Artículo
Adelanto de La democracia en cuestión
La larga marcha hacia la emancipación
Por: Mariano Pacheco
A 40 años de la transición democrática, un adelanto de La democracia en cuestión, un libro de Mariano Pacheco que aborda, de manera crítica, los saldos y deudas de un régimen político que todavía deja mucho que desear, desde el punto de vista de los sectores populares y las organizaciones sociales.
noviembre 7, 2023

La democracia argentina que comienza en 1983 (y no la que se reanuda) es una democracia restringida, “procedimental”, que emerge tras el Plan Cóndor, que condenó al silencio y ahogó en sangre el grito de revolución en todo el Cono Sur, luego de que el imperialismo norteamericano fuera derrotado en Vietnam y concentrara todas sus fuerzas en reordenar su “patio trasero”. Por eso no se puede caracterizar el proceso que se abre con la campaña electoral de 1983 como un retorno a la vida democrática de nuestro país sino como la apertura de un nuevo ciclo político, que requiere ser leído al calor del proceso latinoamericano y del contexto mundial más general. 

Así, al menos durante sus dos primeras décadas, esta democracia no hace más que oficiar como selección de la fracción de las clases dominantes que será elegida por el voto para administrar el Estado, más en función de sus intereses empresariales que del conjunto de la sociedad (“Gane quien gane pierde el pueblo”, era una consigna difundida por ciertas militancias entonces). La democracia aparece así como suelo político del consenso neoliberal, que en Nuestra América tuvo su primer laboratorio en Chile (tras el golpe de Estado que derroca al gobierno socialista de la Unidad Popular y su presidente Salvador Allende en 1973) y luego en nuestro propio país (con la dictadura que se inicia en 1976), para más tarde avanzar por otros rincones del continente.

La fragmentación social, la desindustrialización y financiarización de la estructura económica, la desproletarización de la clase obrera y la proletarización de los sectores medios, la desideologización de la vida, la farandulización política a través de la experiencia mediática, la pauperización de las vidas populares, no son más que rasgos de un movimiento más general de derrota política de las apuestas de transformación social en sentido emancipatorio, con su consecuente “revancha clasista”.

En su libro Virtuosismo y revolución. La acción política en la era del desencanto, el filósofo italiano Paolo Virno se pregunta qué es la contrarrevolución. Y se responde:

“Por ésta no debe entenderse solamente una represión violenta –aunque ciertamente, la represión nunca falte. No se trata de una simple restauración del ancien régime, es decir, del restablecimiento del orden social resquebrajado por conflictos y revueltas. La `contrarrevolución` es, literalmente, una revolución a la inversa. Es decir, una innovación impetuosa de los modos de producir, de las formas de vida, de las relaciones sociales que, sin embargo, consolida y relanza el mando capitalista. La `contrarrevolución` al igual que su opuesto simétrico, no deja nada intacto. Determina un largo estado de excepción, en el cual parece acelerarse la expansión de los acontecimientos. Construye activamente su peculiar ‘nuevo orden`. Forja mentalidades, actitudes culturales, gustos, usos y costumbres, en suma, un inédito cammon sense. Va a la raíz de las cosas y trabaja con método”.

Decía entonces apertura de ciclo. ¿O acaso alguien podía imaginar, durante el transcurso de esa franja de casi 40 años que va de 1946 a 1982, que el peronismo podía perder unas elecciones no fraudulentas frente al radicalismo? Y, sin embargo, así fue en 1983. Se puede argumentar que el hecho de que el candidato justicialista a la gobernación bonaerense, Herminio Iglesias, haya prendido fuego un cajón en pleno acto proselitista (hoy sería “viral” inmediatamente) o que el candidato radical Raúl Alfonsín haya denunciado el “pacto sindical-militar” entre la cúpula de la CGT y la de la Junta de Comandantes, erosionaron la legitimidad del peronismo. Es posible. Pero la historia misma del movimiento nacional con mayor proyección social de la historia argentina, al menos en esas primeras cuatro décadas, había estado atravesada por una mística edificada sobre cierta combatividad e, incluso, sobre la capacidad de combinar esas chispas capaces de incendiar praderas con “agachadas”, con espurias negociaciones sindicales y burócratas que formaban parte de la dinámica ambivalente de aquella experiencia (contradicciones que en todo caso el propio movimiento resolvía puertas adentro, incluso por vías violentas). Así que cuestiones como esas, tildadas de “antidemocráticas”, no habían sido –al menos hasta el momento– motivo de derrota política. Es que el peronismo no se había caracterizado por poner el eje en la “democracia” (más allá de rotundos triunfos electorales y de haber sido depuesto por golpes de Estado) y de hacerlo, lo había hecho para enarbolar la bandera de una democracia social de masas frente a una democracia republicana-liberal (“democracia autoritaria de masas”, como hemos dicho que incluso la llegó a calificar, maoísticamente, el intelectual del nacionalismo revolucionario Juan José Hernández Arregui).

