“Y a través de la sortija, ella lo convirtió
En un caballo que gira y gira a su alrededor
Tanto girar, girar es un defecto
Tanto esperar, esperando que se haga realidad
Él se pasa girando sin parar
Nada es perfecto”
Charly García
El futuro que se avecina se percibe, en términos generales, como algo oscuro para el conjunto de la sociedad argentina. Pero parte de lo engañoso de la dinámica está en los tiempos en la que se conjuga. La larga agonía de la crisis hace que la excepción se transforme en la regla, deslizándose por debajo de los razonamientos y, en ese mismo desliz, invisibilizándose. La larga duración de la crisis diluye el impacto de la crisis, introduciendo también la idea de un momento de colapso o de catástrofe al que todavía, se supone, no se ha arribado. Esto explica, en parte, el pragmatismo sobre el que se funda la resignación del activismo anti-Milei: solamente tiene sentido militar para evitar la catástrofe, si es que ésta todavía no ha sucedido.
No se trata de negar la potencial existencia de catástrofes en tanto momentos concretos y agudizados de la crisis como podría ser, por ejemplo, una hiperinflación, sino de ubicarla dentro de la larga duración de la crisis. Esto no implica, solamente, ser capaces de realizar las pertinentes conexiones económicas y políticas entre crisis y catástrofe, sino que también requiere de una perspectiva que no reduzca la crisis a la catástrofe. La paradoja de la militancia que apuesta por salvar a la sociedad de la catástrofe en un ballotage se halla en que la catástrofe está siendo, para la percepción de la sociedad, ahora mismo todo el tiempo. Se devalúan los salarios mientras la militancia explica por qué hay que votar contra quien viene a “destruir derechos”. Derechos que, en muchos casos, no son siquiera conocidos por amplios sectores de la clase trabajadora argentina.
El lugar subjetivo
Casi ningún militante kirchnerista hubiera aceptado hace unos 13 años que, dos años después, iba a terminar militando un 2015 de “Daniel Scioli presidente”. Pero una vez más, el conjuro peronista era pronunciado, y la armadura de pragmatismo aparecía para cubrir la resignación de la militancia por el motonauta devenido candidato. La militancia se preparaba para un gigantesco giro subjetivo: militar a quien esa misma militancia había elegido como su enemigo interno. De la disputa con Scioli a poner la mesita a regañadientes. La magnitud del vórtice y la posibilidad de un «fin de ciclo kirchnerista» se llevó puesta incluso a una izquierda que había surgido de la particular alquimia del autonomismo 2001 y el ciudadanismo militante del conflicto con el campo del 2008. Las organizaciones que formaron parte de la campaña «Macri Jamás, No Nos Da Lo Mismo», que tuvo lugar tras los resultados de las elecciones generales de 2015, cuando era inminente una victoria macrista en la instancia del ballotage, empezaban sin saberlo su lenta integración al kirchnerismo. El cuco: Macri, que «reordenaba la cancha» para propios y ajenos.
Casi ningún militante kirchnerista hubiera aceptado hace siete años, en el 2016, que en solamente tres años estaría militando la candidatura de Alberto Fernández. Además de jefe de campaña de Florencio Randazzo en las elecciones de 2017, Fernández venía de romper con el kirchnerismo en uno de sus momentos definitorios en términos identitarios: la crisis del campo del 2008.
Nuevamente, el kirchnerismo terminó encolumnándose -dedo de Cristina Kirchner mediante- tras la figura de «Alberto», quien pasaba de ser un traidor ligado a los «cipayos intereses de los agroexportadores sojeros» a simpático bigotudo progresista afín a las luchas feministas por la ampliación de derechos. Esta vez, la militancia giraba al pragmatismo posibilista, pero lo hacía con alegría, una alegría que se derivaba de la posibilidad concreta de sacar a Macri y dar fin a cuatro años de «neoliberalismo», pero que también esquivaba la camaleónica trayectoria de su nuevo “Capitán Beto” progresista. Alberto al gobierno, Cristina al poder. Vuelta del asado y relanzamiento de la inclusión por consumo y del crecimiento con inclusión.
