En lo que va de este siglo, varios países latinoamericanos reformaron sus constituciones: República Dominicana en 2015, Bolivia en 2009, Ecuador en 2008 y la más flamante fue Cuba en 2019. De aprobarse el texto propuesto en Chile durante el plebiscito del próximo domingo 4 de septiembre, este país se sumará a la lista.
Para analizar un fenómeno social, conviene mirarlo en su contexto. Este libro-constitución es, primero que nada, el resultado de un largo y complejo camino que se inició con la revuelta popular en octubre de 2019. Un punto nodal para cualquier reflexión es que la demanda fue de abajo hacia arriba, en medio de un proceso convulsionado -y a diferencia de las constituciones que nombramos anteriormente- no acompañada por el gobierno de turno, más bien lo contrario.
El expresidente Sebastián Piñera no tuvo más remedio que ofrecer algo que bajara los decibeles de movilización y agitación popular, y así se inició un largo recorrido para satisfacer una exigencia realmente sentida en el pueblo chileno. Lo que configuró esa posibilidad fue, en realidad, un acuerdo transversal entre un importante espectro de partidos políticos para lograr una salida institucional al conflicto, donde el propio presidente ni siquiera tenía mucho protagonismo. La crisis fue, ante todo, una crisis de legitimidad del sistema político con sus partidos y sus instituciones todas: hay quienes incluso no le perdonan al actual presidente Gabriel Boric haber participado de aquel pacto de partidos en noviembre del 2019.
Como parte de esa salida negociada, se establecieron mecanismos y atributos inéditos para el proceso constituyente; como la paridad de género, la incorporación de “independientes” en igualdad de condiciones electorales y un porcentaje de escaños reservados para pueblos originarios. La estocada final que logró desmarcar el proceso constituyente de aquel acuerdo noviembrista, fue el formato de la Asamblea: Constituyente y no Mixta, lo que implicaba que el 100% de los escaños fueran elegidos por el voto popular. La opción Mixta incluía una mitad de miembros provenientes del Congreso en funciones, la opción preferida de aquellos que pretendían la menor cantidad de cambios posibles. El resultado fue un formato tremendamente disruptivo para un momento excepcional.
Es difícil establecer hasta qué punto una nueva Constitución puede resolver los problemas que hoy en día sufre el pueblo vecino; lo que está claro es que no será automático. En todo caso, el objetivo último de establecer una nueva carta magna, supone el reordenamiento de estructuras políticas y estatales, la configuración de un nuevo escenario legal donde plasmar futuras acciones. La posibilidad de cambiar las reglas de juego para que no ganen los mismos de siempre.
Por un lado, es un texto cuasi poético. Ilusiona, da esperanzas, toca la fibra íntima de cualquier sujeto que se posicione del centro a la izquierda. Por el otro, es un texto plagado de expresiones de deseo y de verbos voluntaristas que dejan una sensación de cierta irrealidad. Cuanto más lo leemos, más nos preguntamos cómo harán todo esto posible. La estructura general puede ser muy interesante en cuanto al avance de conquistas y derechos, pero la aplicación luego se basará en leyes o códigos específicos que pueden tener otro tono. Para intentar respondernos eso, un abogado amigo nos dio un pantallazo rápido de Derecho para Principiantes y nos explicó que dentro de la teoría constitucional se distingue entre disposiciones o normas programáticas, y operativas. Las primeras, son las que requieren de la sanción de leyes por el Congreso para su instrumentación; y las operativas, son aquellas que rigen jurídicamente de pleno derecho, es decir, automáticamente por el mero hecho de estar en el texto constitucional.
La tradición en nuestras constituciones latinoamericanas (o el “cómo” hacerlas) -de raigambre europea y latina- es la de escribir al principio los derechos y garantías. Después, viene la estructura del poder y por último los límites al poder del Estado. La distinción entre cómo se determinan las normas programáticas y operativas -y aquí el arma de doble filo- son debates que responden al terreno de la política. Es decir, a la correlación de fuerzas.
