Artículo
Alberdi: entre el ideólogo y el constructor de naciones
¿La libertad contra la democracia?
Por: Matías Farías, Damián Lluvero
Se busca en el pasado respuestas, se busca entre los muertos soluciones a los enigmas del presente. El nombre del Alberdi resuena en la coyuntura actual. Por eso le pedimos a Matías Farías que nos ayude a entender esa herencia que Milei recoge de Alberdi. Y para ello el autor recorre parte de la historia para mostrarnos cómo se enlazan libertad y autoritarismo. Enlace que una vez más parece ser interrumpido por el espectro de Eva Perón.
octubre 3, 2023

En Alberdi conviven el ideólogo y el constructor de naciones. El ideólogo, siguiendo una acepción que viene del campo de las derechas, es aquel que es tomado por la idea a tal punto que ella misma cobra la forma de la realidad. Por el contrario, el constructor de naciones sería aquel que entiende que las ideas son un vector a desplegar a partir de las fuerzas sociales que le dan sentido. Con las ideas, Alberdi mantuvo esa ambigüedad de principio a fin. A veces ideólogo, a veces constructor de naciones, su imagen se desfigura y reconfigura en las múltiples citas con la historia argentina que su nombre soporta.

Cada generación se recorta alrededor del problema político que define como relevante; para la de Alberdi, ese problema era cómo construir una unidad política de relevo al orden colonial y cómo hacerlo en un contexto que había desencadenado guerras civiles y un orden como el de Rosas. Con qué instituciones, normas y recursos hacerlo. Y último pero no menos importante: cómo serían distribuidos los esfuerzos y sacrificios para construir una nación moderna, con su locomotora atravesando el desierto. Para Alberdi, y los de su generación, la Revolución de Mayo estaría inconclusa hasta no resolver estos asuntos. 

Así como no había alcanzado con el triunfo en las guerras independentistas para crear esa nueva nación, para Alberdi tampoco era suficiente por sí mismo el triunfo del “Ejército Grande” en Caseros. Hacía falta inscribir y conducir ese nuevo presente hacia el sentido de la historia universal: el progreso, las libertades modernas. Entonces el tucumano reagrupó unas notas que había publicado en la prensa en la década previa y armó el libro que inspira nuestra primera Constitución. Se lo dedicó a Urquiza y subrayó su importancia ya en el título: Bases y puntos de partida para la organización de la República Argentina

Bases está escrita, como dijimos, por la pluma del ideólogo y la del constructor de naciones. Las dos figuras al mismo tiempo. Al ideólogo se lo detecta fácilmente cuando se lee una célebre frase escrita en latín: “donde están los bienes, está la patria”. Significaba, en el contexto de esta obra, que el mercado es la nación misma. La marca del ideólogo está en el hecho mismo de haberla escrito en latín, signo de perennidad, verdadera para todos los tiempos. Pero sobre todo en lo que está dispuesto a destruir en nombre de esta idea. Es la que le hace decir que “el indio no compone mundo”, que en América lo que “no es europeo es bárbaro” y que es vano esperar que del “cholo” o del “gaucho” surja un “maquinista inglés”. El mercado se hace con capitales y trabajadores europeos, no con el “desierto” existente.

A tal punto Alberdi está tomado por esta idea, que le asigna a la mujer americana la exclusiva función social de convertirse en el cuerpo a fecundar por la simiente civilizatoria del varón europeo. Y a tomar como válidos razonamientos del todo disparatados (aún teniendo en cuenta el contexto epocal), como por ejemplo, que las instituciones públicas educativas son inútiles, porque de lo único que se han ocupado es de inflar con bibliografía novedosa las pasiones facciosas de la elite dirigente en ellas formadas. O que es necesario renunciar por décadas al impuesto aduanero, para ganar la confianza del inversor extranjero. El Alberdi que firma estas líneas está lejos del constructor de naciones, del que aunque sea por un minuto tiene que asumir que una nación es también un conjunto de obligaciones a las que hay que tributar para ser libres, si es que de veras, como sostienen los mismos liberales, es necesario por ejemplo solventar un Estado que garantice los contratos que ese inversor deberá firmar. Cuando la idea sustituye a la realidad, autoriza cualquier cosa. Es el problema del ideólogo.

