La primera vez que me calenté con un texto fué leyendo a Freud. El libro sobre la histeria de Dora, una de sus pacientes más emblemáticas. La joven llega a Freud a sus 18 años con una serie de síntomas: tos nerviosa, afonía, migraña, alteraciones de carácter, una gran desazón y otras expresiones de un cuerpo que hablaba sin poder ser escuchado. Para la familia, la muchacha mostraba interés por asuntos sexuales y estaba encendida por escritos indebidos.
Ahora, con el correr del tiempo, tengo mis propias lecturas. Dora, una adolescente víctima de abusos perpetrados por parte del mejor amigo del padre, que permitía estas situaciones ya que él mismo tenía un amorío con la esposa de aquel. La joven denunciadora era, ante los ojos de todos, una inventora, una fantasiosa, en la cual no se podía confiar. Y si bien Freud, que mostraba cierta fascinación por sus dotes y su precocidad intelectual alertaba la situación en la que se encontraba la joven, las lecturas clínicas de época eran tajantes: la histeria, un trastorno de afecto; sus síntomas, cumplimiento de fantasías sexuales; el diagnóstico por excelencia: el rechazo a una feminidad normal. Y la teoría del desarrollo psicosexual adulto: la pérdida del placer clitoriadeano como condición necesaria para la entrada a una feminidad adulta. De la satisfacción de la zona erógena del clítoris a la vagina: satisfacción regida por la reproducción.
Mientras tanto, yo embelesada con las lecturas sobre fantasías sexuales inconscientes de felatios, amores prohibidos e incestuosos, cerraba la puerta de mi cuarto en Villa Crespo para aprender psicoanálisis tocándome. Pero para ese entonces vinieron mis primeros reproches veinteañeros: ¡Una sinvergüenza! ¡Seguro, patológica! ¿Tendré algún problema? ¿Histérica? ¿Ninfomana? Sentir placer donde no se debe sentir placer, así como no sentirlo si se espera otra cosa, es un asunto de puertas cerradas. Algo a curar.
La rebelión de las histéricas
En El feminismo espontáneo de la histeria, Emilce Dior Bleichmar, psicoanalista argentina, habla del síntoma histérico como un testimonio de impotencia. Una protesta desesperada, aberrante, que no llega a ponerse en palabras. Dice: la histeria como síntoma nos muestra el carácter devaluado de la feminidad.
En la literatura psicoanalítica siempre hubo una equivalencia entre histeria, sexualidad, placer, feminidad. Los modos de enfermar y el hecho de nombrar a ciertos afectos del cuerpo como patologías nos dicen sobre los modos en los que hacemos mundo.
Histeria, entonces, es el nombre que le da la clínica psicoanalítica a un efecto de poder sobre los cuerpos. Es el territorio en dónde se juega el rechazo y la sobreadaptación a los roles de género. La ambivalencia de fuerzas activas y reactivas: una revuelta o una insumisión. El placer sexual como principal organizador biopolítico del diagnóstico. Quiénes, cuándo y cómo lo pueden sentir o no sentir. Lo que llaman histeria, el efecto insoportable de la desobediencia afectiva, erótica y vital. La impotencia de la que habla Bleichmar es la imposibilidad de reapropiación de las fuerzas insumisas contenidas allí.
La culpa, el miedo por lo inadecuado o inesperado funcionan como disciplinadores y educadores para una buena feminidad.
No creo ni ética ni clínicamente en un estado paradisíaco, pero la salud ya no puede ser pensada como guiones de normalidad. Por mi parte, con el tiempo los feminismos se fueron metiendo entre los poros de la piel. Produciendo efectos desde la carne al pensamiento. Así me permitieron abrir esa puerta en la que me encerraba por el placer inadecuado. Los nuevos y desafiantes paisajes afectivos me habilitaron a producir (escribir) a partir de ello. Abrir la puerta fue apropiarme de las fuerzas de mi histeria.
Escritura, clínica y erótica: producir desde el placer
Escribir relatos eróticos siempre fue una manera de elaborar algo que me desbordaba incesantemente. La sexualidad no es lo mismo que la erótica, eso es algo que aprendí con el tiempo. Escribir fue para mí ampliar y extender la existencia, componer materias, inventar lo no inventado. Un modo de producir mi salud. El erotismo, el territorio donde fue posible el ensayo. Reapropiación de lo ambiguo. Un mapa donde un cuerpo desesperado por desplegar su potencia se hizo escuchar.
La filósofa Catherine Malabau en Clítoris y pensamiento dice que la historia del clítoris puede leerse como un progreso que va de la borradura a la visibilidad, de la tachadura a la existencia. Agregaría, entonces, de la patologización a la insumisión. La historia del clítoris es también la historia de su placer, la historia de sus modos de decir. Las zonas de éxtasis también son zonas de producción de sentido.
Aquel placer indebido no era algo de lo que me tenía que avergonzar sino un modo de conectarme con el mundo afectiva y eróticamente. Un modo de producción de sentido y de pensamiento. Ese placer inadecuado me permitió desplegar una vida. Pensar, excitarse y sublevarse son la misma cosa. Erotizarse con un texto. Producir pensamiento, escritura desde una excitación.
La experiencia terapéutica fué la posibilidad de encontrar-armar un plano de consistencia en donde la mutación de la vergüenza y la impotencia -acaso una histeria- a la escritura fuera posible. Ahí, también, la posibilidad de una clínica. Hoy puedo decir. La primera vez que me calenté leyendo fue sobre la vida de Dora. Con ella me hice femininsta, psicoterapeuta y me puse a escribir.