«Chile limita al centro de la injusticia»
La propuesta de Constitución chilena, convertida en best seller editorial, es un texto jurídico con un marcado espíritu de época. Es difícil desligar el producto final del marco histórico que le dio lugar, incluso cuando muches sugieren que eso debería ser lo más prudente. Durante el debate en comisiones, se sugirió por ejemplo incorporar citas de Victor Jara, lo que fue rotundamente descartado por esa misma razón.
El objetivo de esta nota no es analizar los 388 artículos del proyecto, pero sí hacer hincapié en algunos de sus aspectos más relevantes. Para avanzar en el análisis, volvemos al contexto; y lo más justo es comparar la normativa -posiblemente- entrante con la saliente. Eso nos remite a la actual Constitución, redactada en 1980 bajo la dictadura de Augusto Pinochet; que junto con Panamá son las únicas dos constituciones de todo el continente que fueron elaboradas en períodos dictatoriales y siguen vigentes.
El texto original fue varias veces modificado (por ejemplo en 2005), actualizando y modernizando su contenido con toques democráticos. A modo ilustrativo, un ejemplo: la versión original consideraba ilícito e inconstitucional cualquier acto de persona o grupo que propagara doctrinas “contra la familia” o “fundada en la lucha de clases”. Este simpático artículo fue reemplazado por uno que refiere a la transparencia de los intereses y patrimonios de los funcionarios de mayor rango (presidente, ministros, diputados, senadores, etc.) los cuales deben ser declarados públicamente; a tono con las discusiones sobre corrupción en el ámbito político y estatal que hace varias décadas forman parte de la agenda latinoamericana.
Sin embargo, el eje crucial, la mayor sombra pinochetista, refiere al espíritu profundamente neoliberal del ordenamiento aún vigente. En la actual Constitución, son explícitos el fomento a la privatización de todos los pilares básicos de una sociedad: la educación, la salud, los servicios esenciales como el agua o incluso los aportes jubilatorios. Y en materia de recursos naturales, se suma la explotación extranjera. ¿El Estado? Bien, gracias. Con esto queremos decir que la vara ya estaba lo suficientemente baja como para no exigir un cambio de raíz en medio de una revuelta social sin precedentes como la que estalló hace dos años. No por casualidad Violeta Parra cantaba que “el minero produce buenos dineros, pero para el bolsillo del extranjero” en una bella poesía que describe al Chile profundo, lejos de las lucecitas de colores que adornan el supuesto éxito de su modelo. Un país como el centro mismo de la injusticia.
En el proyecto a votar, el rol del Estado es claramente superior, porque rige no solamente como intermediario de derechos, sino como promotor del acceso y garantía de sus cumplimientos. Esa es la llama, el corazón del debate, y lo que se espera modificar: la arquitectura institucional por la cuál sólo accede a vivir dignamente quien tiene plata; y quien no tiene, se endeuda o se jode.
En el texto propuesto hay novedad jurídica y eso quizás sea el gran logro de este proceso. Mayormente se concentra en tres aspectos: derechos y reconocimiento de los pueblos indígenas, paridad e igualdad de género, y derechos para la naturaleza y el medio ambiente; elementos innovadores tanto en la historia de este país como en el constitucionalismo latinoamericano actual.
Es, por ejemplo, la primera constitución que plantea la paridad de género en todos los órganos del Estado y en las distintas instancias que regulan el cuerpo social. Respecto a los pueblos indígenas, Chile se reconoce como un Estado intercultural y plurinacional, admitiendo la existencia de 11 pueblos distintos y otorgando sus consiguientes derechos. También incorpora porcentajes de participación efectivos en las instituciones nacionales, niveles bastante altos de autonomía y organización, e incluso (y esto sin duda será un problema a futuro) la facultad de utilizar sus propios sistemas de justicia. Otro tema crucial aquí es el derecho a la tierra; discusión para nada abstracta porque se trata de territorios en manos de, por ejemplo, emprendimientos forestales de gran escala. Una colisión frontal con los sectores de mayor riqueza del país.
