Artículo
Milei y la Segunda Reforma del Estado
¿Cómo se bananiza un país?
Por: Leandro Ocón
Una consigna como “no perder lo bueno” no es suficiente en una época de Bolsonaros, Trumps o Bukeles. El clima de nuestros tiempos es geopolíticamente más pesimista: entre las reacciones políticas ante la decadencia de Occidente pareciera que nadie puede darse el lujo de salvar lo bueno.
diciembre 10, 2023
La Carlos #1

Ganó Milei en Argentina. Ganó bajó la consigna de que un cambio radical era necesario. Hay que reconocérselo, ganó con declaraciones osadas sobre ajuste estatal y todo lo que ello implica. Logró una elección llamando públicamente a reducir el Estado a sus funciones mínimas y básicas, eliminando su cualidad de estado benefactor. 

 Este viento de cambio, vinculado a las ideas del libertarianismo, lo coloca, de antemano, en una posición particular: ser el responsable absoluto del porvenir nacional. Esto último es necesario discutir. Como ya ocurrió a escala global en la década de los noventa, Milei se alinea a otra serie de líderes políticos con visiones muy específicas del rol del Estado y de los alineamientos geopolíticos: Reformas pro mercado, occidentalismo pro norteamericano y ortodoxia económica. Así como ocurrió en aquel entonces, las reformas de mercado -tanto a nivel nacional como internacional- no ocurrieron de forma aislada y sin una historia previa. 

Argentina se encuentra en crisis y el responsable no es Milei. Si hay instituciones, empresas nacionales o aspectos político-económicos que el flamante presidente viene abiertamente a destruir, tal cosa supone algo que muchos no están dispuestos a admitir: todo lo que se vuelve sujeto de destrucción antes tuvo que debilitarse y perder legitimidad. Ninguna institución u organización sólida y legítima puede ser avasallada. Se podría decir mucho acerca de cómo llegamos hasta aquí. En gran medida, nuestra situación es el producto de una serie continua de daños autoinfligidos, una creciente desvinculación entre las élites y la ciudadanía, y una mala lectura de la época. Si hay algo que nos enseñó gran parte de la teoría de la Ciencia Política y la Economía Política desde hace más de 40 años, es que no hay instituciones, regímenes, ni gobiernos electos que se puedan sostener en el tiempo con un mal desempeño económico prolongado y con descontento social. 

Autores como Munck (2023) han aportado datos relevantes. En 14 elecciones, desde el 2020 no hubo un solo gobierno reelecto en América del Sur con la sola excepción de Paraguay, incluyendo a Bolsonaro (y si nos vamos más al norte, incluso a Trump). El Covid-19 hizo estragos, pero también señala un fenómeno ya insoslayable: el mundo está atravesando una etapa de reconfiguración y la nuestra es actualmente una coyuntura crítica. 

El norte de la campaña de Javier Milei ha sido, entre otras cosas, como se sabe, apelar a una gran “vuelta a un pasado mejor”, misma raíz conceptual que utilizó Trump en su slogan “Make America Great Again”. Su campaña apeló consistentemente a un imaginario que remite a la Argentina de principios del Siglo XX (‘el país más rico del mundo’) o previo a la década del 80’, momento de auge de la clase media. Todo lo que por oposición, (y esto es algo que Milei ha sabido señalar) nos subraya las ruinas del presente. La melancolía de los discursos políticos no es propia de la Argentina: es algo del Occidente en crisis.

Experimentar la historia –decía Walter Benjamin– es dirigir la mirada a sus imágenes (las ruinas, los monumentos, la arquitectura, la literatura). Porque de estas imágenes debería irradiar un momento cognoscitivo. En ellas, deberían co-iluminarse el presente y el pasado para dar con un significado disruptivo del antes y ahora. Entre el momento de apogeo de la clase media al calor del Estado de bienestar –y su lenta agonía– y la llegada de los libertarios al escenario político algo ciertamente ocurrió. Algo presente en ese discurso melancólico de apelación a un horizonte pasado que, en las primeras horas tras que Milei se llevara las presidenciales de la Argentina, terminé por comprender. Es falsa la idea que sostiene que el León quiere convertir a la Argentina en un país bananero. En todo caso, es más cierto el reverso de esa idea. El nuevo presidente es la máxima representación del estado cultural, económico y político de un país que se viene bananizando u africanizando. Eso era lo que había ocurrido entre aquel buen pasado y este presente. Y si digo “africanizar” se descuenta que lo digo con absoluto respeto, especialmente considerando el crecimiento formidable que ha registrado el continente africano en los últimos años. Si la analogía del León tenía algún sentido, debe ser justamente ese: el León se erige como el rey de una selva subsahariana, la selva de los países con los peores índices de desarrollo y crecimiento. 

