Crónica
De saunas y teteras
Nunca vi conejos en una calesita
Por: Carlos Andrés Álvarez, Lu Libertina
Carlos visitó por primera vez un sauna y se obsesionó con él, le escribió poemas, un cuento de terror y obligó a sus amigos a que lo acompañaran. En el sauna todo es directo, hay ternura y anonimato. ¿Por qué si nos gusta tanto el sexo damos vueltas y vueltas en las aplicaciones de citas?, se pregunta el autor.
febrero 14, 2024

Conozco muy pocos taxi-boys. A los 12 años, después de que un amigo de mi padrillo me violara, tuve mi primer contacto con el intercambio de sexo por dinero y/o regalos. Entendí desde ese momento (y lo comprobé en mi temprana adultez) que la prostitución de nosotros, los putos, no es tan prolífica. Yo me dí cuenta que no era lo mío. Ni pagar por un cuerpo ni ser bien remunerado por mi agujero. Definitivamente no es mi morbo y estoy completamente seguro de que tampoco lo es de la mayoría de los trolos a no ser que seas un suggarbaby en busca de un cincuentón adinerado capaz de cumplir todos tus caprichos o un idiota que cree que los heterocuriosos por quinientos pesos existen. En Grindr, SpyGuy, Tinder, Hornet los taxiboys escasean. Si bien hay muchísimos decapitados casi todos los que están en esas apps buscan lo mismo de manera gratuita: sexo duro y sin asco. 

Sin embargo, la mayoría de las veces los deseos no se concretan. La calentura es disfrutable de la misma manera que Garcilaso de la Vega comprendía al amor: mientras más sufro por no obtener lo que quiero, más me gusta. Los jinetes sin cabeza piden fotos de absolutamente todos los ángulos, quieren saber tus horarios, si tenés lugar disponible, si lo vecinos pueden llegar a escuchar, si tenés lubricante y preservativos (sí, en plural); son investigadores profesionales que tantean un terreno que nunca llegarán a conocer simplemente porque no quieren. 

Al primer “Venís entonces? Te espero?” dejan de contestar o peor aún te bloquean no sin antes sacar captura de todas las fotos en pelotas que les enviaste. Estereotipar a los putos es decir que somos promiscuos, que vivimos pensando en pijas y en dónde y cuándo comerlas. Cuando se estereotipa a las lesbianas no se habla de sexo, lo mismo con los bisexuales, pansexuales, etc. Los conejos desquiciados somos los putos. Y, si bien me opongo rotundamente a esta estigma debo reconocer que una obsesión por el sexo en los machos hay. En las aplicaciones de ligue, en los boliches de Palermo hay machos hambrientos. En la reserva ecológica, en los baños de Constitución hay machos hambrientos. En las marchas, en los sótanos, en las universidades, en el agua de los panchos hay machos hambrientos. En este preciso momento, mientras escribo este texto hay varones cogiendo en algún rincón, muy posiblemente en algún lugar a la vista de todos. Porque así somos los putitos, y en este morbo sí me encolumno, nos gusta mostrar la piel en todas partes, ser exhibicionistas, recibir fueguitos en Instagram por una foto del duraznito recién depilado, ser parte de una comunidad voyeur, exhibirnos como carne de primera calidad. No pretendo hablar de las puti fotos y lo masivo en redes, como decía mi tía Susana “cada uno que haga de su culo un florero y lo llene con las flores que más le guste”. 

Lo que me intriga saber es ¿por qué si nos gusta tanto el sexo damos vueltas y vueltas como en una calesita en las aplicaciones de citas?, ¿por qué nos exponemos públicamente para chupar una verga en un baño sucio de una estación de tren en hora pico? Podría seguir haciendo preguntas y conjeturando hipótesis pero no soy antropólogo ni psicólogo para entender, por ejemplo, porqué los hombres heterosexuales tienen un homoerotismo permitido que los vuelve ciegos cuando dos chabones se están tocando los pitos en los mingitorios de al lado. A nuestra generación (la que considera a Lady Gaga como reina del Pop y no a Madonna) la tildan de primar la inmediatez y la virtualidad. Me animo a afirmar que la categoría “sexo” no juega siempre bien con estas dos ideas juntas. No por lo menos con los putos. 

