Para empezar, pongámonos de acuerdo en una cosa básica: ninguna persona en su sano juicio podría decir que la sociedad que supimos deconstruir, nuestra sociedad virósica y telecomunicada, cool y tolerante, es una sociedad deseable o envidiable. La miseria de la mayor parte de la población mundial y local, el cambio climático, la extinción de especies animales enteras, los genocidios, las soledades infrahumanas, la violencia estructural que vertebra nuestro vínculo social, la virtualización de los vínculos íntimos o el simple hecho de vivir de ahora en más en un estado global pandémico, con las millones de muertes que esto acarreó (y que va a acarrear), bastan para rechazar el modelo social, económico, psíquico, ecológico y político dominante. ¿O alguien defendería a nuestra sociedad? Si me apresurara a pergeñar una fórmula que tradujera el estado afectivo de nuestra sociedad mediatizada diría que la alegría real de los individuos auténticos es inversamente proporcional a la alegría que exhiben en sus redes sociales, que rebozan “buena onda”, “fraternidad” y “felicidad”. Todas estas palabras que van entrecomilladas lo van porque responden a un referente en el mundo real, pero en la realidad virtual se dan de otro modo. Son y no son lo mismo. La felicidad es “felicidad”, pero es una felicidad diferente a la que sentimos en la vida real. Pasa igual con las excitaciones. Ni mejor ni peor. Otra cosa y la misma. Podríamos llamarlas un simulacro, como hizo Jean Baudrillard en la lejana década de 1980, es decir, son tan reales como lo que acontece en la Realidad, pero son virtuales. Ésta es la paradoja a la que nos enfrentamos en una sociedad que virtualizó una gran cantidad de relaciones, principalmente las afectivas y sexuales.
Una vez que nos pusimos de acuerdo en esto, que nuestra sociedad no es defendible bajo ningún punto de vista (solo es defendible desde el punto de vista de que es lo que hay y que “peor sería nada”), podemos revisar los supuestos que suelen sostener la crítica al porno. ¿En qué consiste esta crítica, que muchas veces más que “crítica” es rechazo, miedo y prejuicios? Veamos. La bibliografía especializada se puso de acuerdo en que el “problemita” de la pornografía es un problema occidental y moderno, que si hubiera que poner una fecha tentativa de inicio podría ser a principios del siglo XIX. Esto no significa que en la Edad Media cristiana la pornografía no fuera un problema, es que la pornografía que había era mínima y casi invisible, colgaba de los aleros de las iglesias góticas a lo sumo. El descubrimiento a mediados del siglo XVIII de las ciudades de Pompeya y Herculano, enterradas bajo montañas de cenizas, demostró el lugar que ocupaban los signos pornográficos en la cultura romana: se encontraban colgados en sus dormitorios y lugares de estar. Más atrás aún, en la cultura griega (de donde proviene el término porno-grafía, cuyo origen etimológico se repitió tantas veces que me salva de hacerlo aquí), la pornografía aparecía en recipientes cotidianos como una copa o un utensilio de cocina. La Época Moderna, en cambio, se vio enfrentada desde su mismo nacimiento con este género díscolo que todavía hoy causa tanto malestar. La imprenta, que se inventó para difundir el Libro Sagrado en lengua secular, rápidamente también sirvió para difundir folletos pornográficos. Desde el principio la pornografía fue perseguida y castigada por los poderes de turno, siempre alegando la defensa de la moral y argumentando que la pornografía era nociva, aberrante y sin ningún valor literario. La pornografía solía (y todavía suele) ser perseguida en pos de defender la moral imperante, las buenas costumbres y el peligro por la decencia de la población, principalmente las de los indigentes, las mujeres y los niños. Hoy que el discurso pornográfico se liberó de cualquier tutela, y si bien pareciera que ya no es perseguido, (¿no vivimos en una sociedad tolerante acaso?), lo cierto es que la crítica progresista sigue rechazando al porno en defensa de un sexo democrático. Se hace, de nuevo, para proteger ahora solo a los niños y las mujeres —los pobres ya no son un problema moral, a lo sumo son un problema económico, de hecho para bien y para mal los pobres ya están alfabetizados. Cuando escribo “crítica progre” estoy pensando en cualquier impugnación del porno mainstream, en favor de otros signos eróticos supuestamente más amables.