Pasemos al rubro ecología. En la nueva propuesta de constitución, la naturaleza es sujeto de derecho, una categoría completamente diferencial a la actual, donde ni se la nombra, o en todo caso sólo es portadora de recursos para extraer. Dos puntos claves del tema son: el agua es un bien inapropiable, un derecho para toda la población al ser un elemento fundamental para la vida; y los animales son considerados seres sintientes, y por lo tanto, el Estado debe protegerlos y garantizar su derecho a una vida sin maltratos (aquí se abre la pregunta para de toda la industria cárnica que ha garantizado el aumento de su producción a base de métodos crueles y bastante inhumanos; a ver cómo los convencemos de que eso estaba re mal). También se incorpora la figura de Tribunales Ambientales obligatorios en todas las regiones del país.
Además de un Estado social, democrático, plurinacional, intercultural y ecológico, la nueva propuesta incluye el concepto de regionalidad. El texto actualmente vigente refiere a Chile como un Estado “unitario”, susceptible de que las decisiones también lo sean a partir de los intereses o la lectura de la Capital. La nueva norma incorpora la descentralización a partir de la autonomía de las regiones en casi todos sus aspectos (no confundir aquí con el concepto de territorio único e indivisible, que sí aplica). La Cámara de las Regiones sería una nueva institución, dando de baja el sistema bicameral tradicional de Diputados y Senadores, dejando de existir esta última. Elisa Giustinianovich, convencional constituyente y parte de la comisión de Forma del Estado y Coordinadora del área Normas Transitorias, nos comentó al respecto:
“Desde un primer momento consensuamos la necesidad urgente de hacer una transformación audaz respecto a la forma jurídica del Estado unitario que tenemos actualmente y dar este giro hacia un Estado regional. Hacer este avance sustantivo en términos de autonomía política, administrativa, fiscal, financiera.”
Por último, elegimos destacar los aspectos relativos a la participación popular en los procesos políticos y deliberativos. El texto en sus inicios define al país como una “República democrática inclusiva y paritaria” y más adelante recalca que “en Chile la democracia se ejerce en forma directa, participativa, comunitaria y representativa” (forma curiosa el uso del imperativo, ¿no?). Se incorporan figuras legales como plebiscitos o consultas populares, con el objetivo de involucrar a la ciudadanía de manera activa en temas relevantes socialmente y se ubica al Estado como garante de ello.
Un dato nada menor, es que el acto de sufragar vuelve a ser obligatorio, como lo fue hasta el 2012 . La tasa de votación para las elecciones presidenciales de los últimos años no llegó al 50%, lo que daba muestra de cierto desinterés popular. Ahora, deberán hacerlo muchas personas que probablemente no votaron nunca, y eso representa una de las principales incógnitas de septiembre: ¿a favor de qué, o en contra de qué lo harán?. La incertidumbre es total.
Perlitas constitucionales
El texto está escrito en un intento de lenguaje inclusivo: no mediante la “x” o la “e”, sino en la paciente incorporación de masuclino y femenino en cada denominación. El resultado quizás se perciba como “a mitad de camino” y desnuda las tensiones que surgieron en el proceso de redacción y armonización del texto. De todos modos, la equiparación de géneros es todavía un ejercicio poco transitado en las constituciones del mundo.
Por otro lado, algunos artículos parten de diagnósticos sociohistóricos: “vivimos una crisis climática y ecológica”, da a entender todo el capítulo de “Naturaleza y Medioambiente”. A los negacionistas del cambio climático no les gusta esto. También se afirma el carácter laico del Estado, y al país como una “república solidaria”.
