Artículo
Inspiración, reflexión y presente de un filósofo
Tomás Abraham entre el rigor y la fiesta
Por: Mariano Pacheco, Juane Lemos
¿Cómo contar una vida? ¿Cómo sintetizar 40 años dedicados a la filosofía en todos sus aspectos? Tomás Abraham cumplió 76 años y regresó a la escena con la publicación de Diario de un abuelo salvaje, una obra distinta a sus anteriores. Mariano Pacheco parte de escenas, tensiones e ideas para acercarnos a Abraham y a su recorrido filosófico.
octubre 11, 2023

¿Cómo definir a Tomás Abraham? Bisagra, tensiones, invenciones, voz propia, oficio, filosofía son algunos de los términos que podrían ayudarnos a realizar una aproximación a la figura de este hombre que este año volvió a la escena con la publicación de Diario de un abuelo salvaje, y que a sus 76 años descubre lo productivo que fue para él dejar de estudiar y de dar clases, y escribir un libro diferente a los treinta que publicó anteriormente, topándose con una vitalidad que quizás sólo el quehacer filosófico le podía dar; ese con el que se encontró hace 60 años, y que hace 40 convirtió en parte central de su vida.

Es que para 1983 Abraham tenía 37 años y si bien había estudiado filosofía en Francia y viajado por algunos lugares del mundo, su vida estaba aún más vinculada con la tradición paterna del negocio textil (producción de medias) que a la filosofía. Sin embargo, durante los últimos años de la dictadura, había coordinado algún grupo de estudios al que asistieron personas que serían claves en la reorganización de la currícula de la Universidad de Buenos Aires en los años por venir. Esas circunstancias, sumado a un intenso trabajo terapéutico, lo llevaron a empezar una nueva vida cuando estaba por ingresar en la cuarta década de existencia. 

En 1984 fundó el Colegio Argentino de Filosofía, espacio que dirigió hasta 1992, y la Cátedra de Filosofía en el Ciclo Básico Común (CBC), donde de la mano de dos de quienes considera sus “maestros”, Friedrich Nietzsche y el italiano Giorgio Colli, y otros autores como Jean Pierre Vernant, gestó un novedoso modo de acercarse al universo espiritual de la polis griega, de la que emerge esa filosofía que luego Nietzsche se propone derribar a martillazos para abrirse paso hacia la creación, senda que recorrerá también ese otro “héroe” de Abraham, Michel Foucault, a quien en esos acalorados días de la “primavera democrática” argentina introdujo en las carreras de Psicología y Arquitectura de la UBA, donde también empezó a dar clases. “Decía Marx, en plena clase, para comprobar si efectivamente no había censura”, comenta en uno de los capítulos de “Mis libros”, el ciclo virtual de entrevistas realizadas por Gustavo Romero y editado por Valeria González que está subido al canal que el filósofo tiene en Youtube. Allí cuenta lo raro de esa situación que se vivió en 1984, llevando adelante actividades que tan sólo un año antes eran impensadas.

No tolerar la decadencia

Entre los años 93 y 95, Tomás Abraham se dedicó de lleno al proyecto de la revista La caja, que contó con un total de diez números. Para entonces ya era un personaje conocido, en una década en la que publicó varios libros y apareció su nombre en la columna de varios medios de comunicación, desde El porteño hasta la revista de cine El amante. Desde entonces no paró más: su vida fueron los libros que escribió, que dan cuenta de la buena cantidad de cosas que leyó; las clases, charlas, conferencias y entrevistas que dio; las intervenciones que realizó en el escenario público nacional. Por lo que estos últimos 40 años son para él, también, las primeras cuatro décadas de su segunda vida.

En su novela La dificultad, en la que ficcionaliza un poco su propia historia, da cuenta desde el título mismo de una posición filosófica ante la vida. El recorrido es estremecedor e inspira a sobreponerse a los obstáculos que la existencia impone. Abraham, el intelectual público que hoy conocemos, el que habla con pasión y cuando empieza a desarrollar un tema parece no poder parar fue, sin embargo –hasta bien entrados sus treinta años– ¿Tomás (ito), el muchacho reservado que trabajaba a disgusto en el negocio familiar junto a su padre; el tartamudo, el que había estudiado filosofía en el extranjero pero no llevaba adelante una vida filosófica en su país (estuve tentado de escribir “natal”, pero en rigor, Abraham –al igual que sus padres–, nació en Rumania). Así que enseñar y escribir filosofía implicó para él sortear toda una gran dificultad, cuestión que definió sus formas de entender esa práctica que caracteriza como un oficio y que implica no tolerar la decadencia de las personas ni de los procesos.

