Hay un hecho muy verificable: con las apps de citas y la virtualidad en general es más fácil llegar a concretar un encuentro. Si antes había que atreverse a llamar a un teléfono fijo con el riesgo de que te atendiera el papá o la mamá, ahora basta mandar un fueguito y cualquier malentendido lo resolverá un jajaja. Si antes había que buscar el cruce de miradas e invitar a tomar algo exponiéndose al rechazo, hoy se desliza el dedo hacia la derecha y se espera de brazos cruzados el match. Nada te compromete demasiado y, en última instancia, siempre se puede ghostear. Sin embargo, a la experiencia analógica todavía no hay con qué darle. No hace falta más que acudir a la estadística personal de cualquiera que haya hecho uso de apps: la tasa de engagement -digámosle así y que cada une vuelque ahí lo que prefiera- es mucho más significativa en los encuentros derivados del careo real, anterior, material. Con vínculos intermedios preexistentes, círculos sociales compartidos, tenés más información; se genera una obligación; pensás dos veces; sos una mejor versión de vos. Las aplicaciones, efectivamente, funcionan, y muy bien -hay quien entra buscando cobre y encuentra oro- pero, por sí mismas, finalmente, casi nunca logran contentar a nadie. Necesitamos algo más: una historia, un acontecimiento. Debería anticiparse en las instrucciones de uso: la vida algorítmica requiere un crack de la vida real.
Este es un tema de conversación habitual, sobre todo en determinadas generaciones (y clases sociales) que tuvieron una formación afectiva tecnológicamente híbrida y cada vez están prescindiendo más del componente no-virtual. Para quienes estuvieron mucho tiempo en una pareja monogámica y consecuente, es todavía más complicado adecuarse a la nueva realidad. Millennials de clases medias que vienen de un mundo donde el levante era eminentemente analógico, de un día para otro, son arrojades a un multiverso sexual predominantemente virtual. Como en una de esas películas de viajes al futuro donde la protagonista no sabe ni cómo usar el transporte público, la adaptación tiene sus costos, sus tiempos y también su hilaridad. Todo es confusión y se vuelve necesario organizar apasionados ateneos de consulta con amigues para descifrar el sentido de un mensaje de texto: «¿Qué me quiso decir?», «¿Qué le pongo?», «No quisiera que piense que…». Y entonces vamos en busca de herramientas que nos ayuden a transitar la angustia en los libros de la ensayista de moda. Pero no alcanza. Los senderos se bifurcan en infinidad de discusiones: hipótesis sociológicas, interpretaciones feministas, apresurados diagnósticos psicoanalíticos, fundamentos astrológicos del comportamiento, responsabilidades del capitalismo, complicidades del cristianismo y más allá. “Lo que pasa es que sos esto”, “lo que pasa es que sos aquello…” e inserte aquí cualquier esencialismo funcional.
Timba
La frustración es un saldo negativo entre la expectativa y la concreción. El truquito pseudo budista que la mayoría de las personas ensaya es contener la esperanza. Moderar el despliegue del deseo; reprimirse preventivamente; fingir demencia. Quien nada espera, nada teme. Fenomenal ahorro. Pero, ¿a qué costo? Después se rematan esas ganas de intensear y tampoco termina siendo negocio.
Es una tentación recurrir a metáforas económicas. Pues claro, oferta y demanda, escasez, competencia… sirven para describir muchas cosas. Las aplicaciones más famosas son unidades de negocios de un gran oligopolio tecnológico que cotiza en Nasdaq e inscriben nuestras prácticas vinculares en un circuito de financiarización de los afectos. Constatar relaciones sociales atravesadas por lógicas mercantiles no es ningún descubrimiento. Karl Marx se caería de culo al ver hasta qué punto se ahogaron las viejas costumbres en las gélidas aguas del cálculo y todo lo sólido se desvanece en el éter bursátil. Pero es la operación contraria la que se quisiera sugerir. No la de descubrir lo que hay de económico y transaccional en las dinámicas de inversión e interés afectivo que se dan en el uso de aplicaciones, sino la de recordar cuán incrustadas están todas esas variables del orden de la contabilidad en estructuras que son propias de la narrativa, el des-interés y el azar.
