Me llega un audio al mediodía de un martes (hombre misionero, 36 años). Me cuenta sobre la internación en un psiquiátrico de la pareja de un buen amigo. “Todos sus amigos no dan más, hay como un colapso psíquico, nadie sabe qué hacer. No alcanza la guita, no hay un pronóstico, no hay nada certero. Mucho cansancio”. El mismo día hablo con una amiga que reside en Brasil: “Estuve pensando. Dejo todo acá y me voy tres meses a Europa, después vuelvo, tengo un par de eventos, me hago temporada en el sur, y bueno, después vemos”. Tiene 37, es contadora, pero jamás se presentaría de ese modo.
Todes decimos estoy en una, pero nadie podría descifrar certeramente qué carajo significa; o mejor dicho, usamos la frase justamente cuando no sabemos cómo explicar nuestro presente. No tengo estadísticas pero tampoco dudas: en la juventud adulta reina cierta desorientación general. Y más que una lluvia de verano parece el diluvio de Noé. ¿Es generacional, los nacidos en los 80 acaso quedamos en el umbral entre lo nuevo y lo viejo? ¿Es un estado de ánimo general? ¿Es una consecuencia de la pandemia, un efecto post COVID? Estar perdides, ¿es el tema o el escenario? No sos vos, somos todes; podría responderle a mi interlocutor imaginario.
Más allá de no tener respuesta a ninguna pregunta, sorprende la velocidad en la que se multiplican las dudas. Por momentos se percibe un denominador común con la gente con la que hablo: no tener claro hacia dónde ir, qué es lo que sigue, o si eso que sigue es lo que querría o si hay otras posibilidades. Ni con el trabajo ni con la vivienda (cada vez menos propia y más ajena) ni con la pareja o los vínculos sexoafectivos en general, que no escapan a la lógica del yo no sé mañana, quien va a estar aquí. El compromiso pegó alta retirada y pululan las “libertades individuales” como vara para casi todo. Pero quizás, más que nosotres mismos, lo que está en penumbras sea la idea de lo futuro.
El presente y nada más
“Ansiedad” como la palabra más trillada en las conversaciones con amigues (y, si no, miren la estadística; Google no me deja mentir). “Caos” como la más repetida en todos los textos que leí para hacer esta nota.
Una amiga me mandó un audio a las 9 de la mañana y yo le contesté casi a las once. “Tranqui, la comunicación es así de asincrónica jaja”, responde. Aunque las dos sabemos que esa asincronía no siempre causa gracia.
“La pandemia, para mí, marca un cambio de época; o al menos deja una marca ahí. Con esto quiero decir que todas las cosas que nos sucedan a nivel personal, no puedo no leerlas en un contexto sociohistórico”, me dice por teléfono la psicoanalista y escritora Sofía Guggiari, que accedió a tener esta charla muy simpáticamente y sin peros, el sueño de cualquier periodista. Ella describe que el cambio no es solo en términos de suceso, sino que las muertes, el encierro y los cambios de vida, configuran un hecho socialmente traumático. “Trauma en el sentido que se interrumpió un relato. Y no tuvimos capacidad psíquica, ni histórica, ni simbólica de apropiarnos de eso. No era algo que nosotros ya habíamos vivido.”
Mi amiga me habla de un estado de ánimo post pandemia: “Salir, salgo un montón. Te hablo del encierro en el sentido de que es difícil socializar con la gente, está difícil el encuentro”, puntualiza. “Lo que nos dejó (la pandemia) es un aislamiento más espiritual”, resume en su audio mientras va camino al trabajo, del cual -por supuesto- está bastante podrida.
Dándole sin darse cuenta la razón a mi amiga, para el politólogo porteño Diego Sztulwark hay ciertos cambios concretos a partir de la pandemia, que aún estamos explorando: la presencia de la virtualidad organizando las distintas instancias, y “el pasaje de una relación inmediatamente política de la conversación a una situación donde no es tan fácil armar la conversación, porque la esfera constituida por cuerpos presentes está distorsionada”. Para Sztulwark, hay un enigma aún sobre qué nos pasó a cada une en este lapso, un desconocimiento; lo que hay es una “nueva distancia que vuelve muy opaca la posibilidad de hacer análisis sobre qué significa estar juntos”.
Es que, claro: tuvimos un buen tiempo de redes sociales al mango, sobreestimulación informativa, reuniones por zoom vienticuatrosiete, y por momentos -y sin querer- se rompió la idea de conversación: nadie sabe a dónde mira el que habla, o a quien mira el que escucha. Fuimos observadores, consumidores; pero cada uno siempre en la suya: lo contrario al encuentro, que etimológicamente refiere a la acción de “chocar”.