Quizás por eso, en tiempos de pulverización de la palabra, ya sea por su relevo al mando de la imagen, o por su degradación en términos cuantitativos y cualitativos (la utilización de un vocabulario cada vez más restringido, en cantidad de palabras y en riqueza de términos), Abraham sostiene la insistencia en el trabajo riguroso con ella, no sólo en formato oral: se lo puede ver en numerosos videos y programas de televisión y escuchar en diversos programas de radio y podcast, sino también –fundamentalmente– en el registro escrito, en columnas periodísticas, y sobre todo –algo que hoy parece una quimera– en textos impresos de grandes extensiones y profundidad en sus sentidos.

Filosofía y menemismo: la contraopinión

“Si la filosofía enseña algo es a no callar lo que se piensa, a no tener miedo a quedar sólo”, sostiene Abraham, para quien la filosofía puede ser una práctica que incite a la juventud a estudiar los problemas del país y su historia, para forjar figuras de intelectualidad que contribuyan a fundamentar el tipo de Argentina que se quiere.

En Abraham la rigurosidad para abordar perspectivas filosóficas, implican el mismo trabajo que escribir una investigación o producción que tenga que ver con cuestiones de la historia o el presente nacional. Así es como abordó autores como Nietzsche o Foucault, fenómenos televisivos argentinos del tipo Polosecki, Juana Molina o el programa Cha Cha Cha. “El menemismo fue muy estimulante en términos culturales”, comenta. Y agrega: “porque le importaba un huevo la cultura, ya que para el menemismo la cultura era jugar al golf o al fútbol o al básquet, y mostrar minas en tetas. Entonces la cosa fluye por otro lado”. Son esos años, sostiene, cuando la TV se transforma en “poder pastoral” y los periodistas devienen “referentes morales”.

Pero ese nuevo paradigma no puede ser pensado sino a la luz de la economía, y por eso cuenta que no se quedó en la “crítica cultural”, sino que buscó indagar sobre los valores del nuevo capitalismo global, y cómo se imponían en un país periférico como la Argentina, desde las transformaciones más visibles que él podía detectar –por ejemplo– observando el negocio familiar: pasaje de las medias de hilo que se usaban para los estudiantes que asistían a las escuelas con zapatos y guillerminas, a las medias y zapatillas deportivas que empezaban a llegar al país vía importaciones; hasta el lenguaje corriente en el que el empleado es desplazado por el cliente.

Esa pasión por la búsqueda de pensar los problemas nacionales y escribir sobre ellos, publicando varios libros con ese objetivo, lo llevaron con los años a introducir la dinámica en sus clases universitarias de introducción a la filosofía, haciendo que los estudiantes leyeran los diarios y trabajaran sobre temas que los hicieran pensar en base a un proceso de investigación y lectura de temas más generales, no necesariamente –y de manera directa– filosóficos. Era una forma de promover lo que denomina la contra opinión: introducción de la pregunta sobre cómo se informa una persona en el mundo contemporáneo, atravesado por religiones o ideologías que encaminan las vidas en una sola dirección, con medios de comunicación hegemónicos que pertenecen a grandes corporaciones. Entonces, buscar la información en distintos lugares para hacerse de la propia opinión, resulta fundamental para poder construir el propio pensamiento como autodidactas.

Bisagras, tensiones, invenciones

Pensar es abrir horizontes, crear nuevos problemas, tener inquietudes, enfrentarse a dificultades, estar insatisfecho con lo que uno ya sabe. Pensar es estar contra toda creencia, ubicados en un vacío que puede generar cierto malestar pero que nos pone en movimiento, dice Tomás Abraham en una charla virtual que mantuvo durante la pandemia con el Colegio Abierto de Filosofía de Bolivia; en dicha charla enfatiza que la formación académica, incluso con profesores clásicos o tradicionales, es útil, porque ordena e informa. Pero es una preparatoria para la meta final, que es ser autodidacta, aclara: la formación de sí que hace un intelectual, una vez que tiene una base, porque luego debe lanzarse, buscar su propio camino, sus propios autores, su propia voz y escritura, su modo de enseñar, en fin, ser un autor de sus propias ideas. “Por lo tanto, el autodidactismo no es algo separado de lo académico. Es como diría Lenin: el último estadío del academicismo es ser un autodidacta”.