El nuevo giro subjetivo tenía también su propio cuco. No ya la victoria del «neoliberalismo», sino su profundización: cuatro años más de Macri. Quienes militaron tímidamente el “Macri Jamás” del 2015 terminaron deglutidos por el «Macri Jamás» del 2019, con el que se incorporaron a la coalición peronista las organizaciones de Juan Grabois y el Frente Patria Grande. Gracias a la «jugada maestra» de Cristina, el peronismo recomponía su unidad absorbiendo casi todo lo existente, desde el Frente Renovador de Sergio Massa hasta la liga de gobernadores.
Casi ningún militante del oficialismo hubiera aceptado, a inicios del 2019, que solamente en cuatro años estaría militando la candidatura de Sergio Tomás Massa. Al igual que en el 2015, el giro subjetivo constó de dos movimientos. Todo indicaría que una primera resignación que buscaba evitar la catástrofe de la “vuelta del neoliberalismo”, integrada por duros (Massa es el “candidato de la unidad”) y acompañada parcialmente por «críticos» a través de la colectora graboisiana, (primero se “vota con el corazón” y después se acompaña) está dando paso a una segunda resignación, fundada sobre la premisa de evitar una nueva catástrofe: la victoria de la ultraderecha.
La historización nos aporta, en tanto práctica teórica, una manera concreta de visualizar lo que cambia y lo que remanece. Lo que a primera vista puede ser dictado por la urgencia, por la aplastante «verdad» de lo inmediato -«es así, te guste o no»- puede ser críticamente revisado a través de la sencilla práctica de historizar. La historia introduce dentro de la práctica política la reflexión de la experiencia y de lo aprehendido. Permite contrastar la agencia de los autopercibidos sujetos con los límites de la estructura. La política, en tanto esfera específica de la realidad, tiene la mala costumbre de explicarse y justificarse a sí misma. El giro subjetivo, dicen los que giran, es consecuencia inevitable de la sagrada tarea de evitar las catástrofes. El castigo de los dioses a Sísifo consistía en tener que arrastrar una y otra vez una enorme roca hasta la cima de una montaña a la que, cuando Sísifo arribaba, descendía nuevamente. Sísifo, al menos, era consciente de su castigo.
El «que se vayan todos» por derecha
Durante el último tramo de su campaña, Javier Milei recorrió distintos sectores de la Argentina evocando una vieja consigna de las izquierdas del 2001: «Que se vayan todos». En una entrevista reciente, Milei explica que el crecimiento del voto liberal dentro de las villas y los sectores populares se debe a que el liberalismo es en realidad la ideología que permite la emancipación de los oprimidos. El candidato de La Libertad Avanza llama a romper con el «prejuicio» de que el liberalismo es elitista y se angustia cuando lo comparan con Hitler.
El kirchnerismo construyó a espaldas del 2001, el grado 0 de la crisis al que jamás había que volver. Milei logra sorprendentemente, al mismo tiempo, reivindicar a Cavallo y el “que se vayan todos”. No se trata de la obvia inconsistencia lógica de semejante proposición; se trata de lo que subjetivamente subyace tras ese cruce.
La paradoja de estas elecciones es que, dentro de los núcleos duros politizados, los subjetivamente resignados fueron a votar el rostro progresista del ajuste, mientras que los subjetivamente enojados fueron a votar su rostro más brutal. Desde ahí, cualquier diálogo está quebrado a priori. La “renovación” de la casta política se estaría dando bajo la conformación de una nueva casta que se enuncia a sí misma como la anticasta. En estas elecciones podría cambiar hasta la conformación del Senado, cámara que supo ser, debido a la propia maquinaria electoral de la democracia argentina, propiedad exclusiva del peronismo. La “grieta”, la oposición que explicaba la dinámica de la política representativa desde 2008 hasta ahora, colapsa. Y, con ella, colapsan el peronismo y la oposición.