Hay que ser ingeniosos para haber incorporado la palabra “plusvalía” al texto constitucional, y sucede en el artículo 52; porque claro, además de ser un concepto propio de la teoría marxista, hoy día se utiliza para determinar la ganancia que se obtiene de la venta de un bien por un precio mayor al que fue comprado, sobre todo en materia de inmuebles. Básicamente, nos robaron el sentido de una palabra clave: pasó de ser una discusión sobre el acaparamiento de las riquezas producidas por la fuerza de trabajo humano, a la tajada de los especuladores inmobiliarios sobre las propiedades.
Muy a tono con los tiempos que corren, el texto constitucional hace alusión al derecho a la espiritualidad, a la “desconexión digital”, y resalta la importancia del resguardo de la identidad en el campo digital incorporando conceptos como “metadatos”. Otra palabrita curiosa es la de “neurodiversidad”, para describir el derecho de las personas con diferentes procesos cognitivos (lo que antes groseramente se denominaba trastornos mentales).
Hay cosas que vienen al final pero no por eso son menos importantes, como la muerte: se prevé el derecho a la eutanasia (la norma establece el derecho a una muerte digna), mientras que la interrupción voluntaria del embarazo pasa a ser uno de los derechos que el Estado debe garantizar sin discriminación y con enfoque de género. Este ultimo punto difiere en forma absoluta de la actual norma que explícitamente dice: “La ley protege la vida del que está por nacer”, que es -igualmente- una versión mejorada de la original de 1980 que directamente penalizaba a las mujeres: “No podrá ejecutarse ninguna acción cuyo fin sea provocar un aborto.” Curiosamente, la actual carta magna pinochetista dice en el punto siguiente a la prohibición del aborto, que la pena de muerte podrá ser contemplada (según determinada aprobación especial). Conclusión: personas pueden morir, fetos no. En la propuesta actual, la pena de muerte está prohibida.
¿Sale o sale?
Antes de cerrar esta enorme amalgama de datos, es importante entender el clima social que envuelve a Chile. Apruebo o Rechazo serán en principio las dos opciones de voto, pero no todo es tan simple como quisiéramos. Dentro del Apruebo existe una modalidad que empieza a instalarse en la batalla mediática y discursiva, que se denomina “Apruebo para Reformar”; y la cuál podría entenderse por el miedo a que gane la opción del rechazo pero al mismo tiempo como una concesión a los sectores más conservadores. Como su nombre lo indica, la idea es concretar una nueva Constitución pero con la posibilidad de futuras reformas; un futuro que tampoco queda claro si será cercano o no tanto. En ese bando se encuentra el presidente Boric y su espacio político.
Por su parte, quienes abogan por el rechazo (y desde hace rato parecen ser la opción favorita en las distintas encuestas, aunque bajando) sostienen -con el afán de mostrar un poco de predisposición a los cambios- el lema Rechazar para reformar, apelando a los puntos débiles o más discutidos del texto final; algo así como patear la pelota hasta que la cosa se desarme sola. Muchos de sus argumentos rozan la desinformación: la “falta de unidad”, la acentuación de los “privilegios a los pueblos indígenas por sobre los derechos de todos los chilenos” y una batería de miedos instalados socialmente. La ofensiva de los sectores de derecha o ultra derecha, incluye campañas burdas de fake news intentando captar la atención de quienes no tienen la intención de hojear el nuevo texto.
¿Qué pasa si se aprueba? ¿Cómo se plasmarán todos estos cambios en el recién estrenado gobierno de centro izquierda que transita a su vez, por no pocas convulsiones políticas y el empeoramiento de los indicadores sociales? ¿Y qué pasa si no? ¿Volvemos a foja cero? ¿Se abre un nuevo Proceso Constituyente o se queda la constitución que casi un 80% de la población votante dijo que no quería más? Una sola certeza: todo está por verse.
La elección del 4 de septiembre será una instancia obligatoria para la población chilena y decisiva para la agenda política de los próximos meses. Puede ser un respiro para el gobierno, o una traba que lo deje con poca capacidad de maniobra. Puede ser un techo o un horizonte para los anhelos de cambio de miles y miles. La lucha no está ganada, pero tampoco perdida.