Pero Bases también es una reflexión, por momentos muy profunda, sobre qué significa construir una nación. Esa profundidad aparece en el modo en que, después de las guerras civiles, Alberdi reconoce a unitarios y federales como igual y legítimamente argentinos. Retomando su aporte en el Dogma socialista de Echeverría, Alberdi muestra que en la nueva Constitución Nacional esbozada en Bases las ideas de unos y otros, reformuladas, valían para la Argentina que venía. Su exquisita justificación del carácter bicameral del Poder Legislativo argentino es una ofrenda a este reconocimiento: el principio unitario manda en el Congreso, con la representación por habitantes, pero el federal manda en el Senado, con la representación por provincias. Si la nación fuera por entero el mercado, ese razonamiento sería del todo improductivo, un multiplicador de impuestos y de gastos. Pero una nación se hace con política y el constructor de naciones lo intuía. 

En la discusión con Sarmiento también puede reconocerse al constructor de naciones. Para Alberdi no había, como se lee en Facundo, una “tercera entidad”, la montonera, disociada de las fuerzas en pugna: los gauchos pelearon con unitarios y con federales, indistintamente. La verdadera fractura residía, en cambio, entre la Argentina del litoral, plenamente contemporánea del siglo XIX, que comerciaba ideas y bienes con la Europa de la Revolución Industrial; y la “Argentina mediterránea”, golpeada por la creación del Virreinato del Río de la Plata, que se hallaba anclada en el siglo XV. Dos Europas escindidas en suelo argentino: esa era la fractura. 

Por eso el Alberdi constructor de naciones buscaba encontrar la fórmula para que la “Argentina mediterránea”, cierto que subordinadamente, pudiera gozar de lo que la del litoral ya gozaba: bienes, ideas de avanzada, y en un futuro próximo, locomotoras, telégrafos. En suma, integrar lo desintegrado con la promesa de modernidad para todas las regiones del país. Desde esta perspectiva, ciertamente era necesario crear un mercado común, pero no porque se confiara exclusivamente al mercado la constitución de la nación, sino más bien porque éste podía convertirse en una de las “palancas”, seguramente de las más importantes para este liberalismo, para llevar adelante una idea política de mucho más valor: que la Argentina debía ser una, no dos, como tantas veces amagó con serlo en el siglo XIX.

El constructor de naciones también se reconoce cuando se le asigna a los caudillos la misión de constituirse en el puente político hacia la modernidad. En Bases, los caudillos son el barro en que se amasa lo que la historia dicta en su periplo universal. Tantos años en el ejercicio del poder, sostenía, los había dulcificado. Y aunque así no fuera, Alberdi reconocía que ese poder económico que detentaban, como así también el control territorial, les daba suficiente derecho a mandar. Al menos, en la “república posible” que podía constituirse después de Caseros. Todo lo contrario, en fin, a lo que pensaba por abajo, cuando el “ideólogo” descartaba al gaucho por el maquinista inglés. 

De ese reconocimiento a los caudillos surgirá su alianza inquebrantable con Urquiza, de quien fue Ministro Plenipotenciario. Y su enemistad acérrima con Sarmiento y con Mitre tras Caseros. En esta enemistad se inspira uno de sus capítulos más destacados del “constructor de naciones”: el del opositor solitario a la Guerra del Paraguay. El ideólogo del mercado a lo que dé, incluso al precio de negarle al indio humanidad, fue el mismo que se opuso a esa guerra del capital que causó la muerte de casi toda la población masculina adulta paraguaya. Como constructor de naciones, defendió la idea de que la paz entre los hermanos valía más que la mercancía.

El autoritarismo progresista

La convivencia entre el ideólogo y el constructor de naciones no resultó inocua. Son figuras que conviven, pero en tensión y no se neutralizan entre sí. A la luz de la fórmula alberdiana para la Argentina post Caseros, el ideólogo triunfó sobre el constructor de naciones porque la apuesta por el mercado es más fuerte y sobre ella se depositan las mayores esperanzas. Las amplias libertades y garantías para la inmigración europea son en su argumento la “trinchera” destinada a custodiar la prosperidad económica organizada por el mercado. Esas amplias libertades y garantías sin embargo se angostan drásticamente en la esfera política, donde debe resultar indisputada la autoridad del Ejecutivo porque, para un Alberdi que aquí parafrasea a Bolívar, lo que necesitan estas naciones son “monarcas con nombre de Presidente”. Esto es, una autoridad indiscutida para disciplinar a unas élites con historia de predilección por la lucha facciosa; y, sobre todo, para que la búsqueda del progreso económico se apoye en una referencia firme. Así fue cómo el liberalismo decimonónico, y no el peronismo, transformó en institución al presidencialismo argentino.