A lo largo del siglo XX la pornografía, en una guerra de guerrillas permanente, fue ganando una posición legítima en el imaginario social por varios motivos. Nombraré un par. El primero, en mi interpretación, fue la misma evolución de los medios de comunicación de masas. La pornografía siempre estuvo y está a la vanguardia en la apropiación de los nuevos medios, desde el daguerrotipo hasta internet. Hay que tener en cuenta que los campos de las letras y el cine siempre rechazaron la producción pornográfica por no considerarla a la altura de los productos que circulaban por allí —tampoco se consideraban dignos de pertenecer a esos campos otros tipos de literatura como el folletín, el cómic, la telenovela, el cine hollywoodense, etc. Ahora bien, estos campos sufrieron crisis internas que los llevaron a mitigar los controles aduaneros para definir qué es literatura o cine y qué no. Poesías y novelas que hoy gozan de un enorme prestigio, como Las flores del mal de Charles Baudelaire, Madame Bovary, de Gustave Flaubert, Ulises de James Joyce, Lolita de Vladimir Nabokov o El amante de Lady Chatterley, de D. H. Lawrence, por nombrar tan solo algunas muy famosas, fueron prohibidas y censuradas, y los escritores perseguidos. Hoy advertimos que resultan absolutamente inofensivas al lado del porno real que contemplamos. El segundo motivo por el que la pornografía comenzó a ser reconocida como obra digna de análisis fue por el relajamiento de los vínculos sociales, afectivos y sexuales, y una puesta en crisis global de los principios morales que gobernaban la sociedad en el pasado, y que hoy ya nadie pareciera recordar, si es que existieron realmente.
Vemos, entonces, que la pornografía lidió por un lado con el arte para lograr su legitimación jurídica, y por otro lado para lograr su legitimación cultural lidió con un género contiguo a ella, pero radicalmente diferente: el género erótico. A lo largo de los dos siglos pasados la pornografía fue perseguida por obscena. En el fondo, nunca pudo darse una definición clara y distinta sobre este concepto tan problemático y tan importante, como de hecho tampoco nunca se logró definir con claridad qué es la pornografía. Si bien se escribió muchísimo sobre esto, lo cierto es que seguimos teniendo dificultades para definir qué entendemos por una cosa y por otra, aunque ambos términos, pornografía y obscenidad, se relacionan con signos perceptuales (perceptos) que supuestamente tienden a depravar, corromper, despertar fantasías lujuriosas y generar comportamientos antisociales. Pero de nuevo, ¿quién quiere reducirse a sus comportamientos normales, normalizados?
Lo cierto es que en el imaginario cultural imperante hay una recuperación del “sexo” erótico por sobre el sexo porno, lo cual en principio no está ni bien ni mal. Eso sí, uno es bueno, el otro malo. Acá empiezan los problemas, cuando moralizamos y sustancializamos los signos. Pongo las comillas en la palabra sexo cuando me refiero al signo erótico porque aún está por verse si esa imagen es o no es un signo sexual. Es decir, sí, obvio, es un signo sexual porque, aunque se nos sustraiga el acto sexual en sí, todos los indicios nos llevan a colegir que fuera de escena, fuera de la pantalla, antes o después de todo el erotismo que vemos, la cosa va a derivar hacia el sexo, aunque el sexo propiamente dicho nunca sea exhibido. En la pornografía, en cambio, el espectador va a encontrarse con lo que desea, es decir sexo, un sexo mecánico, apático, repetitivo, con efectos físicos y psíquicos fundamentales, es decir, un sexo despojado de todos esos adornos o barnices que convierten al sexo en otra cosa —un amasijo de sensaciones, disfrutes y afectos—, que en realidad no forman parte del acto sexual, aunque el imaginario social casi no conciba uno sin los otros. ¿Qué encontrará en el signo erótico? Encontrará suspenso, intriga, una sugestiva o velada alusión al sexo, pero no sexo propiamente dicho. Mientras que en el signo porno todo es explícito, reiterativo y obvio: la sobrexposición hiperrealista del primer plano de los órganos sexuales, para decirlo crudamente, en el signo erótico el sexo en cambio se rodeará de afectos y sensibilidades que convierten al sexo en una no-cosa. En la imaginación de la clase media esto significa que mientras uno anula la imaginación, el otro la inflama, lo cual habla más de las ilusiones de una clase social que de los discursos que se defienden o denigran.