¿Cómo se bananiza un país? A partir de los años 70’ la Argentina comenzó a desandar el camino que la hacía excepcional en el ecosistema latinoamericano. Sus altos índices de alfabetización, la calidad de su educación pública, el trabajo de alta complejidad y la elevada equidad eran las fichas que sostenían el país “modelo”. Cada una va, como en un dominó, con cada década, cayendo. No se trata de simple melancolía: el pasado en la Argentina fue ciertamente mejor, incluso si nos remontamos a este mismo siglo. 

A pesar de mantener altos índices regionales- considerando el PBI per cápita (2022) o el IDH (Indice de Desarrolo Humano, 2022)-, la inflación, el estancamiento, el aumento de la pobreza, la corrupción y la relativa pérdida de bienestar del promedio de la ciudadanía han conducido a un escenario propicio para afectos tristes como la angustia y el enojo. El enojo, además, hoy por hoy se canaliza e incrementa en las redes sociales. Frente a esta paupérrima realidad, abundan exponentes de la disociación cultural y política. Sandra Russo escribe en Página 12 que “los pueblos se equivocan” y la gente “no sabé que votó”. Caen en las peores retóricas de sus oponentes, dejando entrever la falta total de autocrítica y demostrando claramente la autopercepción de orfandad de una élite que ha perdido la gimnasia de la representación política.

Pongamos los puntos sobre las íes: la gente sí sabe lo que vota. Ni más ni menos es la falta de lectura de los intereses del pueblo la que condujo al proyecto renovador massista a la derrota; o peor aún, la continuidad de un modelo económico-político instaurado hace décadas. Fueron pocos, lo vimos, los votantes con convicción. Y entre el miedo y la bronca, ganó la bronca: una bronca profunda. En este sentido, una consigna como “no perder lo bueno” no es suficiente en una época de Bolsonaros, Trumps o Bukeles. El clima de nuestros tiempos es geopolíticamente más pesimista: entre las reacciones políticas ante la decadencia de Occidente –en gran medida como resultado de los vicios propios– pareciera que nadie puede darse el lujo de salvar lo bueno.

La Casta y la crisis de representación

Hubo un concepto que se escuchó en ocasiones en las filas de la militancia libertaria: el concepto de “ungido”. Gran parte de la sociedad creyó ver en Milei al individuo con la convicción necesaria para hacer lo que una gran parte de ella deseaba: destruir un mal profundo escondido en la esfera pública argentina. La metáfora de la motosierra es más que evidente. Fue ungido para destruir sin escrúpulos. Gran parte de la sociedad argentina, más allá del voto, podría concordar en que esto es así, que tales son los mandatos del electorado. 

Hoy en día una gran porción de los votantes en Argentina son hijos de esta democracia. Una democracia cuyas transformaciones culturales, económicas y políticas imprimieron cambios identitarios profundos en la fisonomía de la sociedad argentina democrática. La identidad política consolidada se organizó en torno a algunas de las ideas que volvían a regir la discusión política: los intereses y la representación. Dichos cambios se desenvolvieron mientras una élite política democrática se iba consolidando. Pero una vez consolidada, progresivamente, se fue disociando de la sociedad que había venido a representar. Muchos años después, esta élite se transformó en la “casta” contra la que bramaron los libertarios. Aseguraron que existía, y efectivamente, la idea hizo mella en el imaginario social. Indudablemente hay  una discursividad de la “casta”: aquella que demuestra una profunda incomprensión del fenómeno que está ocurriendo ante sus propios ojos. Para la “casta”, en efecto, la única conclusión posible de lo ocurrido es que “el pueblo se equivoca”. Si puede ser discutible la existencia de una casta política en la Argentina, hay algo cierto: grandes cambios han sufrido los intereses políticos y la representatividad como para haber “ungido a un destructor”.

Sobre este aspecto del proceso, en 2019, Fontevecchia escribió en Perfil que “si la conformación de las clases sociales argentinas futuras se asemejara a la de México y Brasil, el sistema de partidos políticos cambiaría por completo pronunciando tendencias hacia otras formas de representación”.  Efectivamente, tras las PASO vimos tambalearse la lógica de los últimos veinte años de representación política, con el símbolo de la motosierra y de la bomba. Asistimos, como ha escrito Martín Rodriguez en un artículo en Panamá revista, al fin del “pacto no escrito de la segunda transición democrática». Con la victoria de Milei parece desarticularse la dicotomía macrismo/kirchnerismo que saneó la crisis del 2001. Porque un tipo de representación populista acalorada, con visos de autoritarismo y liderazgo carismático logró, con un discurso ultra-liberal, la presidencia de la República. Y lo logró contra un candidato que ajustó el cerco y se rodeó de todos los apoyos oficiales que pudo conseguir. El problema de la representatividad política también es ese: Massa creyó que un vigoroso aparato fiscalizador y resonantes apoyos políticos (gobernadores radicales disgustados, intendentes, clubes de fútbol, presidentes latinoamericanos, intelectuales, e incluso la SRA) llamando a no dar un asalto injusto contra la democracia podía bastar. Pero cuando hubo que contar los votos, nadie respondió al llamado de la Razón. Asistimos al descubrimiento de los límites y fracturas de la estructura y el aparato político en tiempos de desesperanza. 

