Hace 14 años leí La náusea de Sartre por primera vez. Lo hice en circunstancias muy precisas: sentía que estaba descubriendo un mundo. Creo que fue el primer libro que amé. Se lo compré por cinco pesos a un viejo que vendía libros usados en la estación de Claypole. Llegué a tener tres versiones: la del viejo, una que me robé de una librería de Solano y otra en francés que me regaló mi hermana.
La semana pasada hacía mucho frío y no sé por qué me dieron ganas de releerlo. Me irritaban mis viejas anotaciones, así que compré una edición nueva. No tiene la mística impostada de mis ejemplares de juventud. Un amigo dice que somos una generación sin una imagen seductora de la adultez. Pienso que esa incertidumbre profundiza el rubor de mirarnos a través del paso del tiempo. Otro amigo suele recordarme que la vergüenza no engaña. Que contiene una verdad: sentirse unx idiota nos recuerda que estamos vivxs.
Alcanzaron pocas páginas para que me invadiera la desesperación del existencialismo. En el mundo hay intensidades para las cuales no tenemos cura. Mi fascinación con este libro es tan fuerte que no queda otra que enfermarme haciendo la experiencia sartreana.
La náusea es mi archivo emocional para tiempos de crisis, cuando se desfondan las premisas prácticas que organizan nuestros modos de vida, y tenemos que mutar o tapar la angustia con certezas previas. Solo el cuerpo tiene los saberes para atravesar una crisis, aunque desconocemos cuáles son nuestras estrategias hasta que intentamos vivir sin ser vividxs.
El protagonista del libro está obsesionado con las mutaciones de su mundo, a tal punto que no sabe cómo nombrar lo que le pasa. El sentido de su experiencia tambalea debido a la metamorfosis táctil de las cosas y los cuerpos, de lxs otrxs y de sí mismo. Está cambiando tanto que le sobran o le faltan las palabras para describir sus sensaciones y percepciones. Porque el lenguaje es impotente para expresar la opacidad de nuestros devenires.
Hay encuentros que tienen la potencia de cambiar una vida: su ambigüedad modifica nuestras lecturas, nuestras escrituras, nuestras búsquedas y usos del cuerpo, nuestros deseos y fantasías. Un libro, un proceso político, una amistad, pueden alterar las conexiones entre ideas, sensibilidad y cerebro. De hecho, La náusea y The Cure son la letra y el sonido de las dos veces que me enamoré en la vida. De un chico primero y de una chica después. En el último tiempo una serie de situaciones y encuentros inesperados transformaron mis resonancias afectivas con esas letras, imágenes y sonidos.
Existen desafíos que nos hacen mutar de piel. Escribir mis tránsitos con La náusea es un modo de intervenir el universo sensorial que me abrió el existencialismo, en un momento donde creí que tenía que elegir entre Memorias del subsuelo de Dostoievski o Historia del ojo de Bataille. Un falso dilema entre la noche del malestar, o la creación de placeres y dolores. Durante años abracé lo primero como destino, resistencia y refugio. Hice del disco Disintegration de The Cure la banda sonora perfecta de una auténtica experiencia sartreana. Hoy creo que la invención de disfrutes es el reverso de la politización de los malestares.
El imaginario sartreano es exasperante, pero el tipo sabía que quien quiere vivir termina teniendo problemas con las imágenes de vida convencionales. El existencialismo no es una teoría. Es un sentimiento vintage, una textura anímica que ya no tiene el aire sexy de lxs outsiders sincerxs y lxs fracasadxs por experiencia directa. Hoy todxs simulan el fracaso. Nadie vive con la intensidad que la muerte se merece para estar a la altura de una decepción. Hacemos como si viviéramos, pero tenemos demasiado miedo para apropiarnos de nuestra vida.
El absurdo de lxs existencialistas tiene algo de la dignidad insumisa de un verdadero síntoma, aunque es difícil no sentirse unx farsante cuando la perfo del “pibe Camus” entra en escena. Cuando leo La náusea me duelen un poco los brazos. Un poco, no mucho. Es mayor la gracia que me causa estar leyéndolo. En el fondo creo que mis rodillas tiemblan porque todavía me calienta. Y si bien atrae su pose de niño perdido, aburre notar que Sartre tiene una teoría bastante insulsa sobre qué significa aprender a vivir. Me excita su entusiasmo depresivo, su ansiedad revestida de apatía retorcida. Siento un placer maníaco con este texto, propio de quien goza, sufre y se alegra por su adicción a las contradicciones.