Ahora bien, enfrentar ese primer plano que impone el signo porno es más complejo de lo que nos imaginamos —¿primer plano de qué, además?: ¿de la pija erecta (el falo)? ¿De la cara angelical de la mujer?— Roman Gubern afirma que ese signo formado por el falo y la belleza del rostro de la mujer produce una transferencia religiosa entre la imagen y el espectador: ¿se estará adorando al capitalismo malvado que queremos destruir? ¿O estaremos encontrando allí el vínculo íntimo y trascendental que el creyente encontraba en la estampita de su santo? Como sea, sin duda en ese primer plano tan superficial se juegan transferencias psíquicas y mediáticas como no ocurren en ningún otro género ni con ningún otro signo de modo tan drástico y brutal como ocurre con el porno. Ahora bien, es un error creer, como se cree normalmente, que en la pornografía el espectador/usuario se identifica con lo que ve en la pantalla. Esta identificación en todo caso es segunda, pues como nos enseñaron las investigaciones semióticas, la identificación originaria se produce no con lo que se ve sino con lo que permite ver lo que se ve, con la cámara, que en el porno, como en cualquier otro espectáculo mediatizado, se ubica en los mejores lugares y desde la mejor perspectiva posible, perspectiva y lugares en los que nunca podrían ubicarse los individuos humanos.
El porno es impugnado desde muchas posturas y defendido desde muy pocas. Algunas de las impugnaciones son tan conservadoras que ni me dan ganas discutirlas (sería como discutir a esta altura de los hechos que un individuo es hombre o mujer, o que el único sexo válido es el reproductivo). Otras perspectivas elucubran el estatus jurídico de la pornografía, comprobando el terreno más bien resbaladizo por el que se mueve el género (de hecho, en la frustrada Ley de Medios, como se la nombra habitualmente, no aparece ni una vez la palabra pornografía, lo que es todo un indicio de cambios de época). La perspectiva más interesante para mí es la que discute con la pornografía no desde la prohibición o el control, sino proponiendo otras maneras de representar el sexo. A esta última postura, que voy a englobar bajo del nombre genérico de postporno, es la que más me interesa reflexionar a mí, pues por un lado sería una perspectiva con la que yo me tendría que identificar de modo casi inmediato, pero por otro lado no podría hacerlo sin reflexionar algunas cosas. Voy a aclararlo.
Como sabe cualquiera que haya indagado un poco en estos temas, en líneas generales el postporno tiende a impugnar al porno, desea derrocar su poder heteronormativo, patriarcal, coitocentrado —mientras que yo, que defiendo el porno, considero que mi sexualidad, mi corporalidad o mi afectividad son queer o freaky, y que de hecho el pensamiento que no sea freaky hoy no alcanza a ser pensamiento. En fin, no es la impugnación de un cierto tipo de sexo o un cierto tipo de representación del sexo lo que me preocupa, pues me parece inevitable y deseable desnaturalizar cualquier acto o identidad fija; incluso, impugnar la misma idea de sexo me parece inevitable, o en todo caso despejar a esa palabra y a esa práctica de los muchos significados “buenos” que también se han fijado en ella, y que yo leo y escucho como el trasfondo de estas prácticas postporno. Nadie es algo, una cosa, sino que siempre se es en situación, dependiendo de factores que superan nuestra capacidad de decisión, que no es más que un factor más entre los otros.
Ahora bien, muchas de estas apuestas estético-políticas más o menos radicales que englobamos bajo el término postporno, y que combaten cualquier normalización, que incorporan a su discurso aquello que los parámetros sociales hegemónicos consideran indeseable o patológico, que indagan maneras alternativas de sentir placer y que de hecho problematizan la idea misma de placer (¿puede o debe el sexo ser placentero? Ésta que parece una pregunta banal y estúpida yo la considero el núcleo de lo que debemos dejar atrás para escapar del dispositivo de la sexualidad, de hecho: ¿es bueno el placer?), digo entonces: esta movilización postporno termina cosificando al porno y patologizando a sus usuarios, practicando de esta manera ya no un acto de impugnación, sino un acto de censura: el ideal de esta movida sexoestética es que el porno desaparezca, lo que evidentemente no va a ocurrir —también me pregunto desde mi ignorancia y sabiendo que esta pregunta se presta para el descalificativos fácil: ¿se consume postporno como una manera de excitarse sexualmente? ¿Es un discurso que puede cumplir con ese objetivo, o ése es un objetivo que está errado? ¿No estamos englobando muchas cosas bajo un mismo concepto? Sin duda—. Lo que va a ocurrir, lo mejor que puede ocurrir es que todas estas representaciones sexuales disidentes que ponen en escena el postporno sean catalogadas como un subgénero más dentro de ese universo en continua proliferación que incorpora todo, incluso lo que lo impugna —una sinécdoque de la sociedad capitalista en la que vivimos—, como son las páginas web porno.