Pero para 1983, las cosas habían cambiado demasiado, más allá de cuánto los actores pudieran comprenderlo en ese momento. La democracia aparece desde entonces como horizonte político-cultural epocal insuperable, imperativo máximo que logra desplazar al socialismo y a la justicia social, tan típicos de las izquierdas y las corrientes nacional-populares. Y todo esto no puede sino producir profundas mutaciones en las identidades, tanto políticas como sociales. Las transformaciones económicas que había iniciado la dictadura, por otra parte, no logran revertirse, y ese proceso de desindustrialización (con su consecuente desindicalización y crecimiento/sostenimiento estructural de la pobreza), hace perder centralidad a la clase obrera. El nuevo ideal de “civismo democrático” se encarna en la “clase media”. Tal como remarca Ezequiel Adamovsky en su libro Historia de las clases populares en Argentina. Desde 1880 hasta 2003, el triunfo de esa clase (o más bien, de ese “sector” social, diría), “caló profundamente también en el mundo de las clases populares”. Son los años de cambio de jerga incluso: “la gente” empieza a reemplazar en las referencias públicas al “pueblo” o la “clase trabajadora”. Y sabemos: en todo discurso podemos leer la materialidad de una práctica social. El triunfo alfonsinista contribuye de ese modo a reforzar esa identidad, a costa del orgullo obrero. Como subraya Adamovsky, es una victoria por sobre lo que piensan que fue una “indebida gravitación del elemento plebeyo en la historia nacional”. 

Me pregunto qué tipo de democracia puede emerger de negar la experiencia política, la cultura y la identidad del sector mayoritario y fundamental de una sociedad.

Los cambios que introdujo la última dictadura (no en vano autodenominada “Proceso de Reorganización Nacional”) fueron tan profundos, que incluso el peronismo llegó a perder (por primera vez), el histórico bastión de la provincia de Buenos Aires. Y ese sólo dato es tan profundo que funciona como todo un símbolo del cambio de época. Porque esa hegemonía –la que mantiene desarticulada la experiencia popular sobre la base de las huellas que el terror ha dejado sobre el cuerpo social– se sostiene hasta 2001, más allá de los nombres de los presidentes o de los partidos en el gobierno. 

Es que, paradójicamente, fue la rebelión del 20 de diciembre la que provocó que un presidente tuviera que renunciar e irse de la Casa Rosada en helicóptero, no producto de un golpe militar, sino de un movimiento democratizador, de una puesta en movimiento de la sociedad para decir ¡Ya basta! a ese continuum que tanto el menemato como ese engendro que llevó por nombre Alianza –que intentó mostrarse como relevo “progresista” sin tocar la convertibilidad– hicieron de los años 1983-2001 más un proceso de posdictadura que de democracia. 