Sara Ahmed dice que hay libros compañeros que contienen un kit existencial en su interior, donde el espesor sensible del texto se dirime en aquello que quien lee debe reinventar de sí mismo a partir de la mediación de lxs otrxs. Vinciane Despret afirma que a través del saber de lxs otrxs podemos pensarnos a nosotrxs mismxs. Hay libros, imágenes o sonidos que funcionan como herramientas de hechicería para reencantar nuestros mundos. Gilles Deleuze decía que en los libros habitan moléculas apasionadas que afectan nuestros modos de desconocernos y abren nuevas zonas para transformarnos. Y asusta sentir eso. Es ambivalente e insoportable, como todo amor, como todo odio.
Quema estar tan cerca de la materia de nuestras pasiones. Existe un riesgo en el erotismo de los libros amados, en la medida en que leer es movilizar afectos, roturar un cuerpo, resucitar ideas sepultadas en un papel, como decía León Rozitchner. Leemos para descubrir en lx otrx y en nosotrxs mismxs, unas fuerzas de desplazamiento, unas energías diabólicas, oníricas, siniestras: placeres desconocidos, demonios por conocer.
Como toda lectura es autobiográfica, antes de volver a La náusea ya sabía que adoraba el final. Disfruto que me consuma en un desamparo estremecedor y medio ridículo: la noche, mañana lloverá en Bouville, una negra que canta, la madera húmeda, esa canción en inglés que nunca entendí. Hoy, el final me da paja. Es demasiado épico como para ser doloroso. Me asombra que no recordaba nada del principio, ni una línea, ni una atmósfera, ni un nombre, exceptuando la palabra ausente del segundo párrafo.
Extrañaba ese vacío, ese exceso de sustracción. ¡Qué identificación más anoréxica! Pero hagan la experiencia, es imposible no encandilarse con la locura del comienzo, con ese deseo de seducción, irresistible y presuntuoso. Tiene un ritmo entrecortado imbancable, tanto que dan ganas de llorar, abrazar y reírse del tarado de Sartre. Me encanta:
Lo mejor sería escribir los acontecimientos cotidianamente. Llevar un diario para comprenderlos. No dejar escapar los matices, los hechos menudos, aunque parezcan fruslerías, y sobre todo clasificarlos. Es preciso decir cómo veo esta mesa, la calle, la gente, mi paquete de tabaco, ya que es esto lo que ha cambiado. Es preciso determinar exactamente el alcance y la naturaleza de este cambio.
Hace 14 años leí La náusea de Sartre por primera vez. Lo hice en circunstancias muy precisas: sentía que estaba descubriendo un mundo. Creo que fue el primer libro que amé. Se lo compré por cinco pesos a un viejo que vendía libros usados en la estación de Claypole. Llegué a tener tres versiones: la del viejo, una que me robé de una librería de Solano y otra en francés que me regaló mi hermana.
La semana pasada hacía mucho frío y no sé por qué me dieron ganas de releerlo. Me irritaban mis viejas anotaciones, así que compré una edición nueva. No tiene la mística impostada de mis ejemplares de juventud. Un amigo dice que somos una generación sin una imagen seductora de la adultez. Pienso que esa incertidumbre profundiza el rubor de mirarnos a través del paso del tiempo. Otro amigo suele recordarme que la vergüenza no engaña. Que contiene una verdad: sentirse unx idiota nos recuerda que estamos vivxs.
Alcanzaron pocas páginas para que me invadiera la desesperación del existencialismo. En el mundo hay intensidades para las cuales no tenemos cura. Mi fascinación con este libro es tan fuerte que no queda otra que enfermarme haciendo la experiencia sartreana.
La náusea es mi archivo emocional para tiempos de crisis, cuando se desfondan las premisas prácticas que organizan nuestros modos de vida, y tenemos que mutar o tapar la angustia con certezas previas. Solo el cuerpo tiene los saberes para atravesar una crisis, aunque desconocemos cuáles son nuestras estrategias hasta que intentamos vivir sin ser vividxs.
El protagonista del libro está obsesionado con las mutaciones de su mundo, a tal punto que no sabe cómo nombrar lo que le pasa. El sentido de su experiencia tambalea debido a la metamorfosis táctil de las cosas y los cuerpos, de lxs otrxs y de sí mismo. Está cambiando tanto que le sobran o le faltan las palabras para describir sus sensaciones y percepciones. Porque el lenguaje es impotente para expresar la opacidad de nuestros devenires.
Hay encuentros que tienen la potencia de cambiar una vida: su ambigüedad modifica nuestras lecturas, nuestras escrituras, nuestras búsquedas y usos del cuerpo, nuestros deseos y fantasías. Un libro, un proceso político, una amistad, pueden alterar las conexiones entre ideas, sensibilidad y cerebro. De hecho, La náusea y The Cure son la letra y el sonido de las dos veces que me enamoré en la vida. De un chico primero y de una chica después. En el último tiempo una serie de situaciones y encuentros inesperados transformaron mis resonancias afectivas con esas letras, imágenes y sonidos.