El punto es que, tampoco en este campo, el individualismo metodológico lo explica todo. La difusa idea de lo que esperamos no está hecha de ingredientes tan burdamente racionalizables. Eva Illouz, por ejemplo, habla de mercado del deseo, pero no reduciendo la dinámica relacional a las categorías básicas de la mercadotecnia, sino tomando algunas ideas de Karl Polanyi, quien se encargó de problematizar la autonomía científica de la economía ortodoxa frente a la complejidad social realmente existente. ¿Parece chino? Tamara Tenenbaum lo explica bien acá. Las preferencias particulares son una intrincada cuestión social. Dicho en criollo: el individualismo nos liquidó. No comprendemos los términos de la magia ni podemos lidiar con ningún misterio. Hasta la religión se justifica con fundamentos racionales, lógico matemáticos, reactivos a la metáfora. Llegamos a pretender tramitar los vínculos con las bases y condiciones de una relación jurídica contractual. Imposible. Nos parecemos más a la literatura.
Hay una noción en la que todo esto encaja mucho mejor. La apuesta, que es hermana improductiva de la especulación. Una apertura al riesgo, al tropiezo, la pérdida o la quiebra. Pero con un sentido lúdico, soberano y potencialmente multiplicador. También una puerta al mundo de la fantasía: ¿Y si esta semana le toca a usted?
Historias
Este es nuestro presupuesto antropológico; básico, fundamental: estamos hechos de historias. Nuestra biografía es un conjunto de anécdotas, fábulas, personajes. La identidad se construye a partir de ideas en conflicto. Resolver el conflicto, aunque sea provisoriamente, requiere un relato. “Organización simbólica de la subjetividad”, parece que se dice en lacaniano básico.
Fundar una pareja es parecido a fundar una patria: constituir una comunidad. Una identidad común, separada de las demás. Es un acto político. Habrá un mito fundacional, una mitología. Conmemoración de hechos, delimitación de fronteras. Una historia y una geografía. Hasta una nueva lengua común. Piénsese en las deformaciones lingüísticas que surgen cuando hablan dos personas que se quieren, ¡los apodos que se ponen! Y, digamos todo, como en los procesos históricos, pueden quedar cadáveres por el camino. A veces hay que elegir entre la sangre y el tiempo. Y el presente continuo de la virtualidad en el que tiene lugar la experiencia aplicacional deforma toda temporalidad.
-Esperá un poquito. Esto suena un poco a venta de humo, ¿qué quiere decir eso de deformar la temporalidad?
-Tenés razón. La verdad, no lo tengo muy claro. Pero estaremos de acuerdo en que hay una cuestión clave con el tema del tiempo…
-Ajam…
-Leí algo sobre un experimento que se llama la Paradoja de los gemelos. Es de Einstein. Una de esas hipótesis en la que un hermano viaja a tal velocidad y el otro se queda quieto. Creo que es una linda metáfora. Habría que guglear, ahora no la tengo presente.
-No por linda una idea es más cierta, ¿o sí?
-Tampoco estoy seguro de eso. Pero sigamos, quizás surge algo…
En el mundo en el que vivimos, la promesa de instantaneidad es muy potente. Ya nadie sabe perder el tiempo realmente y todo se vive, a su vez, como una pérdida de tiempo. Todo viene envasado y escindido de su historicidad. «Los hombres ya no tienen tiempo de conocer nada. Lo compran todo hecho en las tiendas», como ya le decía el Zorro al Principito. En ese entonces, Carrefour todavía no empaquetaba productos que tienen envoltorio natural como las naranjas y las bananas. No obstante, el problema de las apps de citas no es que se parezcan a las góndolas del supermercado, como se suele decir. ¿Quién tiene problemas con las góndolas, aparte? ¡Casi siempre están bien pensadas! Pretender acceder a más información en una app sería como querer ir por el supermercado probando todos los productos. El summum del consumo compulsivo. Una chanchada. El tema es que, inmediatamente, surge una charla, un chat. Y no hay de qué hablar. No hay un diálogo real porque no hay historia común. Entonces, buscamos de qué agarrarnos:
-Veo que sos muy fan de los gatos. Tengo que decirte algo. No me gustan
-Jajja, sí, soy la loca de los gatos, tengo 3
-Ahh, ¿sos de Boca, encima? Cagamos. Soy muy fan de River
Nótese cómo el sujeto, sujeta o sujete de esta situación típica va en busca del conflicto como cántaro a la fuente. Es un reflejo sensato, aunque ya saben cómo concluye el refrán. Pero supongamos que, contra todo pronóstico, la charla continúa. Hay apreciación mutua, intereses en común, alta compatibilidad zodiacal y alguna que otra coincidencia que en el fragor del momento se vuelve fascinante: ¡boluude somos vecines! Supongamos todavía más. Nuestros modelos hipotéticos se gustan, coordinan una cita, salen a cenar, la comida es riquísima y todo transcurre de lo más bien y con final feliz -inserte aquí lo que sería el final feliz de una primera cita para usted-. Pero no. Cuando en el grupo de wasap de amigues alguien consulta cómo te fue, la respuesta es algo así como: todo bárbaro, hermosa persona, la comida espectacular, me hizo reír, que es un montón… pero no sé. Ningún reproche. Sí, pero no. ¿Funcionó el texto, falló el contexto? Es necesario algo más que la ausencia de quejas. Las quejas serían lo de menos… Podríamos haber encontrado lo que esperábamos, incluso más, pero no nos satisface. Por alguna razón, algo no funciona. ¿Cómo puede ser? Una cita exquisita tiene, a fin de cuentas, un sabor a nada.
Puede que probemos otra vez, y otra, y otra. Ensayamos explicaciones. Tratamos de excusarnos. De construir un pretexto. “No sé qué me pasa”; “No sos vos, soy yo”; “Estamos en distintos momentos”; “Estoy en una”. Podríamos culpar a la química, pero no hay ninguna respuesta en la tabla periódica. El rechazo es un arte poco cultivado y la honestidad puede ser brutal. Llegamos así a ese momento de frustración en el que nos preguntamos qué pasa; o por qué no pasa: por qué no se engancha; por qué no me engancho. La respuesta casi siempre es la más sencilla: no hay historia. Porque no hay conflicto. Porque no hubo acontecimiento. Las aplicaciones hacen muchas cosas, menos asegurar el acontecimiento.
Acontecimiento
El acontecimiento es el hecho o la situación que origina el conflicto que desata la historia. Algo que pasa (o que ya pasó y ahora se pone sobre la mesa), por lo cual aunque todo siga igual, todo parecerá haber cambiado. Una excepcionalidad. Una perturbación. Un problema. Un problema fértil.
–Pero no es así siempre, lo que dijiste hace un rato. ¡Si mi prima y su marido se conocieron en Tinder! Hay muchos casos, he escuchado varios.
-La teoría no falla, dejame desarrollarla.
Como decía, el acontecimiento es una anomalía.
–¿Por ejemplo?
-Los ejemplos son la muerte del pensamiento. No me interrumpas más, por favor.
Cada une se tiene que imaginar de qué hablamos. Pero atendamos un poco esta interrupción. Hay gente que se terminó casando después de conocerse a través de una app, como hubo gente en otra época que se puso de novia, se casó y formó familias a partir del correo postal, llamados a un programa de radio de solos y solas o una sala de chat. Nada de eso invalida los presupuestos con los que estamos trabajando. La divisoria de aguas está entre historia y no historia, no entre contacto físico y virtualidad.
Para que haya una historia tiene que haber acontecimiento. Generalmente se produce en un plano físico, pero nada obsta a que pueda surgir en un chat o en la mente de les participantes. Es importante usar un poco la abstracción para llegar a la idea de acontecimiento. Si lo ejemplificás, lo limitás. No necesariamente es un hecho puntual. Pueden ser varios, una conjugación, un escenario, una relación de cosas presentes, futuras o pasadas. Un cocktail de circunstancias; un con-texto. Los datos intercambiados a partir de una app nos tranquilizan, funcionan como indicios, como pistas, pero casi siempre están de más y a veces solo sirven para profundizar la confusión. El acontecimiento puede prescindir de datos. Podría consistir en una insólita afinidad gramatical.
