¿Qué pasó, Rodo? ¿Se mandaron un moco?
_ Si, un re mocazo, aparentemente. Le dije a Inca que está como subcomisario que vaya y busque lo que tenga que buscar para justificar esto, que mande gente de Brigada al recorrido a ver si realmente descartaron. Los detenidos que están vivos refieren que son jugadores de fútbol.
_ ¡Uhh!
_ Son cuatro pendejitos aparentemente jugadores de fútbol. El tiro está de atrás hacia adelante, entró por el vidrio del acompañante trasero y le pegó al acompañante de adelante.
_ ¡Uh boludo están hasta la chota!
_ Yo lo llamo a Santana, por qué no lo llamas al Perro y le decís que vengan a emprolijar esta cagada.
_ Si ahí lo llamo.
El diálogo es una conversación entre dos policías porteños: Rodolfo Alejandro Ozán, comisario jefe de la Comisaría Vecinal 4A y Fabián Alberto Du Santos, comisario de la División Operaciones CV 4D de la Policía de la Ciudad. El mocazo es un asesinato. La víctima es Lucas González, culpable de ir a jugar al fútbol, de ser joven y morocho.
Son las 9:30 de la mañana del miércoles 17 de noviembre del año 2021. Lucas y tres de sus amigos son futbolistas y acaban de terminar su entrenamiento en las inferiores del Club Barracas Central. Viajan de regreso a casa en una Volkswagen Suran y se disponen a parar en un kiosco a comprar un jugo. En el cruce de las calles Iriarte y Vélez Sarsfield, al sur de la ciudad, un auto se les atraviesa. Los chicos no pueden saber que quienes viajan en el Nissan Tiida son policías pertenecientes a la División Brigadas y Sumarios de la Comisaría Vecinal 4D: están vestidos de civil, sin identificación y sin sirena, en un auto particular. Policías que los vieron venir y los esperaron. Julián, quien maneja la Suran, se asusta y acelera. Los policías, desde atrás, apuntan y disparan cuatro balas que pegan en el auto y dos que aciertan en la cabeza de Lucas, que viaja en el asiento del acompañante. Tiene 17 años y sueña con jugar en primera. Nadie sabe que morirá dos días después en el Hospital El Cruce de Florencio Varela, la ciudad que lo vio crecer.
La primera modulación radial por parte de la policía fue a las 09:42, dos minutos después de que comience la persecución: el audio del policía que informa sobre el enfrentamiento armado duró más que el tiempo que les llevó atacar al auto.
En alguna casa cercana a la calle donde Lucas agoniza, una vecina alcanza a oír: ¡Ayuda, balearon a mi amigo! Son los gritos de Julián que ahora tiene el cuerpo ensangrentado de Lucas recostado sobre las piernas. Mientras tanto, la policía da el parte oficial: se habla de un enfrentamiento armado en el que “uno de los malvivientes” resultó herido. Horas más tarde ampliarán la información: van a decir que los policías se identificaron, que el conductor del auto los chocó, lastimando a un agente en la rodilla para intentar, luego, darse a la fuga. Los medios, como de costumbre, repetirán la versión oficial.
En su casa, situada en el barrio San Eduardo de la localidad bonaerense de Florencio Varela, Cintia, la mamá de Lucas, mira televisión mientras espera la respuesta de su hijo. “Mi amor, ¿por dónde andás?”, le escribió, pero él nunca leerá el mensaje. En el noticiero dicen que la policía se tiroteó con delincuentes y uno de ellos está muerto. “Mirá, donde entrena Lu”, le dijo Cintia a Héctor, su marido, que ya se iba a trabajar. En el camino, un conocido lo interceptó en la parada del colectivo y le dijo “Volvete, pasó algo con Lucas”.
A esa altura, familiares y amigos de Lucas ya lo sabían y lo decían claro: fue gatillo fácil. Salen a la calle del barrio a pedir justicia, mientras el Ministro de Seguridad porteño, Marcelo D’Alessandro, aguarda y mide el pulso social.