Ahora, después de la soledad y el distanciamiento físico algunas veces extremo, contraponemos una agenda cargadita, destinada a desconectarnos o distraernos de los problemas cotidianos que nos trae esa misma agenda. Si estamos más solos o solas que antes, todavía está por verse. La hiperconexión digital no se fue, al contrario, se sumó a la mesa: cuatro personas, cuatro teléfonos (si es que alguno no tiene doble por el trabajo) y andá a saber cuántas conversaciones en paralelo, varios chats a medio cortar por IG, 20 mails colgados y 79 me gusta en facebook.
Sin ponernos muy frankfurtianos -aunque un poquito tampoco hace mal- cabe la pregunta de cómo conviven estas tendencias de consumo exacerbado de medios de comunicación y redes sociales, con el sistema de producción económico. Y cómo, para sorpresa de nadie, hacen match. “Solamente en estas sociedades, estos medios de comunicación, estas redes y estos dispositivos pueden ser tan centrales. Estamos en una época en que los medios de comunicación van muy bien con el tipo de ansiedades y de soledades y de vaciamientos, entonces esa correspondencia creo que hay que pensarla un poco más críticamente. Menos como la idea de que nos manipulan, y más como que es una excelente ocasión para no hacernos preguntas”, comenta Diego desde Buenos Aires. Mejor y menos costoso es mirar el celular y pasar rápido con el dedo una, dos, mil placas.
De pronto estamos acá de nuevo, y al principio hasta tuvimos expectativas del retorno. Como alguna escena de una película apocalíptica con final felíz, donde por algún evento catastrófico se destruye el mundo pero quedan unos cuantos humanos dando vueltas viendo cómo hacer las cosas (ahora) mejor. Con prisa y sin pausa, se fueron abriendo las instituciones y los lugares de ocio, la gente comenzó a moverse, a viajar, a juntarse con los amigues, a estudiar, a hacer las cosas que hacía antes. Íbamos a volver mejores -más conscientes, más ecológicos, más igualitarios- pero algo falló. “jajaja Se acuerdan que pensábamos que el fin de la pandemia iba a ser una belle époque con orgías en la calle? Somos un grupo de depresivos y ansiosos caminando solos por la vereda mirando el celu” confirma un tweet de @LlamameElisa que recibió 23 mil me gusta y 1700 retweets.
Al final, parece ser mucho más traumática la vuelta, porque todavía estamos en proceso de duelo aunque no lo percibamos como tal. “El duelo es un trabajo libidinal enorme, que no se puede efectivizar por el mismo contexto en el que vivimos, que no hay tiempo”, me dice Sofía. Y claro, el tiempo lo invertimos en trabajar, en producir, en hacer cosas para sobrevivir. No hay tiempo de procesar.
Economía afectiva
Pasan cosas todo el tiempo, otro rasgo de nuestro presentismo perpetuo. Nadie está preparado para los escenarios que nunca imaginó: “No es que nos adaptamos a lo que hay, nos adaptamos a lo que pasa”, reflexiona el politólogo en la charla que mantuvimos por Meet. “Las cosas que ocurren no vienen de nosotros. La guerra viene muy de afuera, la pandemia quién sabe cómo se creó; cuesta creer en la realidad”. Esa sensación de ajenidad a nuestro entorno, en un punto nos paraliza, nos deja boqueando y utilizando la energía vital disponible para sobrevivir más que para transformar. “Adaptarse porque no queda otra me parece que es el formato actual del imperativo”, sintetiza Diego. Atrás queda lo que deseábamos, lo que queríamos, lo que soñábamos; ahora estamos en los Juegos del Hambre.
“Partiré de la hipótesis de que todos compartimos una posición angustiada sobre el mundo contemporáneo. Angustiada en el sentido más radical de la palabra angustia que viene de angus, que es la estrechez: uno siente que está en un mundo estrecho y que no tiene mucho margen de maniobra”, arrancaba el doctor en sociología económica argentino de origen francés, Alexandre Roig, una exposición llamada “Filosofía en el Conti”, allá lejos, en la prehistoria de mediados de 2019.
La lenta cancelación del futuro, dijo hace algunos años el filósofo italiano Franco “Bifo” Berardi, para nombrar ese estado de época. “Futuro” no en términos de tiempo, de lo que va a acontecer como hechos, sino a la idea de un desarrollo progresivo, tan anclada a nuestra forma de organización económico-social (o más bien a nuestro discurso y subjetividad, incluso cuando hace décadas que ya no coincide con la realidad) cuyo momento de oro fue después de la Segunda Guerra Mundial con la expansión del modelo de bienestar. Es la cancelación de lo que esperábamos que acontezca, de las expectativas mismas.
