Crónica
Festival de Mar del Plata
Por qué seremos tan dementes los chicos del cine independiente
Por: Iván Horowicz
El festival de cine de Mar del Plata es un mega evento que junta en una misma ciudad a los ñoños de FADU, los trabajadores del séptimo arte y a un buen número de curiosos. En estas líneas, y a modo de homenaje a un evento que vale la pena ser recordado, Iván Horowitz escribe desde la humilde perspectiva de ese espectador no especializado, al comentar un film que lo devuelve a los avatares cotidianos de su Buenos Aires natal.
enero 16, 2023

Cine

“Helarte es morirse de frío. Todo lo demás son conjeturas.”
Bejo

 

Participar del Festival de Cine de Mar Del Plata es siempre una experiencia muy interesante, antes que como periodista o como integrante del nicho audiovisual, como espectador. La inmensidad y la diversidad de la propuesta del festival es exuberante. Películas brasileñas, iraníes, búlgaras; largometrajes, mediometrajes, cortometrajes. Se puede ver de todo. Desde una película de terror argentina clase B sobre zombies filmada en Ramos Mejía en 1998, en la que actúa un joven Esteban Podetti, a una película dramática inglesa sobre una mujer alcohólica de mediana edad que quiere recuperar la tenencia de sus hijas.

En el Festival de Cine de Mar Del Plata, quienes no somos estrictamente del mundo del cine nos vemos obligados a mirarnos al espejo: el festival obliga a uno mismo a contrastar como espectador su propia formación artística, su educación sentimental en la arena audiovisual. Y es que nuestra propia formación como espectadores da cuenta de una trayectoria atrofiada. ¿Atrofiada por quiénes? Por las grandes productoras, por formas y arquetipos de narrar pre seteados que se repiten, a veces, hasta el hartazgo. Hollywood y Netflix nos muestran una y otra vez Introducción-Nudo-Desenlace. Personajes principales y secundarios, buenos y malos. Películas sobre el fin del mundo, películas sobre espías. Hombres lobo, superhéroes, vikingos, películas de soldados y animales animados de pixar. Formas sin contenido. Esquemas que se copian a sí mismos en una tecnificación aburridamente perfeccionante sobrecargada de presupuestos multimillonarios que impiden cualquier atisbo de originalidad.

Las distintas artes enfrentan siempre el mismo problema. Lo mismo pasa también en la música. El acostumbramiento excesivo a la estructura de canción clásica tipo balada con introducción, verso, estribillo, puente y final, puede atrofiar la capacidad de uno de, por ejemplo, enamorarse de la improvisación descontracturada en el jazz. La repetición descarada de cierto tipo de estilos musicales reduce la posibilidad de imaginar por fuera de ellos.

Pero afortunadamente todavía se puede inventar. Todavía se pueden hacer cosas con nuevas formas y contenido, o con contenidos que en su mismo desarrollo crean nuevas formas. El problema no es qué digas ni cómo lo digas, sino que básicamente tengas algo para decir. Hay tantas formas de hacer arte que valga la pena, que a veces lo sorprendente no es que exista en toda época buen arte, sino que hoy día las industrias culturales mainstream especialmente las audiovisuales estén atravesando semejante momento de decadencia. La crisis en clave descomposición, descompone también nuestras propias producciones culturales.

Sabemos que la producción cultural es parte inobjetable de una política que tenga como objetivo una economía planificada. Hoy día, parte de esa producción política cultural podemos encontrarla en los márgenes, entre los pliegues de la academia audiovisual para con el cine de culto. El festival de cine de Mar del Plata es un mega evento que junta en una misma ciudad a los ñoños de FADU, los trabajadores del séptimo arte y a un buen número de curiosos. En estas líneas, y a modo de homenaje a un evento que vale la pena ser recordado, escribimos desde la humilde perspectiva del espectador curioso.

Ciudad

“En esta pálida ciudad, los pulpos te aplastarán”
Billy Bond

 

Mar Del Plata tiene su encanto, y tiene con qué encantar. Médanos y barrancos de arena firmes ante las olas del frío atlántico sur, miran fijamente a una ciudad que, fundada por la burguesía aristocrática de nuestra patria, no fue capaz de resistir la invasión de la negrada, el aluvión zoológico de la clase trabajadora argentina. Conviven dentro de ella el trencito de la alegría con la Pepa Pig más desquiciada de la República Argentina junto a un casino gigante del estilo neoclásico francés. Mar Del Plata es la casa tomada de Cortazar; las vacaciones por asalto. Por eso, cuando se filtró el audio de una señora muy paqueta de Nordelta que se quejaba de que tomen mate en su barrio privado, su comparación remitía a la negrada de la Bristol de Mar Del Plata. Pero volvamos al cine, que es lo que nos convoca. 

A través de la pantalla de la sala Astor Piazzolla del Teatro Auditorium (otra reminiscencia a la Mar Del Plata aristocrática tomada: allí se ubicaba el viejo casino en el que funcionaba un “dancing” [baile de salón] donde la elegante sociedad marplatense bailaba con orquestas de la época) volvemos a nuestra propia ciudad, tan distinta a La Feliz. Ciudad de espaldas al agua, en guerra abierta con el Río de la Plata, la Buenos Aires que no para, la de la jungla capitalista de cemento, aparece crudamente retratada en, tal vez, la mejor película que me tocó espectar en esta edición del festival: Cambio Cambio, de Lautaro García Candela. Se trata de un thriller económico que expone el mundo de los arbolitos. A los cambistas de la calle Florida del microcentro, que ofrecen sus servicios a todo aquel que pase delante de ellos al grito de “¡Cambio, cambio!”.