El problema de esta fórmula mixta (una sociedad abierta y “democrática” pero con una esfera política cerrada y autoritaria) es la paradoja que la encierra: que para ser republicana, tiene que negar a la república. Natalio Botana hace todos sus esfuerzos para seguir inscribiendo a Alberdi dentro de la tradición republicana y apela a un oxímoron: la del tucumano sería una “república del interés”, frente a la “república de la virtud” de Sarmiento. Pero el interés, incluso el “bien entendido”, está demasiado inspirado en el egoísmo, aún si se acepta que existe el egoísmo “bien entendido” del que hablan los grandes teóricos liberales como Adam Smith. Desde el egoísmo, lo común necesariamente queda a cargo de ese famoso “dios oculto” que es la “mano invisible” del mercado. No queda a cargo de la virtud, la pasión republicana por excelencia. Y mucho menos de la política. 

Ahora bien, es sin dudas un problema la idea de que, en nombre de la república, la república puede esperar. En el siglo XX argentino, se dirá en esta línea: en nombre de la democracia, la democracia puede esperar. Lo que habilita este esquema, que con sagacidad Halperín Donghi nombró como “autoritarismo progresista”, es que la libertad puede, en contextos singulares, autonomizarse de la república. O de la democracia. No sólo eso: debe en ocasiones hacerlo para realizarse en su nombre. En los años treinta del siglo XX, se falseaban las elecciones no contra la democracia, sino en su nombre, para bien de la libertad; la Revolución Libertadora fusilaba no contra de la democracia, sino en su nombre, para bien del progreso y la “tradición de Mayo”; la Revolución Argentina de Onganía reprimía porque lo primero era el “tiempo de la economía”, luego en todo caso el “tiempo social” y en última instancia, quizás, el “tiempo de la política”, una vez que las estructuras económicas estuvieran ya modernizadas. Videla, Massera y Viola se cansaron de hablar de la democracia, como dejó planteado Fogwill en un texto clave: “La herencia cultural del proceso”.

Sería descabellado decir que Alberdi es el responsable de todo ésto. Entre el ideólogo y el constructor de naciones, hay otras herencias posibles para su obra. La del defensor de garantías procesales y respeto a la dignidad de reclusos, que llega hasta el así llamado “garantismo”. La de quien descubre el peso del “factor económico” en la historia según Juan B. Justo. La del primero en animarse a criticar a la “historia oficial” en el momento mismo en que se imponía, para el “revisionismo histórico”. La del interlocutor polémico, y por ende necesario, para el radicalismo de Alem inspirado en la máxima “no hay buenas finanzas donde no hay buena política” o para el Sampay que arma una Constitución según la justicia social en memorable contrapunto con la de Alberdi. La del ideólogo de una burguesía nacional, en la clave del trotskismo de Milcíades Peña. La de quien acuñó una fórmula valiosa si se la entiende en su sentido federal, “gobernar es poblar”. La del exiliado que toma la máscara de personaje literario en Respiración artificial, para preguntar, en el contexto del terrorismo de estado, quién de nosotros escribirá el Facundo. El rostro de Alberdi, lo dijimos, se desfigura y reconfigura en las múltiples citas con la historia argentina que su obra habilita.

Pero en ese movimiento de desfiguración y reconfiguración abierto a la historia, está también la herencia del “autoritarismo progresista” como una marca trágica. Es el minué que baila una veta de la política argentina, la música que ha argentinizado una idea con pretensiones universales, la idea liberal. Danzan juntos, no separados, Milei y Villarroel a su compás.

Las etapas de la ideología del “mercado ideal”

Pero en principio Milei no es heredero, al menos directo, de Alberdi, sino de otra historia, que nace en Europa en los años treinta del siglo pasado, cuando algunos intelectuales como Friedrich Hayek y Ludwig von Mises se reunieron para revitalizar al liberalismo clásico. Los unía su oposición al socialismo, pero sobre todo al Estado de Bienestar, que además de garantizar derechos civiles y políticos, procuraba garantizar derechos sociales. Buscaron así volver a colocar en el trono a cierto individuo, el burgués, en un mundo que percibían como amenazadoramente “colectivizante”. De esas reuniones surgieron los primeros grupos que ya se identificaban como  “neoliberales”.