No es una decisión. El acontecimiento es una fatalidad. Y es lo cautivante. Apprivoiser es la palabra en francés que le dice el Zorro al Principito y fue traducida como «domesticar». Informantes franco-argentines consultados para esta nota aseguran que no hay una traducción exacta a nuestro idioma. Domar o amaestrar serían algunos de los conceptos vecinos. Cautivar pareciera el reemplazo más interesante. En el capítulo 21 del celebérrimo relato la idea está asociada al tiempo compartido, condición necesaria para la construcción de confianza y la producción de intimidad. Y a una ritualidad, que, como el compás en la métrica musical, predispone a la estabilidad y la belleza: una atmósfera segura dentro de la cual poder disfrutar de pequeñas variaciones. “Si vienes a cualquier hora nunca sabré a qué hora preparar mi corazón”, advierte el Zorro.
Bien podríamos usar el ejemplo de la rosa para hablar de algo más absoluto y definitivo como la idea de Amor, así con mayúscula, del amor romántico. Pero aunque el romanticismo perfume todo esto, nos estamos refiriendo en principio a vínculos significativos. De ahí que el caso del Zorro sea particularmente ilustrativo, aunque se trate de una relación interespecífica, donde Saint-Exupéry presupone una disparidad de poder. No es que las conexiones humanas sean siempre paritarias. Quizás nunca. Lo curioso es que, cuando funcionan, es difícil determinar en cada momento quién está más metido con quién. –Yo te quiero más. -No, yo te quiero más. No. Es una frontera húmeda con un tráfico narcótico de imposible trazabilidad.
Cuando el pequeño príncipe pregunta qué es domesticar (o cautivar), el Zorro lo define como “crear lazos”: créer des liens. Como un lazo, el acontecimiento te atrapa, te toma: te cautiva. Y no es tan fácil salir de ahí. Cautivar tiene una etimología ambigua que significa al mismo tiempo captar, atrapar, cazar y seducir. Una raíz que se presenta como el nudo gordiano de cualquier vínculo más o menos significativo y en el que, llegado el momento, pueden desdibujarse los límites entre el interés y la obsesión, el apego y la dependencia, el cuidado y la posesividad. Todo eso de lo que hablan las canciones cortavenas de amor. Como un lazo, el acontecimiento puede tener un doblez, un enredo, un lado oscuro.
Circunstancia: dos personas recién separadas se conocen a través de una app. Ahí lo que pasa es que la experiencia del uso de la aplicación puede ser todo un acontecimiento en sí misma, y encima compartida y sumada a toda la cuestión emocional de llenar el vacío, la inseguridad, y todo eso que suele estar cuando la gente se separa. Que no necesariamente es malo, peeero te pone vulnerable. Predisposición a la afectación.
-No fue el caso de mi prima, eh, ella estaba separada hace mucho, había salido con varios.
-Entonces, a tu prima lo que le habrá pasado es lo siguiente: se conocieron por Tinder pero en la primera o segunda cita pasó algo. La cita no salió bien, algo falló, se pudrió, hubo un conflicto, porque sin conflicto no hay historia, entonces lo que parece una cita perfecta, impecable, no es una cita perfecta. Algo pasó, pensá, seguro sabés. El mozo le tiró la comida encima; alguien llegó muy tarde o no llegó; alguien se desmayó o tuvo una reacción alérgica tipo Mi novia Polly y tuvieron que ir al hospital; a alguien le chocó un auto…
-Ahhhhh, ¿sabés que si? ¡La atropelló una moto a mi prima en la primera cita! (esto pasó de verdad, eh)
-Listo, caso cerrado. No los unió el algoritmo, sino el acontecimiento. El acontecimiento es todo. Es la cita, con el percance, con el hecho de haberse conocido en una app, es la generación de la anécdota, la moto, el pibe de la moto y Candela, el hospital, el cuidado, la ternura y la bizarres que te hace sentirte dentro de una película y el agradecimiento de tu prima a que el chabón no la haya dejado tirada, aunque posiblemente nadie lo hubiera hecho. En fin… algo que no podría haber sido previsto por ningún algoritmo.
