Otra noche os escribo desde lo indecible, desde el acomodamiento de la noche. Y me descubrí pensando en algo en lo que he pensado con otras, con otros: con mi hermano, con mi esposo, con Juan Diego, con Adrián, con mi padre. Primeramente, con otras que no son otras, sino que ante todo son otras. Pienso en las conversaciones que he tenido con Sara, con Lucía, con Vanesa, con Alicia, con Ana, con mi madre. Pensamos en esa figura que es otra, otra pero al mismo tiempo la misma que nosotras. En esa incoherencia donde se nos traba la experiencia y la vida, pensamos en nuestras madres.
Ser hijxs es la única condición sine qua non con la que nacemos. La condición humana es, ante todo, la condición de ser hijx. Pensamos en las discusiones, en las tensiones, las concesiones, los nudos de experiencias comunes que nos relatan, que nos construyen. Cuestión que se piensa simultáneamente junto a otro compendio de sensaciones: que también nos narramos y desarrollamos al margen de ellas, que hay madres ausentes, madres negligentes, que hay entornos nutritivos que no se hallan en el hogar familiar sino en otras compañías. Es por esto que cuesta tanto interpelarlas como siendo otro con respecto de nosotros, porque siendo evidente que uno se cría en muchos lugares y con muchas personas, nuestra condición está enarbolada con ellas.
Este fracaso tiene plurales modificaciones, pero ante todo tiene en común el reconocimiento de uno mismo como algo otro (aunque nunca del todo) del seno materno.
Es decir, unx descubre que no todo es el seno materno, que unx no se define por el cálido espacio que lo engendró. El vientre, entonces, se enfría; los abrazos se enrarecen, cada vez se pueden tener menos conversaciones y, en cierto punto, hay un momento de castración, de censura por ambas partes. En ese punto, como nos dejan ver algunas tragedias (pienso en Medea), la casa está muerta porque parece que su vida reposa sobre las tremendas transformaciones a las que se abandona esa relación. Hay que aceptar el silencio de la casa. Y, quizás, entiende uno más tarde, la premisa del fracaso fundamental: una persona no debe ser nunca el mero espacio de comodidad, de identidad, de mismidad de otra persona. Ni una ni otra se pueden exigir mutuamente ser la plena coincidencia de una y otra, tal y como experimentaron durante nueve meses y como ambas esperaban que siguiera siendo, en cierta manera, para siempre.
Este fracaso fundamental resulta esperanzador porque en todas mis conversaciones, en todas las personas con las que pienso sobre nuestras madres, descansa el mismo deseo: reconciliarse con ellas. Re-conciliar. Hay un ejercicio de repetición en ese deseo: es re-conciliar, no conciliar. Sin embargo, como apuntaron muchos filósofos (Heidegger, Deleuze, Derrida), una repetición nunca es duplicar el deletreo de lo sucedido: no se va letra por letra esperando encontrar lo mismo. Esta repetición es de otro tipo: la reconciliación es, ante todo, asumir el fracaso. Asumir el fracaso es hacer el duelo: aceptar -pasando el autoengaño, el enfado y la tristeza- y superando la negación, que el tiempo de la coincidencia y continuidad absoluta entre madre e hijx nunca volverá. “Concilio” es, en primer lugar, un acto religioso: es el modelo de reunión por el que todos los obispos ponen en común tensiones, discusiones que son relevantes, difíciles para la doctrina. El primer concilio, el concilio de Nicea I, fue el que fundó estas claves, y en él se trató precisamente la relación entre Dios Padre e Hijo de Dios. El concilio natural, el primer concilio que es el de la madre embarazada es un concilio que está en estado de naturaleza y se mantiene incluso cuando el niño va creciendo: carece de normas dialogadas de manera democrática. La educación sustituye al diálogo que regularía y mediaría en las relaciones entre pares, pero esa educación es la misma que pasado un tiempo lxs hijxs reconocen como voluble, falible: reconocen a su madre como una humana. Solo mediante el fracaso de este concilio, solo sucediendo que la educación resulta debatible, criticable y apareciendo la madre como algo más que una madre, puede haber un reconocimiento de los esfuerzos de la madre, sus sacrificios, por un lado, y la germinal, incipiente e incluso ya estable autonomía de uno como adulto.