Dos días más tarde, Lucas muere en el hospital. El Ministro y el Jefe de la Policía de la Ciudad, Gabriel Berard, condenan el crimen porque los oficiales “aparentemente no habrían recibido fuego”. “Es una mala actuación del personal policial”, dicen, pero ya es tarde, porque el discurso oficial que se instaló en los medios hegemónicos es la versión del enfrentamiento que no menciona, por supuesto, que la “mala actuación” es moneda corriente de los policías en los barrios del sur.
Para este momento ya se habla de asesinato, pero también de encubrimiento: los policías que fusilaron a Lucas no solo trabajaron posteriormente en la escena del crimen, sino que además “descubrieron” una pistola de juguete que habría aparecido en el baúl del auto donde iban los chicos.
Cazadores cazados
Los policías que interceptaron el auto en el que iba Lucas son Juan José Nieva, el oficial mayor Fabián Andrés López y el oficial Gabriel Alejandro Issasi. Los tres acusados, y ahora condenados, por el delito de “homicidio agravado por haber sido cometido con alevosía, por placer, por odio racial, por el concurso premeditado de dos o más personas y por cometerse abusando de su función o cargo”. La acusación también comprende el intento de homicidio agravado, por las mismas causales, de Julián Salas, Niven Huanca y Joaquín Zuñiga, los otros pibes que viajaban en el auto y privación ilegal de la libertad “agravada por abuso funcional y sin previsión de la ley”, porque mientras Lucas era trasladado de urgencia por su estado crítico, sus amigos eran maltratados y detenidos.
Después de ser atacados, Julián Salas, que seguía pensando que estaban siendo víctimas de un intento de robo, manejó unas cuadras más hasta que vio a Micaela Fariña y Lorena Miño, dos policías que vigilaban una esquina:
“Les dije que tenía a mi amigo con un tiro y me dijeron que me baje del auto. Yo estaba asustado y llamé a mi mamá para contarle lo que había pasado (…) llegaron un montón de policías, nos trataron muy mal, nos pusieron esposas y nos tiraron al piso. Nos preguntaron de dónde éramos y nos dijeron que éramos unos villeros y que nos tenían que dar un tiro en la cabeza a cada uno. Uno me preguntó dónde tenía el arma con la que había matado a mi amigo”, recuerda Julián en los testimonios que brindó días después a la prensa.
Pese a que les habían pedido ayuda, no los escucharon y los detuvieron. Sin embargo, la Sala IV de la Cámara de Apelaciones en lo Criminal y Correccional porteña consideró que no había pruebas suficientes que demuestren que las oficiales “estuvieran en conocimiento de lo realmente ocurrido y del plan urdido posteriormente” por los tres oficiales de la Brigada, por lo que recuperaron la libertad en enero de este año.
Once policías más fueron sentados en el banquillo de los acusados, por encubrimiento del crimen, y estuvieron en prisión preventiva mientras aguardan el resultado del juicio, que mientras se desarrolla esta nota, está en su etapa final. La investigación, llevada a cabo por el fiscal de instrucción Leonel Gómez Barbella, señaló que “alteraron los rastros y pruebas del delito que cometieron Nieva, López e Issasi, al arribar inmediatamente e intentar fraguarlo para aparentar que se había tratado de un ‘enfrentamiento’, colocando para ello un arma de utilería”.
En marzo de este año comenzó el juicio por el crimen de Lucas, a cargo del Tribunal Oral en lo Criminal (TOC) 25, integrado por los jueces Ana Dieta de Herrero, Daniel Navarro y Marcelo Bartumeu Romero. Desde el inicio cientos de cosas han sucedido: una policía reconocida por Joaquín en una rueda fotográfica como la oficial que, mientras estaban esposados y tirados en el piso, les preguntaba dónde tenían la droga; la orden del Tribunal para que se investigue la actuación y participación del jefe de la fuerza, Gabriel Berard, luego de que las defensas de dos de los acusados por encubrimiento enunciaran en sus alegatos que consideran que la cúpula policial no podía no estar al tanto de las maniobras desplegadas para encubrir a los asesinos; y hasta la declaración de Héctor Cuevas, un policía que se quebró y contó con detalles cómo se elaboró el plan y quienes fueron los responsables de plantar el arma en el auto de los chicos, con el fin de sostener la teoría del “enfrentamiento”.