Después de la Segunda Guerra Mundial, estas ideas se institucionalizaron en la Sociedad Mont Pelerin, una de sus más importantes usinas, aún hoy vigente. Se irradiaron hacia algunas Universidades, medios de comunicación y corporaciones. Hasta los setenta, eran aún marginales, pero con la crisis del Estado de Bienestar consiguieron ocupar el centro de la escena. Algunos de sus intelectuales más reconocidos, como Milton Friedman y el propio Hayek, recibieron el Premio Nobel en Economía. Triunfaron en Europa con el gobierno de Margaret Thatcher y en Estados Unidos, con el de Ronald Reagan. Años antes, los programas económicos de las dictaduras sudamericanas, sobre todo la chilena pero también la argentina, abrazaron estas ideas. Friedman y Hayek se apersonaron en Chile y palmearon el hombro a Pinochet. Capturando corazones y fusilando a mansalva en estadios de fútbol, se adueñaron de un universal que desde sus propias premisas habilita que cierta manera de entender la libertad, la libertad de mercado, se autonomice de cualquier otro bien político, incluyendo, la democracia. En 1981, Hayek pudo decir al diario chileno El Mercurio que “evidentemente, las dictaduras entrañan riesgos. Pero una dictadura se puede limitar, y si se autolimita puede ser más liberal en sus políticas que una asamblea democrática que no tenga límites. La dictadura puede ser la única esperanza, puede ser la mejor solución a pesar de todo”. 

Así el neoliberalismo se transformó en la cultura dominante de nuestro tiempo. Como explica Escalante Gonzalbo, esta cultura se caracteriza por su ambición de definir a la naturaleza humana, a la que piensa desde el modelo de un “mercado ideal”. Mientras el liberalismo clásico estaba todavía ocupado en el problema de la construcción de las naciones, en definir las condiciones de convivencia e intercambio económico con garantías individuales en un territorio concreto, para el neoliberalismo de lo que se trata es de organizar la entera vida social según las reglas de ese mercado ideal. En este sentido, lo que pretende es algo mucho más radical que limitar la “desmedida” injerencia del Estado en la vida de las personas: aspira, en cambio, a que el mercado se transforme en el gran organizador de la vida colectiva. No sólo de los intercambios económicos, sino de todas las relaciones sociales, que deberán regirse según la regla de la “maximización de las ganancias”. Por eso Milei se siente autorizado a hablar de econometría como de venta de órganos. No hay práctica que quede exceptuada de esta lógica.

Dado que la regla de la “maximización de las ganancias” está en el centro de su reforma cultural, es que el neoliberalismo puede instrumentar a la economía, a la que piensa como “ciencia exacta”, como la principal arma de esta reforma. Hay muchas vertientes “económicas” dentro del neoliberalismo: algunas entienden que todo se trata de reducir la masa monetaria, otras que se puede conducir un país manejando la tasa de interés. Lo que las aúna, sin embargo, es la protesta contra la justicia social, porque este principio autoriza al Estado a cobrar impuestos a grandes capitales, algo que atenta contra la libertad de grupos económicos e individuos. El principal derecho a custodiar por el Estado es el de propiedad y si hace falta deberá volcar todos sus recursos represivos para garantizarlo.

Los neoliberales no demandan un “estado mínimo”, como los teóricos del liberalismo clásico, sino un Estado orientado a la maximización de las ganancias, sobre todo, de los grandes grupos económicos. De todo lo demás debe encargarse el mercado, que a través del sistema de precios y las monedas ofrece suficientes señales para guiar comportamientos colectivos. La mirada que tienen de la economía es muy rudimentaria: sólo hablan de dinero, y todo el tiempo. Pero en una cultura inflacionaria como la Argentina, y tras décadas de valorización financiera, ello se convierte en una gran arma persuasiva, con poder de interpelación.

A partir de estas premisas, y al modo de los ideólogos, los neoliberales justifican cualquier tipo de cosas. En su línea meritocrática, sostienen que el mercado asigna con justicia premios y castigos, ya que reconoce al laborioso y emprendedor, y castiga al vago y al carente de iniciativas. Como resultado de la regla de la maximización de las ganancias, los desdichados son responsables de su desdicha, como los dichosos lo son plenamente de su felicidad. En su vertiente consumidora, afirman que los precios son reveladores de la felicidad misma, no sólo porque orientan el modo en que cada cual sacia sus apetitos en el mercado, sino porque se asume también que el precio de mercado es el valor de la cosa misma. Estas dos vertientes, que sonaban mejor en la hora del “fin de la historia”, deja su lugar a su vertiente agresiva, que se activa cuando tiene que disputar el sentido común.

Ella vendrá

La novedad de la coyuntura actual no es el neoliberalismo, que como primera o segunda guitarra es protagonista de la historia argentina desde hace cincuenta años. Su singularidad es la intensidad ideológica, y probablemente también política, en que se dispone a barrer no tanto la democracia formal, que hasta aquí le ha dado muchas alegrías, sino una opción histórica que la experiencia iniciada en 1983 había permitido imaginar y por momentos construir: la democracia como proceso colectivo de ampliación del sujeto de derecho y de conquistas de nuevos derechos. 