Porque tal como señala Denis Merklen en su libro Pobres ciudadanos: las clases populares en la era democrática, Argentina: 1983-2003, el proceso político posterior a 1983 no logra revertir esa tendencia descendente que inauguró la dictadura respecto de la pobreza, que en 1973 era del 3% y que para fines de 2001 superaba el 50%. La insurrección de diciembre no sólo permite un rearmado del sujeto popular, sino que además pone en jaque la unidad que hasta entonces había logrado mantener el bloque de poder, que se divide respecto a las posiciones a tomar en cuanto a cómo salir de la crisis (devaluadores vs dolarizadores). Doble movimiento entonces, a contracara de lo acontecido desde 1976 hasta esa fecha. Si como había señalado Juan Villarreal, en su emblemático texto titulado “Los hilos sociales del poder”, en ese ciclo la clase trabajadora se fragmenta mientras las clases dominantes se unifican, en 2001 la tendencia se revierte sobre ambos polos. 

¿Qué pasó en el medio? Pasaron muchas cosas, y algunas podemos enumerar como fundamentales: rápidamente se desvanecieron los aires optimistas que afirmaban que con la democracia se comía, se curaba y se educaba, para pasar a comprender cabalmente que el plan de reformas del Estado (en sentido regresivo para los sectores populares) que implicó una creciente privatización de esferas fundamentales hasta entonces manejadas por el Estado nacional (salud, educación, servicios), sumado al ingreso al modelo de la convertibilidad, trajo como corolario consecuencias sociales catastróficas para las grandes mayorías. 

Claro que el proceso no fue lineal, ni homogéneo, y que dentro de ese largo período que va de 1983 a 2003, en el que la democracia tuvo que ver más con lo que acontecía en las calles que en las instituciones del Estado, hubo avances y retrocesos, momentos de estancamiento, conspiraciones (militares como la de los “Carapintadas” en 1987; económicas como las del “shock hiperinflacionario” en 1989). Es que en un país con la experiencia de lucha con que contaban los sectores populares en Argentina (la del “ciclo peronista” que va de 1945 –por no hablar de las de antes– a 1975, pero también de la resistencia a la dictadura, con las Madres de Plaza de Mayo, sí, aunque además con la lucha obrera y el accionar guerrillero), las formas en que se modeló la democracia neoliberal no puede sino ser leída en su íntima relación con la resistencia popular antineoliberal que, aunque fragmentada, local y sectorial, no dejó de librar intensas batallas a lo largo de estos años. 

Abordados desde un punto de vista popular, estas últimas cuatro décadas del país no pueden reducirse a una periodización escolar, del tipo “presidencias argentinas” (Raúl Alfonsín: 1983-1989; Carlos Saúl Menem: 1989-1999; Fernando De La Rúa: 1999-2001; Ramón Puerta, Adolfo Rodríguez Saa y Eduardo Camaño: 2001; Eduardo Duhalde: 2002-2003; Néstor Carlos Kirchner: 2003-2007; Cristina Fernández: 2007-2015; Mauricio Macri: 2015-2019; Alberto Fernández: 2019-2023). 

Por el contrario, aquí se busca pensar estas décadas desde el punto de vista de las luchas. Así, abordaremos un primer período 1983-2001 (“ciclo desde abajo”); otro, 2002-2017 (ciclo progresista) y, finalmente, el que aún transitamos, 2018-2023 (“ciclo de inestabilidad e incertidumbre”), tratando de indagar en cómo se articula (o no) el poder político, el poder económico, el poder social, con los horizontes de sentido de cada momento.

 

Diseño de portada: @elcarteldesuarez

El libro La democracia en cuestión. La larga marcha hacia la emancipación se presetará el viernes 10 de noviembre a las 19 horas en la librería Interminable – Espacio Taura, Alsina 685, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, con una conversación del autor con Miguel Mazzeo, y la coordinación de Mariela Guzzo.

Autor

  • Mariano Pacheco

    CABA
    Escritor, investigador, periodista. Director del Instituto Generosa Frattasi. Coordina Cursos de Filosofía y Talleres de Escritura. Autor de los libros “2001. Odisea en el Conurbano”; “Desde abajo y a la izquierda”; “Cabecita negra. Ensayos sobre literatura y peronismo”; “Montoneros silvestres”; “Kamchatka. Nietzsche, Freud, Arlt”; “De Cutral Có a Puente Pueyrredón, una genealogía de los Movimientos de Trabajadores Desocupados”. Coautor de “Darío Santillán, el militante que puso el cuerpo”.

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