El otro tema por el que no puedo aprobar ciegamente las tesis postpornos es ese supuesto que se huele en sus palabras de que el sexo es deseable (incluso para aquellos seres que no son deseados en nuestra sociedad, como sostiene Virgine Despentes en su gran libro Teoría King Kong). Que el sexo es bueno. Que el placer es bueno. Que hay que buscar el goce y huir de la violencia, que hay que reafirmar la autopercepción identitaria. Al fin y al cabo la lucha ¿contra quién es? ¿Qué poderes hay que subvertir? ¿El poder de ellos? ¿Y el nuestro no? ¿No tendríamos que hacernos cargo de que algo del pensamiento no está funcionando o está fracasando? ¿O este fracaso que extrañamente se traduce en la alegría virtual vomitadas por las redes sociales es el estado al que queremos llegar como modelo de sociedad? De lo que se trata no es de conquistar un sexo bueno, reconciliador y regocijante, por lo menos desde mi minoritaria perspectiva freaky se trata de violentar nuestros gustos, invertir nuestros placeres, en fin probar siempre de ser otros. Pero si digo que siempre hay que intentar ser otros, eso quiere decir que tarde o temprano siempre volvemos a ser nosotros mismos (que algunos llaman “yo”). Solo que el Yo al que regresamos es un yo abierto, penetrado, atravesado, intervenido… porque no hay otro tipo de yo que éste. Tenemos el poder de decidir sobre el propio cuerpo y trabajar sobre él de la misma manera que trabajamos en una obra de arte. Esto puede ocurrir de diferentes maneras, por supuesto. Apropiarse de la evolución tecnológica para desviar los impulsos biológicos y también los libidinales, para volvernos diferentes: nuestro cuerpo está intervenido, aunque no nos hayamos injertado una antena en el cerebro o no usemos nuestro pene como un dildo de carne. Cuando uno “trabaja” en una obra de arte, no se relaciona con ella de modo instrumental, sino que más bien hay una implicación absoluta en ella, tanto que muchas veces en el proceso creativo se produce una metamorfosis o una inversión del artista mismo —también es posible, ¿cómo no?, que los caminos existenciales que abre una obra conduzcan a la locura o la adicción. Me podrán decir: pero ésa es una concepción muy romántica del arte, y del artista como un héroe. Hoy el artista cumple otros rituales muy diferentes a ese sacrificio que vos estás deseando: el artista hoy se convirtió en una pyme que tiene que comercializar su mercancía como cualquier otra empresa, y muchas veces es el mismo artista su agente de prensa, su manager y su comprador (hubo artistas que compraron o vendieron su propia obra para que ésta variará de precio en el mercado). Como apuesta estético-política yo a este movimiento de disidencia radical lo llamaría en lugar de postporno, postarte, postsexual y proporno. El porno es un laboratorio en el que se prueban nuestros límites y nuestros gustos. Que nuestra interpretación considere que el porno solo refleja las cosmovisiones hegemónicas de la sexualidad, en donde se humilla a la mujer y se le niega el derecho al goce, se centra en el coito y lo único que importa es la eyaculación masculina, no da cuenta más que de nuestra limitación interpretativa. Es esta limitación lo que hay que combatir al tiempo que se combate contra cualquier fijación de sentido. El ser humano no es un individuo bueno que habría que defender y cuidar incluso de sí mismo. El placer no puede volverse la norma a defender. El mito del orgasmo conjunto y la felicidad de la eyaculación ya no puede dominar nuestro imaginario postsexual.