La autonomización de la libertad respecto a la democracia que se esgrime ahora en Argentina apunta contra esa específica fuente de legitimación, que podría llamarse “progresista”, del ciclo político iniciado hace cuarenta años. Es la que prometía que la recuperación de un derecho sumamente vulnerado en el siglo XX, el derecho a votar y a ser elegido por esa regla, sería el punto de partida para conseguir más y nuevos derechos. 

Lo singular de esta coyuntura es que se ha consolidado una fuerza social de procedencias múltiples que parece dispuesta a asumir no sólo que el mérito es el legítimo distribuidor de la justicia, sino que éste se revela únicamente a través del mercado. Para que esto suceda, se reunieron descontentos entre espacios sociales diversos, pero ahora convergentes, que la democracia como democratización no pudo absorber, integrar o neutralizar, según el caso: la franja numerosa de quienes ven su paciencia agotada porque la economía no se ha democratizado; y la franja que tiene la dirección política y cultural de este movimiento y que se sintió desafiada en su autoridad e identidad no por los fracasos, sino por las conquistas colectivas. 

A veces con el semblante del león, porque percibe la proximidad del triunfo; pero sin abandonar nunca el tono apocalíptico, desde el cual se exclama “libertad o comunismo” -sobre el bajo fondo ya oído de “democracia o chavismo”-, la libertad avanza entonces contra la democracia entendida como democratización. Con el favor de sus evidentes fracasos (algunos escandalosos, como los niveles de pobreza e indigencia), pero contra sus logros también. 

El problema de este avance no es sólo que, sin la democratización, la democracia queda desnuda en su formalidad; es que la propia forma, así desnudada, puede tambalear al punto de dar lugar a la posibilidad cierta de un anudamiento: el de la historia del neoliberalismo con la larga historia argentina del autoritarismo progresista. Dos historias distintas, pero que tienen en común la legitimación del movimiento de autonomización de la libertad respecto a la democracia.

El avistaje de este anudamiento no requiere de un ejercicio profético, sino simplemente tomar en cuenta indicios contundentes. De modo dramático, al filo de la tragedia nacional, con el intento de asesinato a CFK, “Revolución Federal” ha sido el iceberg de un clima social multiplicado capilarmente, que está en las calles, en las declaraciones de políticos, en los diarios, en las redes. Pero también se lo avista en el tipo de debates que se está dando esta élite. En este sentido, la discusión sobre el tiempo que demoraría la dolarización no tiene nada de “técnica”: es un debate sobre la ecuación exacta entre la sangre y el tiempo. Entre los distintos modos de combinar el “tiempo económico”, el “tiempo social” y el “tiempo político”, a lo Onganía. Entre los acordes que deberá tocar el flautista de Hamelin y el sonido sobrecogedor de “Avenida de las Camelias”. Es un debate sobre cómo hacer que suene Wagner en formato Tik Tok.

En la hora actual, la libertad que avanza no discute ni con Alfonsín ni con Kirchner. Va directo a la frase que el pueblo argentino atribuyó a la única que puede sostenerla: Evita. Al conocerse los resultados de las Primarias, y pudiendo elegir, en su momento triunfal, una cita de Hayek o von Mises, Milei se puso sin embargo a discutir la frase “donde hay una necesidad, nace un derecho”. Todo lo novedoso que tenía para decir es lo que viene sosteniendo desde hace décadas el neoliberalismo: la justicia social es una aberración contra la naturaleza humana.

Eva Perón sigue siendo el espectro del gran capital que hace negocios en la Argentina. Pero también es signo, como me dijo una compañera militante, de todo lo que nos puede pasar cuando dejamos de invocarla, cuando dejamos de dedicar el cuerpo y el alma a su causa. No alcanza con la sociología del votante en esta hora argentina; hay que entregarse al mito, para transformar en “día maravilloso” lo que otros consideran aberrante. 

Autores

  • Matías Farías

    CABA
    Dr. en Filosofía (UBA). Docente de grado en UNPaz y UCES y de posgrado en UNIPE. Asesor en la Dirección de Educación para los DDHH, Género y ESI del Ministerio de Educación de la Nación. Asesoró a la Televisión Pública, el Centro Cultural Kirchner y el Museo Malvinas en temas históricos y educativos.

  • Damián Lluvero

    CABA
    Nació en Mendoza. Es diseñador gráfico y trabajó como director de arte en agencias de publicidad y medios de comunicación. En su cuenta de instagram @pint0rcito ilustra y cuenta historias desde el humor y la nostalgia.

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