Existen desafíos que nos hacen mutar de piel. Escribir mis tránsitos con La náusea es un modo de intervenir el universo sensorial que me abrió el existencialismo, en un momento donde creí que tenía que elegir entre Memorias del subsuelo de Dostoievski o Historia del ojo de Bataille. Un falso dilema entre la noche del malestar, o la creación de placeres y dolores. Durante años abracé lo primero como destino, resistencia y refugio. Hice del disco Disintegration de The Cure la banda sonora perfecta de una auténtica experiencia sartreana. Hoy creo que la invención de disfrutes es el reverso de la politización de los malestares.
El imaginario sartreano es exasperante, pero el tipo sabía que quien quiere vivir termina teniendo problemas con las imágenes de vida convencionales. El existencialismo no es una teoría. Es un sentimiento vintage, una textura anímica que ya no tiene el aire sexy de lxs outsiders sincerxs y lxs fracasadxs por experiencia directa. Hoy todxs simulan el fracaso. Nadie vive con la intensidad que la muerte se merece para estar a la altura de una decepción. Hacemos como si viviéramos, pero tenemos demasiado miedo para apropiarnos de nuestra vida.
El absurdo de lxs existencialistas tiene algo de la dignidad insumisa de un verdadero síntoma, aunque es difícil no sentirse unx farsante cuando la perfo del “pibe Camus” entra en escena. Cuando leo La náusea me duelen un poco los brazos. Un poco, no mucho. Es mayor la gracia que me causa estar leyéndolo. En el fondo creo que mis rodillas tiemblan porque todavía me calienta. Y si bien atrae su pose de niño perdido, aburre notar que Sartre tiene una teoría bastante insulsa sobre qué significa aprender a vivir. Me excita su entusiasmo depresivo, su ansiedad revestida de apatía retorcida. Siento un placer maníaco con este texto, propio de quien goza, sufre y se alegra por su adicción a las contradicciones.
Sara Ahmed dice que hay libros compañeros que contienen un kit existencial en su interior, donde el espesor sensible del texto se dirime en aquello que quien lee debe reinventar de sí mismo a partir de la mediación de lxs otrxs. Vinciane Despret afirma que a través del saber de lxs otrxs podemos pensarnos a nosotrxs mismxs. Hay libros, imágenes o sonidos que funcionan como herramientas de hechicería para reencantar nuestros mundos. Gilles Deleuze decía que en los libros habitan moléculas apasionadas que afectan nuestros modos de desconocernos y abren nuevas zonas para transformarnos. Y asusta sentir eso. Es ambivalente e insoportable, como todo amor, como todo odio.
Quema estar tan cerca de la materia de nuestras pasiones. Existe un riesgo en el erotismo de los libros amados, en la medida en que leer es movilizar afectos, roturar un cuerpo, resucitar ideas sepultadas en un papel, como decía León Rozitchner. Leemos para descubrir en lx otrx y en nosotrxs mismxs, unas fuerzas de desplazamiento, unas energías diabólicas, oníricas, siniestras: placeres desconocidos, demonios por conocer.
Como toda lectura es autobiográfica, antes de volver a La náusea ya sabía que adoraba el final. Disfruto que me consuma en un desamparo estremecedor y medio ridículo: la noche, mañana lloverá en Bouville, una negra que canta, la madera húmeda, esa canción en inglés que nunca entendí. Hoy, el final me da paja. Es demasiado épico como para ser doloroso. Me asombra que no recordaba nada del principio, ni una línea, ni una atmósfera, ni un nombre, exceptuando la palabra ausente del segundo párrafo.
Extrañaba ese vacío, ese exceso de sustracción. ¡Qué identificación más anoréxica! Pero hagan la experiencia, es imposible no encandilarse con la locura del comienzo, con ese deseo de seducción, irresistible y presuntuoso. Tiene un ritmo entrecortado imbancable, tanto que dan ganas de llorar, abrazar y reírse del tarado de Sartre. Me encanta:
Lo mejor sería escribir los acontecimientos cotidianamente. Llevar un diario para comprenderlos. No dejar escapar los matices, los hechos menudos, aunque parezcan fruslerías, y sobre todo clasificarlos. Es preciso decir cómo veo esta mesa, la calle, la gente, mi paquete de tabaco, ya que es esto lo que ha cambiado. Es preciso determinar exactamente el alcance y la naturaleza de este cambio.