En una entrevista más actual, de agosto de 2020 con Página/12, y en medio del encierro por la pandemia, Bifo le daba algunas vueltas de tuerca más: “La crisis producida por el virus no es solo económica. Es esencialmente psíquica, mental: es una crisis de las esperanzas de futuro”.
El autor arremete con la idea de política, de Estado, de democracia y de prácticamente todo. Su diagnóstico no es, por desalentador, menos interesante: lo que está detrás es el capitalismo en estado puro. “No existe la política, ha perdido toda su potencia; no existe el Estado como organización de la voluntad colectiva, no existe la democracia. Son todas palabras que han perdido su sentido (…) El lugar del poder no es el Estado, una realidad moderna que se acabó con el fin de la modernidad. El lugar del poder es el capitalismo en su forma semiótica, psíquica, militar, financiera: las grandes empresas de dominio sobre la mente humana y la actividad social”.
La falta de certezas, o de cierta previsibilidad, no son sólo patrimonio de la vida personal de los individuos, sino un mal -aunque con sus claras y obscenas diferencias- mundial. O quizás mejor habría que decir que es individual justamente porque es social. “El horizonte predictivo del mundo se ha derrumbado. Ni las élites dominantes planetariamente, ni las clases sociales subalternas, ni los conglomerados empresariales, ni los filósofos, ni los gobiernos pueden imaginar convincentemente lo que les depara a las sociedades en el mediano y largo plazo”, resume el ex vicepresidente de Bolivia, Álvaro García Linera, en una nota para la revista Jacobin América Latina. El pensador deambula entre conceptos como estupor, sentimiento de desolación y de abandono: “Es como si el sentido de la historia hubiese colapsado ante la inmediatez de un mundo sin dirección compartida del porvenir”. Si en algún momento convivía cierta certidumbre estratégica con incertidumbres tácticas, hoy se dio vuelta la tortilla. “Hay una certidumbre táctica de que no hay ninguna certidumbre estratégica”, resume Linera.
Y más allá del mundo, estamos en Argentina, y acá la cosa no está para tirar manteca al techo – más bien ni margarina marca Día (con el perdón de este respetable negocio). La crisis viene pegando y resuena más en quien menos margen tiene, como lo demuestra siempre cada nueva crisis. No solo hablamos de sujetos: los recursos y nuestro ambiente también se achican. A la inflación, la suba de los índices de pobreza, la angustiosa brecha entre ricos e indigentes cada vez más abierta, se le suma el interrogante sobre el escenario político. El gobierno -si es que puede hablarse de un único sector- que había venido a matizar parte de la angustia social que dejó el macrismo, tampoco acierta de manera clara. Ahora sí: la incertidumbre es personal, nacional y mundial.
Si bien con la pandemia se rompió el territorio de identificaciones en donde desplegábamos una vida, explica Guggiari, la caída en esa dirección había empezado mucho antes. Las certezas que nos trajeron hasta acá, hace rato dejaron de existir como certezas; más bien se convirtieron en imposiciones o en imposibles. La última etapa del capitalismo se caracterizó -entre otras cosas- por la fragmentación del mundo laboral, la precarización y el desempleo estructural. “Se viene cayendo cierta idea de progreso: entonces yo estudio, tengo una carrera, el trabajo, una familia. El Estado, y todas las instituciones que regularon una época -y subjetivaron una época- se fueron cayendo”. Para la política, es un tema que ya no genera adhesión: no hay promesa de progreso creíble. En Argentina, el monotributista como la posibilidad casi única del trabajador asalariado. Ser tu propio jefe, ser autónomo, ser emprendedor: todos eufemismos para decir que la sábana nos quedó corta hace rato. ¿Cuántos trabajos tenemos para sumar un sueldo? ¿Cuánto de eso nos parece hasta normal, hasta simpático?
Para Sztulwark no se puede separar economía de subjetividad, “porque la economía es subjetividad. La economía introduce violencia a la subjetividad, introduce violencia en nuestra relación con la naturaleza y el medio ambiente y nos fuerza a todos a una especie de competencia y de relativa insensibilización con respecto a nuestro entorno como condición de posibilidad de nuestra propia estrategia de existir y de vivir”. Porque un detalle no menor, son las características de la etapa actual de nuestro capitalismo: “El neoliberalismo es eso: la desesperación capitalista por aumentar la tasa de ganancia. Y por lo tanto, es reponer todo tipo de ilegalismos, de salvajismos y de violencias, a los Estados y a los pueblos. Una violencia generalizada sin sujeto aparente, que tiene un objetivo claramente económico”. No voy a decir ninguna originalidad, afirmando que es más factible pensar a futuro donde las necesidades básicas (y las que implican cualquier desarrollo personal y de ocio necesario) están satisfechas y no cuando las papas queman y no alcanza la guita para nada.
