La lengua de mi hijo se compone de muchos sonidos que no existen en el castellano que hablamos en el Río de La Plata. Repite sílabas que inventó él mismo, las alterna con onomatopeyas, sonidos guturales y gritos agudos. Es una lengua expresiva llena de entonaciones. Escribí esto en Twitter a las 6:30 de una mañana de jueves porque Galileo me despertó (suele despertarme) a las 5:30. Me despierta a la madrugada y nos levantamos. Mientras lo atiendo, escribo, abro un texto de los que estoy haciendo y escribo mientras escucho “aiuuuh shíii shíiii prrrrrr boio boio seeehhh” y luego unos susurros, todo acompañado de su estereotipia rítmica de darse palmadas en la panza y en el pecho y de golpear paredes y mesas por la casa. Así transcurre mi vida con Gali, entre esto y los besos y abrazos apasionados que me da.
Este jueves por la madrugada todo lo demás está en silencio. Gali me trae una manzana para que se la corte en cuatro gajos. Le gusta comer la cáscara, suele dejar el resto roído. Encuentro pedazos de manzanas con las marquitas de sus dientes por toda la casa. También me trae un paquete de galletas de arroz que no sabe abrir. Las come saltando en la cama y deja todo lleno de migas. Galileo habita el mundo dejando constancia de su paso por él, de sus hábitos, de su modo de existir.
Cuando empezamos a andar el camino incierto hacia el diagnóstico, una persona allegada que es psicóloga infantil “especialista” en autismo lo evaluó informalmente y dictaminó (diagnosticó, pronosticó) que Galileo no era autista, que no teníamos que solicitarle un Certificado Único de Discapacidad (porque las “etiquetas” son malas, sostuvo) y que tenía que hacer terapia lacaniana y musicoterapia lacaniana por Zoom -ahora pienso que esto es una respuesta automática, prefabricada, que le da a todo el mundo en general.
La intervención más violenta en la subjetividad de Galileo es la negación de su ser discapacitado en un mundo capacitista y la de ser autista en un mundo alista. Como cultura, tenemos tan internalizado el pavor a la discapacidad que nos apresuramos a negarla. Nos negamos a aceptar que eso nos causa angustia y pavor existe, que no es un fantasma imaginado. Negar así, de esta manera delirante, es un instinto sólo humano. Es tan humano (tan estúpido) que no es un instinto de supervivencia. Cuando negamos la afirmación autista preparamos el terreno para su aniquilación, es decir: para la aniquilación de quien es autista. Ser autista no es ser un alista imperfecto, una persona todavía-no-alista. Ser discapacitado no es ser una persona capacitada fallada. Cuando negamos la discapacidad no afirmamos una capacidad alternativa, afirmamos la aniquilación capacitista de cualquier fragilidad y de toda vulnerabilidad. Pero cuando se niega la discapacidad no sobreviven las personas capacitadas tampoco. Nadie sobrevive. Nacemos y morimos en la discapacidad. ¿Cómo ocurrió que nos atrevimos a pensar que podíamos superar la necesidad? (Quizás ocurrió por el mismo proceso por el que se cree que las ganancias del capital satisfacen las necesidades).
El instinto de negar la discapacidad no es innato, sin embargo. Es una trampa inteligente diseñada para que desarticulemos la comunidad, para desorganizarnos, para debilitarnos: no para discapacitarnos sino para desagenciarnos. Así trabaja el capacitismo, despolitizando la vulnerabilidad y el malestar, haciendo de la discapacidad un objeto de pena y compasión, un asunto de mala suerte, un destino individual que intentamos torcer y evitar.
La lengua hablada de Galileo tiene la textura musical de un género que sólo él puede interpretar. Hubo un tiempo (corto) en el que pensé que mi rol sería ser la traductora de Galileo, su mediación con el resto del mundo. Eso es imposible por tantos motivos. El más importante de todos no es que no lo entiendo (no lo entiendo), no es que no hablo su lengua (no la hablo) ni que nadie puede mediarnos, mucho menos una mamá. La razón primera es que Galileo habla como quien interpreta con su instrumento la pieza que compuso para sí.
A veces el lenguaje –todo lenguaje- es comprensible sólo en la medida en que nos disponemos a escucharlo como si estuviéramos en una iglesia vacía frente a un banquito en el que se está por sentar Rostropovich con su Duport a tocar las Suites de Bach como si en realidad él fuera Bach. Entonces, sólo entonces, entendemos que no comprendemos, que estamos ante las puertas de lo incomprensible.
¿Cuándo el lenguaje es más lenguaje que cuando se habla así, de esta manera incomprensible? La imposibilidad de interpretarse, de interpretarme a mí misma, no viene nada más de que nadie controla ni es dueño del lenguaje. Nadie interpreta sus partituras porque nadie crea su lengua. Nadie, salvo Galileo, salvo él y sus iguales. La lengua autista es, quizás, ese imposible del que evitamos hablar cuando hablamos, que intentamos ahogar hablando de más y moviendo las manos y escribiendo por ejemplo esto. Las lenguas autistas dicen lo que no se puede decir en ninguna lengua alista “normal” y articulada. Galileo habla una lengua que complementa otros idiomas. Esta lengua no es lo opuesto del lenguaje: perfecciona otras lenguas, como la música o como el silencio.
¿Tiene mi hijo una lengua materna? ¿Conversamos como madre e hijo? ¿Qué nos contamos cuando charlamos? El autismo de mi hijo y sus palabras mágicas me prestaron un vocabulario nuevo para mi propia neurodiversidad, una visión nueva y auténtica sobre mi misofonía e hiperacusia severas, sobre mi hiperosmia y sobre mi histórica incapacidad para decodificar la mayoría de las reglas de las relaciones interpersonales, entre otras cosas que yo siempre pensé que eran fallas personales que me hacían inferior. Ya no voy a enmascararlo más, ya no quiero que sea un secreto. Ahora sé cómo hablar de esto, ahora tengo nombres para llamarlo. Quizás mi hijo nunca hable su lengua materna ni ningún otro lenguaje “normal”, pero me enseñó a hablar una lengua en la que puedo decir lo que nunca pude formular en un idioma alista que me es ajeno. Sacarme de encima todas las expectativas alistas y capacitistas que formaron el modo en el que se suponía que tenía que criar a mis hijos me liberó del sufrimiento de intentar cumplirlas yo misma. Lo verdaderamente difícil, además de criar un hijo autista en un mundo alista, además de ser un nene autista no-verbal en un mundo capacitista, es cómo desinternalizar toda esta inferiorización que tiene toda mi vida de edad.
Pero sé que él me va a decir cómo se hace.
*Texto publicado originalmente en inglés en el blog Crooked Timber.
**La palabra “alista” se utiliza para designar a las personas que no son autistas.
Imagen de portada: «Paisaje celeste», óleo y carbonilla sobre papel, de Ana Audivert.