La cuestión, para mí, es ésta: ¿vamos a dejar que nos gobierne la idiotez o la reflexión? Obviamente, no tengo respuesta para este interrogante. ¿O acaso no había que deconstruir el propio pensamiento, la propia forma de ser, la propia identidad hasta hacer de ella una performance? ¿No había que poner entre paréntesis los propios prejuicios (practicar la famosa enojé fenomenológica)? ¿No había que volver a inventarse, dejando atrás las normas del patriarcado, la obligatoriedad del sexo genital, el coitocentrismo? ¿No había que impedir que el principal sino el único fin del acto sexual no sea la eyaculación masculina? Es más, ¿no había que abandonar el sexo para dedicarnos a develar nuestros afectos, nuestras sensibilidades? ¿O no fue el sexo el mayor invento del dispositivo de la sexualidad? Cuando llegamos a un punto en el que la asexualidad es una opción sexual tan válida como cualquier otra (gay, lesbiana, travesti, trans-, etc. etc.), cuando ese significante vacío se llena, eso significa que todas las otras identidades sexuales (sean fijas o mutables) pierden su carácter de obligatoriedad y se vuelven prescindibles. ¿O acaso el sexo no era ese camino escabroso en el que ibas perdiendo la consciencia para empezar a estar alienado hasta el éxtasis en el cuerpo del/a otro/a?
Parafraseando la famosa definición de Robbe-Grillet, diría que el auténtico porno es el porno del pasado (el eslogan de Robbe-Grillet es: “la pornografía es el erotismo de los otros”). Es decir, no hay peor porno que el porno que nos tocó en suerte —a tener en cuenta: cada etapa nefasta y perseguida del porno estuvo atada a la innovación mediática de turno, desde la imprenta hasta el vhs pasando por los cortos mudos (para los cuales Buenos Aires se había convertido en una meca en la primera década del siglo XX) o su industrialización cinematográfica en los años 70. Cada medio tuvo su forma de pornografía, desde el daguerrotipo hasta el VHS, desde la imprenta a la industria cinematográfica de la década de 1970, por lo que hay que considerar que la aparición de internet significó una nueva forma de hacer porno, tal vez la más integral de todas las que conocimos hasta ahora, pero también la más revulsiva por los métodos de realización y las formas de consumirla, y por los efectos que provoca. Unos investigadores españoles, Andrés Barba y Javier Montes, sostienen que internet es la “tierra prometida” de la pornografía. Cuando algo ingresa a la “tierra prometida”, necesariamente debe cambiar de naturaleza.
El pensamiento progresista cree que esta pornografía mainstream abandonó su apuesta política y su dimensión artística y se volvió algo no solo horrible, sino terriblemente peligroso. Por un lado, esto mismo más o menos fue lo que cada época le achacó a la pornografía, y el pensamiento progresista lo sabe. Por otro lado, ¿cómo no ver belleza en estas diosas y dioses que despojados de toda humanidad se entregan a una de las actividades más idiotas, mecánicas y alienantes que practican los seres humanos, el sexo? Esta especie de consumación del ser humano en su propia frustración tal vez no sea más que la otra cara de esa misma frustración que imponen las condiciones híper modernas de existencia mediática. Una existencia híper excitada y frustrada.
Hay que mirar porno para saber no solo cómo nos relacionamos en el presente sino principalmente para saber cómo seremos dentro de unos pocos años, con qué tipo de afectos apáticos nos relacionaremos, cuáles serán, a la vez, las limitaciones fisiológicas, sexuales, narrativas, que tendrán esas sociedades que están por venir. A comienzos del siglo XX un juez de la Corte Suprema de Estados Unidos de nombre Holmes escribió esto con respecto a la reacción típica de rechazo que se vivía en su tiempo con la pornografía: “Su misma novedad [la de algunas novelas “pornográficas”] las haría repulsivas hasta que el público aprendiera el nuevo idioma en el que habla su autor”. Como si la pornografía estuviera adelantada a su tiempo, mostrando una realidad que solo después, más tarde, cuando “el público aprendiera el nuevo idioma”, es decir cuando las imágenes se volviesen aún más descarnadas, más salvajes, más reales y realistas, recién ahí empezaríamos a apreciar y a añorar esta realidad que hoy nos parece salvaje y descarnada. Es cierto, tal vez lo que profetiza el porno no se cumpla, y vivamos en una sociedad como la sueñan las almas bellas, pero ya la práctica de mirar porno como el ejercicio reflexivo que conlleva, más los extraños placeres que provoca y las frustraciones/goces que acarrea, bien valen la pena.
Fotografía: @maurasilva.jpg
Nota editorial: Tierra Roja presenta esta nota como una de las perspectivas sobre el porno que nos interesa poner en debate. Desde ya, no es la única que creemos posible. Invitamos a que nos hagan llegar otras voces, análisis o reflexiones, complementarias u opuestas a ésta, para seguir pensando la temática y dar luz sobre aquello que sigue siendo un tabú y merece ser sacado de esos lugares.