Redescubrimos una vez más –algo que autores como Przeworski nos vienen advirtiendo– que cuando la situación económica se siente irrespirable son relativamente vanas apelaciones a los “valores democráticos”, los “derechos humanos” y a los padres de la patria. Más aún, es difícil defender la idea de una moneda nacional, cuando se ha hecho política económica para maltratarla. Una lección que se deberá aprender: las faltas, los excesos y el mal desempeño en cuestiones de la administración pública, con la recurrencia, terminan perjudicando eventualmente al Estado mismo.

Recapitulemos. Los hijos de la democracia votan contra los valores que les fueron inculcados por la democracia. Esa es una crisis. Pero no se debe perder de vista que la democracia se sostiene con desarrollo económico, y no al revés. Por eso la crisis es multidimensional. Si discutimos los valores, la comunicación, los padres de la patria: entonces sí, pareciera que el pueblo se equivoca. Pero hoy más que nunca hay que decir que “es la democracia, estúpido”. Por su caos se ha ungido a un destructor. Por el mismo motivo,  tiene lugar la reacción melancólica de la memoria colectiva: apelar políticamente a un regreso a la época del Estado mínimo, de principios del siglo XX. El razonamiento de ciertos sectores de la nueva dirigencia es férreo: la Argentina previa a la existencia del Estado de bienestar estaba entre los primeros países del mundo. Si con el Estado de Bienestar existe un 40% de pobreza en Argentina, quizás el problema sea efectivamente el Estado de Bienestar (sic).

Si se africaniza la economía, se africaniza la política (y con ello, la discusión económica). De esta forma, en un país crecientemente “latino-africanizado”, alternativas como dolarizar se vuelven “viables”. Si la pérdida de la legitimidad de la moneda local es uno de los motivos, también existe un larvado anhelo estético norteamericanista. Esas son semejanzas con Ecuador, El Salvador o Zimbabwe. Como el escudo del Capitán América, el dólar no significa solamente la adopción de una moneda extranjera, sino también una crítica sociopolítica profunda: somos una sociedad sin capacidad de manejar nuestra propia moneda, un país bananero en suma, que necesita un padre monetario. 

Esta relación entre un país decadente y una política económica adecuada a esa decadencia no se le escapa a los actores políticos y económicos. En una conferencia reciente para Bloomberg, Emilio Ocampo advierte que Tenemos la sociedad más adicta al populismo del mundo” e insiste en “confrontarnos con la realidad”. Ocampo quiere decir, en otras palabras, que la Argentina se ha homogeneizado a los estándares de un país subdesarrollado, y que esa realidad es irreversible con simple voluntarismo. Para quitarle la llave de las manos “a los inevitables gobiernos malos”, pone sobre la mesa el plan de dolarización. Sólo por esa mimetización desalentadora de nuestra realidad es que ahora discutimos tal como se discute en Zimbabwe, El Salvador y Ecuador. Más allá de su viabilidad técnica, la dolarización puede haberse convertido, en definitiva, en algo de lo que somos.

El proyecto de Renovación de Occidente y la Reforma del Estado

Como señala con acierto Rosendo Fraga, Milei es una manifestación local de un fenómeno global. La línea internacional Trump, Bolsonaro, Netanyahu suma ahora un nuevo referente. Retornan a la discusión pública conceptos tales como “ajuste”, privatizaciones, equilibrio fiscal, reformas jubilatorias, etc. No es algo exclusivo de la Argentina: El estado de bienestar en Occidente está en una crisis. La desaceleración del crecimiento económico y poblacional, sumado a la problemática de la transición energética, ponen en jaque a gran parte de las democracias globales que han ampliado el rol del Estado de Bienestar a niveles de difícil sostenimiento. Por eso las privatizaciones no serán “neutrales” ni tampoco conducidas por criterios de libertad de mercado. Con la idea de acceder a los dólares necesarios para el achicamiento del Estado (de bienestar) en crisis, naturalmente se incurrirá en un favoritismo geo-económico con empresas occidentales. 