En ese camino, que él mismo recorrió luego de su formación en la “desordenada” universidad francesa post mayo del 68, haciéndose de una biblioteca propia con lo que considera sus autores fundamentales, Abraham no dejó de preguntarse ¿qué es una vida filosófica?, y en ese camino aparecieron nociones fundamentales como la de tensión e invención en filosofía. En ese sentido sostiene que estos temas –entre tantos otros– lo apasionaron en su quehacer intelectual, y fueron abordados durante años en los Seminarios de los jueves; temáticas de discusión que derivaron en textos publicados a veces en compilaciones y otras en libros propios. 

La idea de bisagra –dice– lo seduce en tanto la entiende como ese punto de unión de cosas separadas. En eso se inspira en Gilles Deleuze, para quien la filosofía es conectiva. “Para que el pensamiento esté vivo tiene que vincularse, salir de sí, ir hacia encuentros inesperados. Eso no quiere decir que no hay nada que explicar sino que el pensamiento va de una explicación a otra, hasta lo inexplicable. Para ello, argumenta, es preciso no escribir siempre sobre lo más afín, lo ya conocido, sino sostener tensiones con aquello que se estudia, se lee, se escribe. En ese sentido Abraham valora autores como Richard Rorty, de quien rescata su coraje para salirse de la propia tradición y buscar nuevos horizontes, o George Soros –un filósofo “fracasado”– en su búsqueda por preguntarse cómo vive un filósofo y qué implica contar una vida dedicada a la filosofía, más allá de las coincidencias o divergencias que se pueda tener con un pensamiento.

Escribir sobre lo que menos se entiende, aquello que nos crea un problema en su lectura, se transforma así en un eje programático para hacer filosofía.

Enseñar y aprender filosofía

¿Cómo definir a Tomás Abraham? Filósofo, escritor, docente, sería el mejor modo de acercarnos a quien ha entregado gran parte de su vida a tratar de pensar, sea al escribir un libro o columna periodística o al hablar en un aula, una sala de conferencias, un estudio de radio o televisión. Parece sencillo, pero vaya si esas actividades implican una gran dificultad. Es que no es fácil pensar, sumergidos como estamos en el reino de la opinión, de la facilidad y de la sordera que implica el sostenimiento de monólogos sin conversación. Pero en Abraham, para quien la filosofía implica problemas y confrontación de ideas, no parece poder llevarse adelante este oficio sin discusión: con quienes se ha leído, con quienes se charla.

Es que la filosofía requiere de momentos de polémica que no tienen por qué no ser amables y abiertos a la escucha. Algo de eso seguramente aprendió en la experiencia que sostuvo por veinte años: los Seminarios de los jueves en el Colegio Argentino de Filosofía, donde insistía en que asistencia y puntualidad eran los elementos centrales de algo que hace a la filosofía: una rigurosa disciplina. Pero no una disciplina entendida como subordinación, sino como compromiso con uno mismo. Allí, cada año, se trabajaba sobre un tema, del que todos los que participaban tenían que escribir, y exponer ante el resto, a sabiendas de que la única exigencia que Tomás les presentaba no era dineraria, sino de sostenimiento del espacio: si se empezaba no se podía faltar, ni abandonar para retomar luego. Esa continuidad requería estudiar, y luego, compartir con el resto los resultados de ese proceso de estudio (acentúo estudio, en el sentido de lectura con el plus de actitud activa frente al texto, siempre subrayado, comentado, interpelado en el mismo movimiento en que el lector, la lectora, es también interpelado por aquello que lee). Decir lo que se piensa, insiste Abraham, es parte del compromiso de estudiar. Porque hablar sobre lo que se ha estudiado contribuye a que cada quien pierda la vergüenza. Hablar incluso cuando al leer no se haya entendido nada. Eso sí: opinar no. “Para eso callarse la boca”.

Ahora bien. ¿Es posible que la filosofía se enseñe? Abraham está seguro de que se aprende, pero duda de que pueda enseñarse. Aprender es exponer y exponerse, es leer y escuchar, pero también hablar y escribir, recibir el comentario, la crítica de los otros, atravesar el nerviosismo de estar frente a un público. Y eso se aprende en un proceso compartido, no es que se reciba de un profesor o profesora. Por eso para él una cosa es el seminario o la escritura de un libro, y otra la clase. “La escritura es crear un cuerpo diferente al de uno, a diferencia de la clase, que está muy vinculada al propio cuerpo: la clase se va cuando nos vamos”. Es en ese sentido que aparece la dificultad de crear un cuerpo común entre el profesor y los estudiantes, porque sucede a menudo que los segundos se limitan a mirar y admirar al primero. Y de allí su preferencia por el trabajo en seminarios.