Hacia allá vamos (aunque no sepamos a donde)
¿Y entonces? Sería la pregunta que por supuesto no obtendrá respuesta. Porque parece que estamos tan ocupados en asimilar los golpes, en esquivar la malaria, que no tenemos capacidad de pensar perspectivas transformadoras. No solo para nuestras vidas individuales, sino colectivamente: después de todo, la felicidad es un bien común (y no lo digo porque sí: escuchen a este pediatra norteamericano explicando las siete diferencias entre placer y felicidad; me pareció muy revelador y hablar de esto seguro les suma un par de puntos en una cita). Mucho plan grupal, poca construcción colectiva. Alta oferta y alta demanda en el mercado del placer del aquí y del ahora, ¿y el futuro para cuándo?
“Yo lo pienso como una pregunta, pienso como un problema y por lo tanto me gusta, ¿qué nos pasa con la incertidumbre? ¿somos capaces de producir algo en la incertidumbre? ¿qué podemos producir? ¿qué tipo de incertidumbre necesitamos? Si la incertidumbre es que todas mis certezas y mis lugares cerrados y mis obviedades de pronto estallaron en mi cara, me parece que también es la posibilidad de una reinvención”, cuestiona la psicoanalista.
Ella nos habla de un mapa que nos falta: sin territorio, uno no puede desplegar sus potencias. La pregunta sin respuesta de en dónde y cómo despliego mi libido, genera sufrimiento. Pero también puede abrir una posibilidad: “¿Cómo produzco una vida vivible, una vida honrada, justa -no estoy hablando de grandes cosas, al mismo tiempo sí- en un territorio de mucha incertidumbre porque se cayeron las identificaciones; pero al mismo tiempo un territorio entonces posible para inventar nuevas?”. Nos toca un poco inventar a la fuerza; errar más o menos, pero inventando. “Será un trabajo que habrá que hacer en conjunto quizás. Lo que sí, eso me queda en claro: que no es individual tampoco”. Lo contrario al sálvese quien pueda: es con todes, o no es.
“La única terapia que yo veo tras la oscuridad presente es la reactivación del cuerpo colectivo, del placer de encontrar el cuerpo del otro en la dimensión colectiva”, explicaba Bifo en el mismo sentido, en una entrevista a El País en febrero de 2019, cuando todavía la pandemia era una palabra lejana. Ahora tenemos los mismos problemas que ya teníamos en aquel entonces, pero le agregamos la función de “X2” cuál mensaje de whatsapp. Más problemas, más complejos y a un ritmo más acelerado.
Una asociación que nos anunciaba Sztulwark en la charla (que ojalá se haya parecido más a una conversación que a un Meet) es el vínculo entre síntoma y resistencia, que es a donde nos gustaría llegar con todo esto: si todas estas cosas que nos pasan y que evidencian que no “cuajamos” del todo bien con la economía de mercado, que nuestras vidas no se organizan bien ahí, dirá Diego, porque nos enfermamos, porque nos cuesta ser tan productivos como nos exigen; entonces cómo hacer para que ese malestar se traduzca en resistencias constructivas, con otros valores, otras formas de entender la vida -y de querer vivirla-. Y que en lo posible, ese malestar no solo emerga en formas neo-fascistas como estamos empezando a acostumbrarnos a ver en distintas latitudes.
Terminé de leer el último libro de Juan Sklar esta semana (“Garche”) y su último relato describe el estado psíquico -por cierto lamentable- que había alcanzado el escritor (es un registro autobiográfico) con la pandemia y todo lo que supuso ese combo. Se podría presumir que muchos de los males eran elementos latentes que ante una situación de tanta incertidumbre y tensión le detonaron en la cara. Nada de lo que no nos podamos sentir identificades y que no sea en parte el espíritu de este texto: sus deseos contradictorios, la dificultad de los vínculos, la guita siempre como problema, lo que eligió para su vida, y lo que -aunque elegido- le cuesta sobrellevar. Quizás ahora tenemos la ventaja de preguntarnos más que en otras épocas si nos gusta la vida que llevamos y hasta creemos tener más herramientas para pegar volantazos en caso de que no. Rompimos con muchos mandatos, pero a qué costo, diría el meme.
También puede que toda nuestra incertidumbre sea en realidad impotencia, que nuestras preguntas constantes no nos permitan comenzar a desandar ningún tipo de respuestas. Puede que. Pero por algún lado hay que empezar, y esa supongo que sería la mejor forma de hacer algo.