Cuando un libro o un acontecimiento político nos afectan de verdad, experimentamos algo parecido: la percepción del mundo se modifica, algo se nos desarma por dentro, eso que hasta entonces llamábamos “nuestra vida” comienza a figurarse de otra manera. El arte y la política tienen la capacidad de transformarnos, de hacernos otros. Ahí es donde radica su fuerza. Claro está, no son muchas las experiencias estéticas o políticas en las que esto sucede. Pero cuando efectivamente se da, emerge en nuestro interior algo irreversible. Empezamos a vivir de otra manera.
La posibilidad de experimentar algo así pareciera cada vez más difícil. La enorme presencia de las redes sociales nos somete a lo que Diego Valeriano llamó alguna vez régimen de opinión. Con este término, Valeriano se refiere al modo un poco triste en el que pasamos buena parte del tiempo hablando sobre asuntos que no nos interesan ni nos cambian, pero de los que necesitamos opinar. Uno de los tantos problemas de este régimen es que tiene como efecto la fijación de identidad. En nuestras opiniones se confirma lo que ya sabemos que pensamos, lo que ya sabemos que sentimos y hacemos. Diseñamos una identidad estética que nos permite autopercibirnos de manera tranquilizadora para sentirnos a salvo en la imagen que nos devuelve el espejo virtual.
La fijación de identidad y el narcisismo de las redes sociales le plantea un desafío a la escritura. ¿Cómo evitar caer en esa confirmación complaciente de lo que ya sabemos que pensamos y sentimos? El maridaje entre régimen de opinión y literatura tiene como consecuencia la toma de partido, el didacticismo y la moral, es decir, el reinado de lo obvio. Aquí el problema vuelve a ser la fijación de identidad, que es lo contrario que experimentamos cuando un libro o una política nos afectan. Es una tentación problemática de nuestra época, algo difícil de enfrentar.
La narrativa de Juan José Saer ofrece una imagen diferente que podría servir como válvula de escape. Pensemos en Responso. Barrios, el protagonista de la novela, cuenta con una vida objetivamente hermosa: una linda casa, una mujer que lo quiere y acompaña, un buen trabajo. Sin embargo, tiene un gusto que podríamos llamar autodestructivo por el juego, más específicamente por el Punto y Banca. Lentamente, el personaje arruina su vida apostando, apostando y apostando. Hasta que la destruye por completo. Al comienzo de la novela, el narrador nos cuenta mediante un salto temporal un momento de la vida de Barrios siete años atrás, en 1955. Se trata de una experiencia dolorosa como Secretario general del Sindicato de prensa que terminaría con una golpiza humillante y la pérdida del trabajo. Esta imagen del pasado del protagonista, nos permite pensar hasta qué punto la debacle personal de Barrios no se funda en el dolor de la experiencia peronista. Lo interior y lo exterior parecen rotos por igual.
Esta forma de indagar lo político a través de una exploración específicamente literaria puede encontrarse en muchas otras de las novelas de Saer, por ejemplo, en Cicatrices o en Glosa. También podríamos detectarla en la literatura de Fogwill, Manuel Puig o Salvador Benesdra. En ellos, la política no aparece ni como tema ni como mensaje ni como panfleto ni como explicación. Sino como marca. La historia social y política es una marca en la vida de los personajes, aquello que permite explorar literariamente la singularidad de su existencia.
Pienso que la literatura, para producir un efecto político, para abrir un espacio entre nosotros y nuestras vidas, debe renunciar a convertirse en mercancía identitaria. La operación de época es evidente y se verifica en el éxito que este tipo de libros tienen tanto en las redes sociales como en el mercado. Cuentos feministas para feministas, novelas chabón para chabones, poemas autonomistas para autonomistas, teorías liberales para liberales, periodismo cristinista para cristinistas. La literatura devenida en commodity identitaria cierra, clausura, confirma lo que ya sabemos. Nos deja en el mismo lugar y –lo que es peor– contentos de estar ahí.
La verdadera fuerza de un cuento, una novela o un poema, radica en la capacidad de alterar el sentido de lo existente. Por eso, la literatura que más fuerza política tiene es la que abandona la toma de partido, el didacticismo, es decir, todo eso que forma parte de lo que, a veces para simplificar, llamamos literatura política.
Foto: Martín Zabala