La primera vez que fui a un sauna me reí mucho. Fui con mi novio, me divirtió ser ofrecido a los hombres. No me miraban a mí, miraban a los ojos a mi novio, que me sostenía por la cintura y el culo, pidiendo permiso en un gesto casi imperceptible. Varios osos me tocaron mientras era besado, chupado, comido. Esa tarde terminamos haciendo un cuarteto en un cuarto muy oscuro con un pelado musculoso con barba (muy lindo) y un flaco al que le olía muy mal la boca. Un día después de esa experiencia descubrí mi cuento favorito de mi diosa personal, Mariana Enríquez. El cuento se llama “Entre hombres” y, hasta ahora, sólo está publicado en una antología perdida y descatalogada: En celo. 

Desarrollé una obsesión por el lugar, escribí poemas, un cuento de terror y obligué a mi mejor amigo a que me acompañara. La entrada del sauna es discreta, no parece para nada un cogedero. El hall de entrada tiene un sillón (donde una noche encontré a un policía durmiendo) para esperar hasta que el recepcionista te permita entrar. La entrada cuesta setecientos pesos y se abona únicamente en efectivo (claro, hay que cuidar la clandestinidad e ilegalidad del lugar). Después de que el recepcionista de barbita prolija abra la puerta con un timbre, uno se encuentra con habitaciones llenas de lockers, espejos y hombres usando nada más que toallas de la cintura para abajo. El compromiso con la desnudez está desde el vamos. Todos muestran sus torsos y piernas menos el chico de la barra (con el que nunca pegué buena onda) y los chicos que van de acá para allá limpiando los chorros de leche derramados en el piso, paredes, sillones, camillas o ajustando la temperatura del jacuzzi. El establecimiento es un espacio amplio. Pasando la barra y el sector de peluquería (nunca vi que nadie se cortara el pelo ahí y eso que el corte cuesta quinientos pesos) están las duchas compartidas a la derecha y los saunas a la izquierda, uno húmedo lleno de vapor, olor a sales y, a veces, caca; y uno seco dónde sentí estar viviendo el infierno mismo. Al final del pasillo hay más lockers y el primer laberinto. Ya hablaré de él más adelante. Arriba de este, solapado (montado mejor dicho) hay otro laberinto menos utilizado y por lo tanto más aburrido. Frente a la barra (antes de comenzar con el pasillo de las duchas y los saunas) hay una escalera que lleva al segundo piso: sector de fumadores, reposeras a las que les llega el sol por el techo de vidrios traslúcidos, un jacuzzi en medio de este predio (mi lugar favorito) y hacia el fondo una sala donde pasan películas de TNT (siempre me llamó la atención encontrarme hombres sentados en este espacio) y tras una cortina azul marino una habitación, bastante amplia, con sillones de punta a punta, un espejo que ocupa toda una pared y arriba una tele pasando pelis porno ininterrumpidamente. Ese es el tour, un lugar maravilloso ¡por sólo setecientos pesos! 

Todas las veces que fui había hombres. Todas. Fui en feriados, en días de semana, domingos, tardes en las que parecía diluviar. Siempre había alguien. Pero el sauna es idéntico a una búsqueda de Pascuas: hay que buscar los huevos que uno quiere comerse porque están escondidos. Las dos primeras veces que fui me dejé guiar por la experiencia de mi novio que ya había ido varias veces antes que yo. A partir de la tercera acordamos separarnos y por suerte yo ya entendía los códigos. Todos estábamos en pelotas pero no en todos lados se podía ponerla. En la barra no pero en medio del vapor del sauna sí. En el jacuzzi no pero la oscuridad de los laberintos sí. Los hombres deambulan por los pasillos, se hacen miradas, caminan lento y seguros como felinos: panteras, tigres, leones hambrientos. Yo me siento un gatito, me gusta contornear el orto para que se fijen en mí. Me encanta, sobre todo, esperar a que el predio del jacuzzi se llene de fieras para dejar caer mi toalla y zambullirme en el jacuzzi como un ser mitológico. Las miradas rogando por romper mi ojete.

