como un punto de convergencia con sectores más progresistas. En los últimos años hemos vivido una escalada de polarización en la sociedad y un extremismo cada vez más fuerte por parte de los sectores de derecha. Vimos nuestra bandera nacional, la camiseta de nuestra selección de fútbol y los principales símbolos patrios siendo secuestrados y convertidos en la seña de identidad de los simpatizantes de Bolsonaro. Izar la bandera brasileña se convirtió en una posición política en defensa de este gobierno.
En 2022, después de 4 años de gobierno de Bolsonaro, nos encontramos en una situación de crisis económica muy fuerte, con un aumento exponencial de la desocupación y el trabajo informal, un máximo histórico de inflación y erosión salarial, mezclados con la crisis sanitaria y en el sistema de salud, la crisis social con la retirada de derechos, la flexibilización del trabajo y el regreso de Brasil al mapa del hambre. Además, también hemos visto un aumento vertiginoso de la violencia en nuestro país, ya sea violencia política, casos de machismo, racismo y LGBTfobia y la propagación de la barbarie con la flexibilización de las reglas para la portación de armas. La vida de los brasileños empeoró, y mucho.
Ante este escenario, las elecciones de este año se erigen como un momento central para la lucha de clases en nuestro país. Lula fue liberado y emerge como el candidato más competitivo para la presidencia. El empeoramiento objetivo de las condiciones de vida, la erosión de los salarios, la gestión catastrófica de la pandemia hicieron galopar los índices de desaprobación del gobierno de Bolsonaro. Después de una seguidilla de derrotas de la izquierda brasileña desde 2016, la esperanza de días mejores renace entre los sectores progresistas. Está en la agenda la posibilidad de romper con la ofensiva del neofascismo en nuestro país y dar pasos hacia un proyecto popular de sociedad.
Con ese espíritu iniciamos la campaña de Lula y la construcción de comités populares, que desde la primera mitad del año se han ido consolidando y fortaleciendo paulatinamente. Nuestro desafío es construir una campaña militante de masas, que no solo popularice la campaña y el debate político, sino que también sea un paso en la construcción de la fuerza social, ya que un límite importante que enfrentaron los gobiernos del PT fue precisamente la dificultad de construir más espacios de politización y participación popular, que tendrían la capacidad de ampliar nuestra capacidad de movilización y fuerza de disputa ideológica en la sociedad. El lulismo, principalmente a partir de la masificación de las políticas sociales, garantizó un proceso de ampliación de la base social progresista en Brasil, fundamental para garantizar tantas victorias electorales consecutivas, pero insuficiente para resistir el golpe de Estado de 2016 y la detención de Lula. Nos faltó movilización de masas.
Ahora, en 2022, hemos identificado la ventana histórica necesaria para convertir la inmensa fuerza electoral de Lula en una fuerza social organizada, combinando así la lucha institucional con la lucha de masas, y construyendo las condiciones necesarias para disputar un eventual gobierno de Lula en una correlación de fuerzas más favorable a la clase obrera. ¡Hacer la disputa en la institucionalidad, pero también en las calles! Las elecciones de 2022, por lo tanto, se llenan de este sentido histórico: una posibilidad no solo de derrotar al neofascismo en las urnas, sino también de aprovechar esta brecha para superar los huecos estructurales de la izquierda brasileña, siendo la elección de Lula la portadora de las esperanzas del pueblo brasileño y que se configura como la gran apuesta de los sectores progresistas para superar la crisis en la que estamos inmersos.
Los votos que logró Lula en la primera vuelta fueron una gran victoria. El expresidente tuvo la mejor actuación en primera vuelta de toda su historia (57.259.504 votos, o el 48,4% del total). Por otro lado, nos sorprendieron los votos de Jair Bolsonaro (con 51.072.345, o el 43,2%). Una diferencia de sólo el 5% de votos entre los dos candidatos, cuando lo que se esperaba, según las encuestas, era una diferencia del 10%.
Lo que nos advirtió la primera vuelta de las elecciones, además de las especulaciones sobre la validez de las encuestas, es que los sectores democráticos y populares brasileños estamos subestimando a nuestro enemigo. La amplitud de la campaña luego de tantos años de derrotas consecutivas, sumado a la posibilidad, señalada por las encuestas, de la victoria en primera vuelta, nos impidió ver elementos importantes para el análisis político del escenario actual: el bolsonarismo no sucedió en un punto fuera de la curva, o una ironía del destino, o una cuestión coyuntural pasajera. El bolsonarismo es un fenómeno neofascista de masas, que se viene fortaleciendo y constituyendo una sólida base social en nuestro país.
El giro a la derecha de Brasil en 2018 no fue sólo momentáneo, sino un reflejo de un proceso en curso. Después de 4 años de gobierno, y a pesar de los altísimos índices de desaprobación, esta corriente de ultraderecha en nuestro país está más organizada, más fuerte y más articulada con otros sectores de la derecha brasileña, erigiendo a Bolsonaro como la gran dirigencia capaz de liderar este movimiento.
Esto no significa, sin embargo, que la izquierda se haya debilitado. Si bien seguimos en un contexto de ofensiva de derecha, estamos en muchas mejores condiciones que en 2018. En los últimos años, la izquierda brasileña reaccionó, salió a la calle, retomó el diálogo con el pueblo y la campaña electoral ha sido parte importante de ese proceso. Lo que está pasando en Brasil, sin embargo, es un aumento de la polarización política que ha fortalecido tanto a la izquierda como a la derecha, deshidratando a los partidos y organizaciones de centro. Tal polarización se demuestra, por ejemplo, en el hecho de que la diferencia de votos entre Lula y Bolsonaro en la primera vuelta es la menor distancia entre dos candidatos jamás vista en Brasil, además de que los demás candidatos, que no fueron a la segunda vuelta, en conjunto, no representan ni siquiera el 10% del total de votos. En otras palabras, más del 90% de los votantes eligió a Lula o a Bolsonaro.
Estas elecciones, por lo tanto, son la principal manifestación de la lucha de clases en nuestro país hoy. Nada está ganado, ni perdido. Después de la primera vuelta, pudimos ver más claramente la fuerza de nuestros enemigos y la fuerza necesaria para las próximas batallas por venir. Estamos ante una corriente neofascista de masas, organizada, disciplinada y con una enorme capacidad para hacer la disputa político-ideológica.
Al mismo tiempo, creemos en la potencia de nuestra gente, en el rescate de nuestra capacidad de diálogo, en la reedición de días mejores que permitan avanzar aún más. La victoria de Lula significa la esperanza de construir un nuevo ciclo que vendrá no sólo de Lula, sino del pueblo brasileño.