Pero cuando la soga parece apretar cada vez más el cuello del entramado sucio que permitió que Lucas sea asesinado, comienza a revelar fallas en el mismo sistema, fallas que Gregorio Dalbón, abogado querellante de la familia de Lucas, considera propias de una “mafia policial”.
“Estamos frente a la mafia. Es un juicio contra la mafia policial. Por primera vez en la historia de mi carrera me encontré con imputados que son mafiosos, que matan, que colocan un arma, que fueron capaces de perseguir, de elegirlos, los miraron por la ventanilla, tuvieron tiempo, los eligieron, los esperaron a 50 metros, cuando el auto tardó un poco, esta parte de la mafia, que fueron los que quitaron la vida a Lucas y quisieron matar a los otros tres, Lopez, Issasi y Nievas, esperaron que pase la Suran para cazarlos. Porque los eligieron, los vieron, vieron que eran fáciles, cuatro chicos que salían de la villa”.
Odio racial: el caso que marca un precedente
A lo largo del desarrollo del juicio por Lucas se han escuchado conceptos que son comunes en los repetidos casos de gatillo fácil: la explicación viene siempre por el lado de la forma de vestir de las víctimas, el uso de la gorra, la “actitud sospechosa”. Sin embargo, Dalbón indicó en la presentación de los alegatos que el principal agravante en el asesinato de Lucas es el odio racial, porque los acusados “eligieron a los chicos”.
En declaraciones a la prensa, además, agregó que “a Lucas lo mataron porque era negro, lo mataron por racismo estructural”. Estos conceptos son los que abren la cancha para sentar un precedente: es la primera vez en la historia que la violencia institucional es juzgada como racismo. Catorce policías fueron juzgados en un fallo que, para el letrado, “va a recorrer el mundo”.
El martes 11 de julio, los catorce efectivos de la Policía de la Ciudad acudieron a escuchar la resolución de los jueces después de presentar sus argumentos defensivos. Issassi, López y Nieva fueron condenados a cadena perpetua. Sebastián Baidón, el que increpaba a los amigos de Lucas con un “¿así que sos de Varela, villero de mierda?”, fue condenado a ocho años de prisión. Rodolfo Ozán y Fabián Du Santos, los autores del diálogo que abre esta nota, recibieron seis años cada uno, al igual que Juan Horacio Romero, el Perro al que señalan Ozán y Du Santos como el encargado de ‘emprolijar’, quien previamente a la lectura del veredicto utilizó sus palabras finales para leer un versículo de la Biblia. Roberto Inca, el subcomisario que también es mencionado en la llamada, también recibirá seis años de condena. Héctor Cuevas, el policía que habló, recibió cuatro años. Daniel Santana, Ramón Chocobar, Jonathan Martínez, Ángel Arévalos y Daniel Espinosa, fueron absueltos por falta de pruebas.
Sin embargo, las pruebas demostraron que entre el momento de los disparos y las 19:40 horas de ese día, llegaron a la escena alrededor de 150 policías que en distintos grados de connivencia con los asesinos y los encubridores aportaron a enturbiar la situación. La querella afirma que el paso siguiente será investigarlos y llegar hasta Berard, el jefe de la policía, que ya fue señalado por la defensa de algunos de los imputados.
Lo que no puede negarse es que el asesinato de Lucas dejo a la vista, una vez más, el modo en que funciona la corporación policial. Y cabe preguntarse, ante una orden, ¿cuánto vale la postura de una persona? Porque lo que sucede con las fuerzas de seguridad es un mecanismo establecido que se repite sistemáticamente. Lo más común en estos casos es escuchar hablar de los policías involucrados como ‘manzanas podridas’ que actuaron por cuenta propia, olvidando, con esta teoría, el extenso historial de crímenes bajo el ala protectora de las fuerzas y deshaciéndose por completo de la responsabilidad de los altos mandos, que terminan por no ser enjuiciados. Entonces, ¿los policías pueden discernir ante una orden pero eligen no hacerlo? O, ¿cuántas manzanas podridas existen en los cajones de la policía?