Con un simple vistazo a la pirámide poblacional argentina publicada recientemente por el INDEC se advierten a primera vista los problemas de sostenimiento a largo plazo de determinadas políticas sociales y jubilatorias. La pirámide se asemeja más bien a una urna funeraria: la figura funesta.

La crisis jubilatoria en el mundo se hace eco en Argentina, la amplitud de derechos y jubilaciones es insostenible mientras haya un achicamiento poblacional.  La venganza de la demografía está a la orden del día. Más aún, el trabajo informal, el desempleo y la pobreza estructural son diversas dimensiones que terminan por socavar los cimientos del Estado de Bienestar en la medida que se sostienen o expanden. Este es uno de los grandes dilemas del Estado de Bienestar del siglo XXI, si el alcance debe ser exclusivamente para los trabajadores formales o debe ser más abarcativo. ¿Cuánto puede sostener un sistema el otorgamiento de beneficios a quienes no aportan a él?

Total de población registrada por sexo al nacer y grupo de edad. Total del País. Año 2022. Fuente: Indec (2023).

La crisis del Estado de Bienestar se encuentra con la respuesta conservadora y minarquista que tiene un anclaje geopolítico fundado en una antigua visión calvinista de Occidente y particularmente de Estados Unidos y su “Destino Manifiesto”. No cualquier versión de Estados Unidos (al menos en su versión demócrata), sino el de una fuerza política hoy encarnada en Donald Trump y la reverberación de un pasado mejor, ancladas en figuras tales como la de Ronald Reagan. Con esta misma visión, pero por fuera de Estados Unidos se suman actores tales como Bolsonaro y Netanyahu. 

Con el posible retorno de Trump en el 2024, se formaría un triángulo geopolítico e ideológico entre Estados Unidos, Argentina e Israel. Al interior, se consolida la alianza entre ciertos sectores conservadores de la sociedad argentina y el libertarianismo pro-capitalista. Acuerdo que hace mucho sentido, a pesar de las notorias incongruencias internas. Una ampliación coalicional hacia sectores del macrismo parece ser el camino elegido. Sin embargo, el antecedente de Brasil demuestra que son muchas las complicaciones que enfrentan coaliciones de este tipo.

En cualquier caso, está teniendo lugar un proyecto de renovación occidental del que Milei es un referente más. Un proyecto que se sostiene sobre un actor político principal: el empresario transnacional occidental. Las reformas del Estado que se imponen van de la mano de una “cesión” del acceso a recursos y a los “fierros” de las empresas estratégicas (lo que probablemente vayamos a vivir en los meses subsiguientes). Personajes como Elon Musk, Bill Gates o Mark Zuckerberg necesitan un capitalismo acelerado, exacerbado por un individualismo como el que Milei promueve. La competencia geopolítica con China y alrededores demanda ese tipo de aceleracionismo. Una población liberada a las lógicas de las empresas hijas de Silicon Valley junto a la apropiación de las empresas occidentales de las riquezas geográficas son elementos fundamentales para la competencia geopolítica que estamos viviendo a dos décadas de iniciado el siglo XXI. En una expresión: Big Data y recursos naturales. 

En definitiva, lo que hay que ver es que los mecanismos de resistencia del Estado de Bienestar contra las fuerzas del mercado han fracasado a causa de sus propias contradicciones, vicios y fallas. La dimensión de las reformas y del achicamiento del Estado será el resultado de luchas internas como lo fue en muchos otros países. Lo que es evidente, es que se avecinan tiempos de sacrificios. El Estado y la democracia se encuentran en un proceso de metamorfosis con sociedades altamente polarizadas. El principal desafío del gobierno no solamente concierne a las ambiciosas promesas políticas, sino a sostener una coalición gobernante sin que implosione, todo ello en un contexto de crisis y volatilidad social. 

El porvenir nacional será, en gran medida, el resultado de la convergencia entre la crisis del Estado argentino, las reformas del gobierno de Milei, el rol de las fuerzas político-económicas transnacionales con intereses específicos en los recursos y los activos locales y la capacidad de resistencia de los detractores. El ejercicio del poder y la capacidad de negociación serán rectores en lo que será uno de los procesos políticos más relevantes del segundo cuarto del siglo XXI argentino.

 

 

Imagen de portada: Facundo Barreto +IA

Autor

  • Leandro Ocón

    CABA
    Licenciado en Ciencia Política (UdeSA), Magister en Estrategia y Geopolítica (ESG) y candidato a Doctor en Ciencia Política (UTDT). Escribió artículos, libros y notas. Hace arte y produce música con un seudónimo.

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    Licenciado en Ciencia Política (UdeSA), Magister en Estrategia y Geopolítica (ESG) y candidato a Doctor en Ciencia Política (UTDT). Escribió artículos, libros y notas. Hace arte y produce música con un seudónimo.

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