¿Cómo se puede preferir una app a esto? Nunca vi a ninguno de los hombres del sauna en Grindr. Y es que ¿por qué tener que soportar las interminables preguntas de un anónimo cuando se puede arreglar un polvo con tan sólo unos gestos corporales? ¿por qué uno elegiría pagar quinientos pesos por un paqui impotente o precoz si por setecientos pesos uno puede atragantarse con cuatro vergas diferentes al mismo tiempo? No soy habitué de los baños de Constitución o Retiro pero la dinámica es casi la misma, unos guiños, un movimiento de muñeca y a los bifes. Todo esto me lleva a pensar que el código de las apps, la supuesta inmediatez al ligar es en realidad inmediatez para boludear. En las apps todos se observan estáticamente: las mismas fotos, los mismos avatares y perfiles todos los meses. Pocos se animan a concretar algo. Hay más posibilidades de fornicar en la tetera del cementerio de Chacarita que en las apps de ligue. Algunos se ofenderán y dirán que es una cuestión de morbos. Que les gustan los hombres de trampa por la aventura. Que estas presas comprometidas sólo se encuentran en los perfiles sin fotos de las apps. O tal vez dirán que sólo están en las apps para conocer personas porque de otra manera no puede hacerse. Pero no es así. Los tapados, los sin cabeza también son vuelteros en las apps. En las teteras, en los saunas no. 

Una tarde mientras me relajaba en el jacuzzi se acercó Cristo. Ya lo tenía fichado de otros días, era cliente frecuente como yo. No me gustaba, era demasiado musculoso para mi gusto. Me preguntó si se podía meter conmigo al agua y le dije que sí. A mi lado había un flaco pelado con los ojos cerrados pero Cristo pareció ignorarlo, me hablaba a mí. Al toque me sacó charla y yo, que no soy ni lenta ni perezosa con un par de birras encima le seguí la charla. Me contó que era profe de Biología y le dije que yo lo era pero de Lengua y Literatura. A partir de ese momento hablamos de cargos, de directivos, de lo complicado que es hacer que los chicos se enganchen, de nuestros escritores favoritos (le dije que para la próxima vez que nos viéramos debía haber leído algo de Mariana Enriquez), de perspectivas pedagógico-didácticas, de su hijo que tiene mi edad, y de muchas cosas más. Todo esto mientras nuestros penes flotaban en el agua tibia. En medio de las risas y los tragos de cerveza el pelado decidió levantarse. “Pobre, lo atormentamos con la charla.” dijo Cristo. “No, para nada. Yo soy psicólogo y me encanta lo que están hablando.”, lo invitamos a quedarse a los gritos y volvió a sentarse. Nos contó que odia a los psicoanalistas de Argentina (con eso me cayó bien) porque todos sólo conocen a Freud. Hablamos del conductismo, de la Gestalt, de cómo había dejado a su hijo en Ecuador, cómo en su país una dosis de Paracetamol durante la pandemia se había convertido en un lujo (cuando viajó no llevó souvenirs, ni remeras de la selección, llevó blíster de Ibuprofeno y Tafirol), de lo difícil que era asumirse como homosexual en sus pagos. 