En el microuniverso de la calle Florida transcurre la vida de Pablo (Ignacio Quesada), un joven venido de Olavarría a la gran ciudad. Un pibe cualquiera, tranquilo, músico tecladista, de clase laburante, con no muchas más expectativas que ser medianamente feliz en su vida del día a día, tener lo suficiente como para unas cervezas y para comprarse un mejor teclado con el que tocar en su banda de Punk melódico. Pablo expresa las expectativas generales de nuestra generación: subsistir más o menos dignamente y distender un rato los fines de semana. Pero su precario trabajo de volantero de una de las parrillas ubicadas ubicadas sobre la peatonal no le permite siquiera eso. Su teclado se rompe, la plata le falta y el hartazgo de la pobreza estructural que Pablo siente y que, a través de él, siente toda la juventud trabajadora argentina, sumado a la hinchapelotez de comprar terceras marcas de fideos para llegar a fin de mes, lo impulsan a llegar al puesto más alto de la cadena jerárquica de la calle Florida: transformarse en arbolito.

Clase

“Hace unos años en la escuela / Quería progresar / Pero progresar era comer, dormir y trabajar.”
Pity Álvarez

 

En Cambio Cambio, la diferencia de clases se achica a través del amor. Pablo conoce a Florencia (Camila Peralta), una joven de clase media y estudiante de arquitectura. Cuando en su primera cita, Pablo propone tomar unas cervezas marca Quilmes, Florencia retruca que prefiere Heineken. Pero la diferencia de clase no se delinea solamente a través de la capacidad de consumo de estos personajes. Florencia conserva las aspiraciones de ascenso social que a Pablo le resultan completamente ajenas al denotar un capital cultural del que él carece, incluso en un sentido de formación política. Es que cuando hablan sobre el 2001, también en su primera cita, Florencia le pregunta sorprendida a Pablo si no recuerda los saqueos. Florencia, de clase media, rememora la insurgencia de ese año que Pablo, de clase trabajadora, desconoce. 

Uno de los gestos más tiernos del director García Candela es que, a fin de cuentas, el personaje de Pablo no quiere ascender en la cadena alimenticia de la calle Florida por su propio interés inmediato. El objetivo de Pablo es poder acompañar a Florencia a Europa, que solicitó una beca en una universidad extranjera. Pablo aspira, a través de Florencia, lo que no le corresponde, lo que tiene vetado aspirar, y lo que tampoco le interesa realmente ser. Nuestro anti-working class hero no tiene sindicato desde el cual luchar por mejoras para los suyos, ni nuevo mundo que construir para quienes lo precedan. Pero aún así lo impulsan el amor y una ética del compañerismo de clase.

En este sentido, la película maneja dos tiempos que ocurren en simultáneo, sincrónicamente, pero que también muestran la desconexión sideral entre querer ser “totalmente libre”, a decir de Rosa Luxemburgo, y devenir individuo determinado por el valor, el capital y la mercancía. 

La racionalmente irracional obsesión de la sociedad argentina se manifiesta en un desinteresado muchacho semi low life de veintipico. El tiempo de la economía y el tiempo de la subjetividad parecen reencontrarse únicamente cuando Pablo vuelve a tener un objetivo concreto: soñar con más es capitalizar, y capitalizar es competir en el mercado cambiario.

Dinero

“Sergio, Omar, quiero dinero”.
Luca Prodan

 

En Cambio Cambio, la aspiración de ser arbolito funciona como una especie de reverso plebeyo a la juventud de la criptomoneda. Pablo entiende desde el minuto uno que entra al juego de los cambistas y que el negocio es hacer su propio negocio. Nadie le va a ceder nunca nada: si él quiere ser más de lo que es, va a tener que tomar el cielo por asalto.

El mundo de los cambistas de la calle Florida evidencia los hilos subterráneos que conectan al capital legal con el ilegal. El cambio de los turistas son solamente la superficie visible, la punta del iceberg del negocio cambiario. Por debajo juegan las concesionarias y las oficinas prolijas del microcentro. Un pibe originalmente volantero empieza a seguir la dirección de una macroeconomía que al principio no comprende, pero que una vez que se autopercibe agente económico necesita utilizar. El bombardeo informativo sobre el precio del dólar, que la película retrata con imágenes de noticieros reales, comienza a permear en el protagonista. El sueño de un arbolito es ser cuevero. Ser un capitalista es encarnar la ilusión de adquirir mayores cantidades de valor que se valoriza a sí mismo. Es que pasar de ser pez a tiburón en la calle Florida implica, tarde o temprano, jugar a la timba. La trama se complica, tenemos miedo de que nuestro protagonista fracase. La empatía con el sueño humilde de un pibe que surfea la agotadora realidad de la crisis es casi total. Las amistades forjadas de Pablo en la calle Florida corren peligro.

No Spoiler Alert

“Todo empezó con el chiste que decía
Lo tuyo es mío y lo mío es mío
No comprendíamos que eso sería
Lo que algún día nos heriría”
Moris

 

Hasta este punto, podemos relatar nuestro film, porque, si seguimos haciéndolo, estas líneas caerán dentro de la detestable categoría de spoiler. La película de García Candela debe ser descubierta por cada quién. 

Sin embargo, sí daremos cierre a la nota, enunciando sencillamente la pregunta con la que el director decide finalizar su propia película. ¿Es posible sostener la ternura y la voluntad de ascenso social al mismo tiempo? ¿O es que una está irremediablemente destinada a comerse a la otra?

Autor

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