Encontrar la voz. Los maestros como héroes

Tomás Abraham insiste en que no hay que encerrar la palabra filosófica en la burocracia universitaria. Por eso, dice, él se fue a las cárceles, dio charlas por todas partes, escribió en diarios, se convirtió en un intelectual público (“para estar afuera”). Porque el discurso universitario, insiste, convierte la palabra en monografía, en palabra muerta. “Tenes que encontrar tu prosa, tu estilo, tu modo de expresión. Tenés que liberarte de todos los condicionamientos protocolares, de todos los referatos, de toda esa porquería. Tenés que encontrar tu voz y para eso tenés que salir afuera”. 

La filosofía así entendida, no es profesión, ni vocación, sino un oficio y eso requiere hacer bien un trabajo. “Somos aficionados de la filosofía”, cuenta que escuchó decir a alguien, alguna vez, en el Colegio Argentino de Filosofía. Y la idea le gustó. Como en Nietzsche, también aquí estamos frente a una concepción que entiende que la filosofía se hace, se practica. Y en ese hacer, dice Abraham, ha sido para él fundamental haber estado rodeado de gente muy creativa, como la del Seminario de los jueves, algunos que pidieron entrar, pero otros –enfatiza– él tuvo el mérito de buscarlos, más allá de si eran o no filósofos, porque lo importante para la filosofía no es un título sino la creatividad.

“Todo el mundo tiene su teoría. Es parte de la comedia filosófica. Como a Fellini, también a mí me gusta ver desfilar”, dice Abraham, para subrayar la importancia de la apertura de la filosofía hacia ese afuera que puede ser el cine, pero también, la fotografía (Sara Facio), la pintura (Antonio Berni) o los sonidos (Bob Dylan). “Todos héroes, no ídolos”, subraya. Y agrega: “porque los ídolos empequeñecen”.

De nuevo en sintonía con Nietzsche, Abraham cree que cuando un filósofo se transforma en un maestro, no obliga a nada (“con un maestro no hay deuda, hay gratitud”). Maestros como Sartre, Deleuze, Foucault, sobre quienes también escribió y que le permitieron abrir caminos.

Los maestros como héroes. No se busca ser como ellos sino lectores de ellos. Funcionan como alimento para escribir, dice: “yo los uso, los apropio, los capturo, los hago míos, los hago prisioneros de mi mundo. Y mi mundo es aquel que yo voy haciendo mediante la invitación de ellos mismos a ingresar a su mundo. Estamos hablando de libros y de escritores. Pero también están Herzog, el filósofo del cine, y otros cineastas”.

Lejos de los ídolos, pero también a distancia del sí y de las luces, Abraham concibe a la filosofía más cercana del No y de las sombras. “No pude empezar a pensar hasta dejar de obedecer. El es obediencia, el no es pensamiento para mí. Y las sombras, como en la caverna de Platón, es donde estamos todos. Pero tenemos a los grandes maestros que nos guían, porque han sabido leer las sombras, tarea que no es fácil”, comenta en uno de los episodios de la mencionada serie Mis libros.

La tarea puede parecer pesada, incluso sofocante. Pero Tomás Abraham se encarga de desmarcar este oficio de cualquier tipo de opresión. Y recuerda aquella experiencia que lo marcó de por vida: “En el Colegio Argentino de Filosofía estudiábamos mucho, pero también nos divertíamos. Organizábamos muchas fiestas, muchos bailongos, porque para nosotros la idea del banquete era una idea platónica que practicamos siempre: compartir de manera permanente ese entusiasmo y esa alegría por la filosofía”.

Autores

  • Mariano Pacheco

    CABA
    Escritor, investigador, periodista. Director del Instituto Generosa Frattasi. Coordina Cursos de Filosofía y Talleres de Escritura. Autor de los libros “2001. Odisea en el Conurbano”; “Desde abajo y a la izquierda”; “Cabecita negra. Ensayos sobre literatura y peronismo”; “Montoneros silvestres”; “Kamchatka. Nietzsche, Freud, Arlt”; “De Cutral Có a Puente Pueyrredón, una genealogía de los Movimientos de Trabajadores Desocupados”. Coautor de “Darío Santillán, el militante que puso el cuerpo”.

  • Juane Lemos

    CABA
    Papá de Amy y Timo. Desde muy chico dibuja caras y personajes. Estudió Diseño Gráfico (UBA) y es docente universitario y de la Escuela de Artes Visuales Antonio Berni. Trabaja freelance y co-dirige el colectivo de diseñadores ANG. Ilustra diseños y diseña dibujos.

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