Me levanté a buscar una cerveza a la barra y cuando volví se había sumado a la charla un osito brasilero, al cual no le entendía mucho (seguramente por la borrachera) pero coincidía en sus reflexiones sobre la familia, y las terapias de pareja. Se podría decir que sin darnos cuenta, estábamos teniendo una cita triple. Nos conocimos, compartimos tragos, nos vimos en pija y prometimos volver a encontrarnos. Un vago le hizo ojitos al psicólogo y después de despedirse con un beso, salió, se puso la toalla alrededor de la cadera y se fue siguiendo al chabón que ya bajaba las escaleras. Con Cristo seguimos hablando un rato más. Me contó que se había asumido como gay hacía poco pero que visitaba el sauna desde antes que yo fuera legal. Me preguntó si conocía LavalleVip, un cyber a cuadras del teatro Colón. Le dije que no, que me las daba de cancherito pero que en realidad tenía poca calle. Me contestó que ese lugar se llenaba de oficinistas a eso de las cinco de la tarde. Que el cyber estaba abierto 24 horas y no pude no pensar en las apps. El cyber rebalsado de machos con ganas de deslecharse a cualquier hora y siempre encontrando una trinchera donde hacer guerra. Las apps llenas de machos conectados a cualquier hora incapaces de coordinar un encuentro. 

“En 2019, si mal no recuerdo, cerraron un sauna muy importante de acá de Buenos Aires. Se corría el rumor que algunos tipos importantes iban de visita ahí” Sabía de qué me estaba hablando, del spa Colmegna, destruido por una obra del subte. ¿Cuánto tiempo llevaban vivos estos espacios? El porqué siguen llenos de varones creo que es bastante obvio. No puedo no pensar en el libro de Val Flores “El sótano de San Telmo”. Un espacio de encuentro para lesbianas que funcionó durante la última dictadura cívico militar argentina. Mientras las lesbianas se reunían para hacer obras de títeres, los putos se encontraban (seguramente) en espacios como este para sacudirse las nutrias. Esto es un capricho del estereotipo, no tengo información para asegurar esto que estoy diciendo pero aún así me arriesgo. Cristo me contó que el lugar ahora estaba lindo y cuidado pero que hacía unos años era un desastre. “Podías ver las ratas caminando por este techo de vidrios” “¿Y se cogía igual? A mí me daría asco” le contesté. “Siempre se cogió acá. A veces cuesta un poco encontrar a alguien que te guste pero siempre hay. Hoy me tiraron la goma tres veces. Y me parece que voy en busca de una cuarta” Nos reímos. Ví que un flaco lo pispeaba desde una reposera, se despidió, le dije que me había encantado charlar con él. Cristo me respondió “A mí también, hijo. Nos vemos pronto.” 

En el sauna también había ternura. Y también había anonimato. Si uno no quería mostrarse en tarlipes como yo podía ir directamente a los laberintos: espacios oscuros llenos de pasillos y cabinas con camillas. La falta de luz invita a tocar y ser tocado. El consentimiento se da de manera muy simple: si querés ser tocado te dejás y listo, sino corrés despacio la mano ajena y asunto terminado. Casi nadie cierra las cabinas, esta es una invitación a sumarse desde lo corporal o desde la mirada voyerista. En ese lugar los gemidos llegan de todas partes, puede sentirse el olor a sudor y semen. Pienso en las vueltas de las apps y en lo directo que son los hombres en estos lugares. Si la búsqueda en ambos espacios es el placer ¿por qué la supuesta espontaneidad de la virtualidad es más parecida a una calesita que a una invitación a coger? Hay algo atrapante en el sexo entre hombres: esa hambre en la entrepierna que nos lleva a lugares oscuros me fascina. Quizás sí somos conejos desquiciados. Y nunca vi conejos en una calesita.

Autores

  • Carlos Andrés Álvarez

    Buenos Aires
    Profesor de Educación Secundaria en Lengua y Literatura. Cursa la Licenciatura en Artes de la Escritura en la Universidad Nacional de las Artes y la Licenciatura en Letras en la Universidad Nacional Arturo Jauretche. En agosto de 2023 publicó su primer poemario “Hombres que todavía recuerdo”.

  • Lu Libertina

    Mendoza
    Ilustradora , historietista y música. Trabaja como freelance y dando clases de dibujo. Adicta a las aceitunas verdes y al yogurt de frutilla.

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