Algoritmos
Nada lo plantea mejor que el episodio Hang the DJ (cuelguen al DJ) de Black Mirror (spoiler alert). Más que ciencia ficción, la serie es una excelsa caricatura de algunos rasgos de nuestro presente. Una comunidad de personas vive voluntariamente dentro de un perímetro amurallado donde una inteligencia artificial les consigue parejas. La computadora sabe tanto de cada personaje que no solo les encuentra la persona indicada para cada momento de la vida, sino que además les indica cuánto van a durar. Pasado ese tiempo, la inteligencia calcula, a partir de la nueva información, quién será su próxima pareja. El sistema es tan infalible que nadie está en desacuerdo. Cada vez las personas están más cerca del perfect match. Finalmente, la pareja protagonista llega al 99.9% de compatibilidad y se les acaba su tiempo, pero deciden desobedecer a la súper inteligencia y escapar juntes atravesando la muralla. Recién ahí es cuando el marcador de la computadora arroja la coincidencia total.
Entonces, ¿cuál sería la moraleja? Cada cual puede sacar sus propias conclusiones sobre la ciencia. La teoría de la evolución, ponele: se ha usado para cualquier cosa. Lo que acá extraemos es que: todo bien con el algoritmo, pero no le pidamos milagros. El tipo hace lo que puede. Pobre diablo. Perdón, algoritmo, no es con vos. Los algoritmos son bastante buenos. La verdad es que se les exige demasiado. Al menos en cualquier gran ciudad, te cruzan más o menos con quienes deberían. Y, más allá de las desagradables situaciones de acoso y estafa, -nada extrañas en la “vida real”- te hacen encontrar gente maravillosa. A veces, personas particularmente adorables. Excelente servicio. Al fin y al cabo, ¿quién no viene un poco mal de fábrica?
No es difícil pensarnos como máquinas, un tema ya perimido del humanismo. Por default funcionamos con códigos, comandos, programaciones. Les decimos costumbres, convenciones, prejuicios. Venimos, en buena medida, programados, condicionados dentro de los límites de un lenguaje. Venimos preseteados y conectamos con presets. Hola, bombón, qué linda interfaz tenés. Un bar no es un bosque donde la vida silvestre interactúa orgánicamente. Un bar es un protocolo. Como http. Los territorios tradicionales de sociabilidad están tan llenos de reglas y presettings como una app. La existencia ya viene codificada. Aunque asistimos a un proceso de des-ritualización y abandono de las antiguas reglas del cortejo, hay una vida algorítmica más allá de las apps. Defenderla de nuevos comandos no es defender el reino de la contingencia, sino la programación habitual. Con lo cual, no es que los algoritmos sean estúpidos. Solo que no saben distinguir coincidencias elementales de compatibilidad. Pero nosotres tampoco. Auto-touché. Como resultado: burbuja tecnológica; endogamia algorítimica; guetificación virtual.
Hay otra clave. Esto es un bonus track, para no caer en algún esencialismo reduccionista. Una relación, del tipo que fuera, no es la suma aritmética de dos. Es una tercera cosa distinta y no se puede reducir a la suma del par constitutivo. Somos diferentes en cada vínculo. Ni vos podés saber qué versión de “vos” me va a tocar a mí, ni yo puedo saber qué versión de mi te va a tocar a vos.
Es un buen momento para decir dos palabras sobre la complejidad, sobre la opacidad del deseo. Porque eso sí que todavía no es muy algoritmizable, ¿no? ¿O de verdad hay alguien que ande por la vida sabiendo lo que quiere, lo que busca, lo que desea? ¿No es más bien el deseo una cosa dinámica que cambia incluso con nuestra propia interpretación, caracterización, fijación y con su propia puesta en acto? Bueno, el acontecimiento es esa experiencia transformadora del deseo. Un deseo que no es transparente, prístino, inequívoco. Al que no tenemos un acceso racional. Que no podemos terminar de programar y, por lo tanto, no podemos satisfacer tildando características de una checklist mental.
Resumiendo:
- Tampoco el mercado del deseo se regula solo.
- Somos un 70% agua y un 100% historias.
- Sin acontecimiento no hay historia, entonces una cita perfecta no es una cita ideal.
- No culpes a la noche, no culpes a los algoritmos; también somos robots imperfectos.
P.D. 1: Todo esto lo sé porque me contaron.
P.D. 2: Para una perspectiva más amplia sobre relaciones sexo-afectivas en la actualidad es muy recomendable este informe producido por Tierra Roja. Y sobre esa especie de epidemia generacional llamada “estar en una”, esta nota de @suecalu.