El pueblo y la chusma
Los sustantivos que sirven para enunciar a la multitud en la política están inevitablemente cargados de sentidos. A diferencia de los griegos, que solo contaban con “Demoi” para referirse a pueblo, la oposición clásica que la política moderna adopta proviene del latín: populus y plebs. Mientras que populus es traducido como “pueblo”, plebs remite a la plebe; la clase social romana que era libre -no esclava-, pero qué también lejos estaba de los patricios: campesinos pequeños propietarios, artesanos, comerciantes. La plebs era despreciada por Cicerón y los elitistas, y era al mismo tiempo la base política de los populistas: los Graco, los Julio Cesar, los Mario. En las distintas filosofías políticas modernas subyacen caracterizaciones en las que la multitud aparece, según las concepciones elitistas, como la chusma y la muchedumbre o como una fuente en sí misma de sabiduría.
Las interpretaciones horrorizadas ante el 30% de Milei en las últimas elecciones oscilan entre ambos polos. Enunciados del estilo “el pueblo nunca se equivoca” chocan contra un “cómo puede ser que hayan votado esto”. El problema de estas interpretaciones es que se pone el carro por delante del caballo. Explicar y justificar son dos operaciones conceptuales distintas y ambas parten desde la justificación antes que de la comprensión. La multitud vota y por lo tanto resulta verdad que Milei es su “interés inmediato” vs. cuando la multitud vota lo hace a través de una “falsa conciencia” que no representa sus intereses.
Dichas dinámicas no dan cuenta del carácter representativo de la democracia, o directamente, de la no inmediata derivación de la política respecto de la sociedad. Dicho de otra forma, no existe correspondencia directa entre representación e interés porque no existe correspondencia directa entre sociedad y política, sino que la política es más bien la forma compleja y contradictoria a través de la que la sociedad reproduce su conflictividad latente. Eso no significa que la política carezca de bases materiales, sino que la relación entre base material y política no se reduce a una mecanización insulsa. Retomando el apartado anterior, solamente la política es capaz de compatibilizar algo tan incompatible como Cavallo y el 2001.
Por qué la gente vota lo que vota escapa a si “el pueblo” se equivoca o no, de la misma manera que el 30% de Milei no equivale a que un 30% de la sociedad esté de acuerdo con privatizar la educación y la salud. Pero aún sin existir una correspondencia inmediata, el 30% de Milei tiene un impacto directo sobre la sociedad, impulsando el péndulo del debate público hacia posiciones derechistas. La elección corre el debate público a la derecha, generando efectos sobre esa misma sociedad, sin que los resultados de la elección signifiquen transparentemente lo que la sociedad piensa. Es por eso que señalar la gravedad de que Milei obtenga ese apoyo no equivale a hacer una lectura elitista ni tampoco a una evocación del voto calificado. Desde un punto de vista meramente sociológico, puede pensarse que la progresiva degradación de la democracia social keynesiana del siglo XX fue acompañada también por una progresiva degradación de los niveles educativos, de las condiciones de vida y del debate público en sí mismo: degradación de las condiciones de vida e idiotización de la sociedad se dan en un mismo movimiento, mientras que la degradación aumenta al mismo tiempo la desconexión entre sociedad y régimen político.
De estas elecciones puede concluirse una cosa: hay una cada vez más gigantesca distancia entre lo que se vota y lo que se hace, como los resultados de Jujuy evidencian. Es Milei -y no la izquierda- el que capitaliza electoralmente en la provincia en la que el rechazo y la voluntad de lucha contra el ajuste llegó durante los últimos meses a sus máximos niveles. La sociedad jujeña salió a cortar rutas y, al mismo tiempo, votó a quién acusaba a Morales de tibio por su falta de dureza a la hora de reprimir los cortes de rutas.
Portada: El Cartel de Suarez