Re-conciliar es volver compatibles ambas naturalezas que se enarbolan en nuestra condición humana: ser libres y ser hijos.
Sin embargo, esta reconciliación, si quiere ser distinta del concilio, precisa de otra condición: tiene que estar llena de lujos. Vamos a explicar esto. Dice Muraro algo bellísimo: ella nunca pudo acogerse bien a la filosofía, entender propiamente las preocupaciones de los autores clásicos precisamente porque sus modelos y estructuras sólo eran accesibles si se negaba a la madre.
La filosofía clásica niega a la madre porque postula siempre el deseo de un segundo nacimiento: el nacimiento de la sociedad civil, la entrada al estado, el despertar de la razón, el salir de la caverna.
Sitúan al primer nacimiento en la oscuridad animal, en lo prescindible, en lo enterrado y desdeñado, lleno de flujos y olores indeseables, miasmas antihigiénicas, desechables. Este segundo nacimiento es el que está iluminado, el que ya no está en borrador, es el nacimiento prometido por la filosofía. Y, entonces, Muraro explicita que quiere recuperar a su madre, no en sentido metafórico, sino en sentido simbólico. Aquello en lo que disienten una metáfora y un símbolo radica en que el contenido, las partes de una metáfora, de una analogía, son transferibles a múltiples otras metáforas; puedo decir que el cielo oscuro se cierne sobre mí, que poco a poco siento el calor de la tierra, que paulatinamente me convierto en memoria, que siento que me deshago en la nada, para decir de múltiples maneras que muero. Un símbolo es intraducible, intransferible, indisponible: cabe en el hueco que exige ocupar en nuestra experiencia. El ser, dice Aristóteles, se dice de muchas maneras; la madre, como símbolo, no. La madre es un símbolo porque se abre hueco y se solidifica en nuestro terreno como si fuera suyo, como un eje atravesado en nuestras vidas, a veces más, a veces menos, a veces incentivándolo, a veces rechanzándolo, a veces abrazándolo, a veces abandonándolo, como ya sabemos todxs: “ni con ellas ni sin ellas”; pero todo ello solo prueba, junto con el eterno retorno de la memoria a ellas, que existen de manera innegable ahí, ese-ahí-que-es-entre-nosotrxs. Es tarea de una razón sana no ver, en esta naturaleza sólida de la madre, un parásito; en ver en el primer nacimiento algo igual de fundamental que en el segundo.
Cuando Muraro le abre la herida a la filosofía clásica lo que hace es reconocer la importancia del primer nacimiento, al de, por tanto, el concilio destinado al fracaso. Para que la razón venidera tenga un futuro provocativo, prometedor, nutritivo, multiplicador, hay que volver a la madre. Volver a la madre es, ante todo, homenajear todo aquello que se negó antes del segundo nacimiento: los afectos, los cuidados, las pasiones alegres y las tristes, su fuerza y legitimidad, la importancia que arrastran. De repente, la madre tenía, al menos, algo de razón desde siempre. Volver a las madres en estos términos es aceptar lo incómodo del fracaso fundamental, acompañar el trauma y la pérdida de esa experiencia cálida fundamental. Honrar esas dimensiones y admitirlas en uno es el verdadero μετὰ (meta) de la condición humana, que es la de ser, ante todo, hijo de alguien. Meta significa, en general (admitiendo sus diferentes traducciones), más allá. Metafísica es lo que hacían los locos que se caían por un pozo mientras miraban las estrellas, por eso, como dice Heidegger, eran de quienes se reían las sirvientas. Ir más allá en la reconciliación es ir a ese primer nacimiento, el de los cuidados, el de la dependencia, y admitirlo no como un ejercicio de mera supervivencia sino de memoria, de preciosismo, de delicadeza, de firmeza, de acogimiento de la complejidad. Volver a la madre es irse al terreno de los lujos, es aspirar a homenajearse, es querer vivir bien, vivir mejor: quizás es el único lujo que se pueden permitir los pobres.
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