Matan porque pueden
Las brigadas pertenecientes a la Policía de la Ciudad surgen como consecuencia del traspaso de una parte de la Policía Federal Argentina a la Ciudad de Buenos Aires, e implicó varios cambios en la estructura operativa de la fuerza. La creación de este organismo fue una de las primeras acciones de Mauricio Macri como presidente en articulación con el Jefe de Gobierno porteño, Horacio Rodríguez Larreta, y desató internas dentro de las fuerzas y en el sistema político que, como vemos en el caso de Lucas, continúan hasta el presente.
La función principal de las brigadas es hacer tareas relacionadas con la investigación y la vigilancia. En algunos casos, se les permite realizar allanamientos, siempre y cuando sean operativos ordenados por la Justicia. Recorren las calles de civil y no pueden parar autos en la vía pública ni pedir documentos, a menos que hayan reconocido un delito. Según la ley 5688 los agentes deben identificarse y dar una advertencia previa al accionar: es obligación de los oficiales dar voz de alto, colocar la sirena portátil en el techo del vehículo y llevar las placas a la vista. Solo bajo amenaza a su propia vida o a la de terceros pueden disparar, intentando no ocasionar daños mayores.
Los policías que le dispararon al auto donde viajaban Lucas y sus amigos parecen no haber leído el reglamento. Y si lo leyeron, se lo olvidaron. Y si no lo olvidaron, les importó muy poco. Todas las reglas fueron incumplidas: no había motivos para detener el auto, no se identificaron y dispararon sin necesidad.
En el caso de Lucas, los argumentos para explicar el accionar de la policía fueron que los efectivos respondieron ante “actitudes sospechosas” y “maniobras evasivas”.
Los policías se justifican con una suerte de instinto u “olfato entrenado”, que es una herramienta que les permite reconocer potenciales delincuentes. Sin embargo, no es casual que esta herramienta mágica solo se active contra pibes jóvenes, principalmente de sectores populares, lo que deja agujeros que se llenan con hostigamiento hacia las juventudes.
Pero, ¿por qué sucede esto? En criollo: porque pueden. La decisión de abrir fuego contra pibes desarmados no es fortuita, sino que está contenida en un marco social de demanda punitivista, donde los discursos mediáticos y políticos legitiman la idea de “el otro” como un peligro. Y ese otro, generalmente, se encuentra en los sectores populares y es víctima constante de la arbitrariedad habilitada por aquellos que reclaman balas para todos.
Pero justamente, esas balas no son para todos. La ropa, la estética, el lugar de nacimiento determinan cuántas balas te corresponden. Es sistemático. ¿Qué hubiese pasado si Lucas y sus amigos hubiesen sido pibes de Recoleta?
El discurso de odio que se reproduce es claro: el marrón, el pobre, el que tiene “pinta de chorro” es un peligro, un costo, y por tal hay que eliminarlo. Hace pocos días nomás, Franco Rinaldi, ahora excandidato a legislador en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires por Juntos por el Cambio, hizo un streaming donde decía, entre risas, que una de sus propuestas sería entrar a la Villa 31 con un lanzallamas. María Eugenia Vidal y Jorge Macri salieron a aclarar que los dichos de Rinaldi habían sido sacados de contexto y que, aunque no lo compartían, no dejaba de ser humor.
En una sociedad que responde de esa forma ante hechos de tal contenido racista, no es extraño que las fuerzas actúen como cazadores esperando a una presa, porque no hubo tal enfrentamiento, sino que tiraron a matar, acribillando a Lucas, torturándolo con cigarrillos, verdugueando y amedrentando a sus amigos. Motivos por los que el tribunal decidió incluir en el fallo el placer y el odio racial como agravantes.
El 23 de agosto se publicarán los fundamentos de las sentencias. Mientras tanto, la familia y los amigos de Lucas esperan que, en algún lado, Lucas esté corriendo detrás de una pelota como si tuviera un pincel en los botines, como hacía cuando estaba vivo.