El Karai Pyhare: el silbido americano
El Pombero o Karai Pyhare -traduzcamos: el señor de la noche-, el ser guaraní reordenador de la ley natural, espíritu de selvas o duende de distintas oscuridades (algunas ominosas o macabras, como aquella de dejar embarazadas a mujeres), protector de pájaros, «celoso» de los animales por la avaricia de los cazadores, aquel que con un silbido anuncia su presencia. Quien lo haya escuchado, dicen, no lo olvidará. El Pomberito, aquel que exige caña y tabaco a cambio de su amistad y protección, ahora, también oculto en las esquinas de los barrios de las grandes ciudades, sus descampados y cruces de vías, siempre peligrosos.
En las periferias urbanas y en las zonas rurales de la Argentina se multiplica un mundo narrativo relativo a los seres sobrenaturales: el Lobisón, el Alma Mula, el Pomberito, el Kurupí, la Luz Mala, el Yasy Yateré, la Llorona, el Mikilo. Los mundos indígenas repliegan a sus dioses, sus mitologías, sus héroes, sus ánimos a un exilio trunco: no se retiran del todo de nuestro mundo, tampoco perviven a la luz de la vigilia.
He escuchado hablar de estos seres trabajando en escuelas de lugares tan distantes entre sí como La Matanza y Posadas, Río Grande y La Rioja. Y no sólo a los alumnos sino también a docentes y auxiliares. Hace más de veinte años que investigo en escuelas y ahí, una y otra vez, me cuentan sus historias. Aclaro: no hay «pacto de ficción» en las narraciones sobre seres sobrenaturales. No hay willing suspension of disbelief como un recurso, digamos: el mundo textual y ficcional de los copetines intelectuales. El Pomberito existe, ¡¿qué duda cabe?! Repito: es parte de lo real, del orden cósmico, de lo que uno puede escuchar, vivir, experimentar. Por eso, el Pomberito vive en la oscuridad del monte y quien lo haya escuchado, como dije, ya no olvidará. ¡Yo no lo olvido! ¡Yo lo he escuchado! Más adelante contaré sobre esto…
Si fuera simplista, extremadamente simplista, y ahora quiero serlo, diría que el hombre urbano, el letrado, el pequeño burgués, digamos: el medio pelo, ya tiene su espíritu vacío -eso que Alfonsina Storni describió como la lágrima cuadrada en «Cuadrados y ángulos»- y no puede escuchar los ríos profundos que corren bajo las baldosas de las ciudades donde vive. ¡Qué va escuchar con tanto ruido, con tanto bocinazo, con tanto audífono, ese fluir continuo desde la cuenca del Amazonas y del pantanal del Mato Grosso al Río de La Plata!
El Pomberito y el marxismo-leninismo: dilemas sobre el imperialismo y las clases populares
Recuerdo ahora un debate que se dio hace algunos años en el Movimiento Popular Revolucionario Paraguay Pyahurã. Algunos de sus dirigentes, marxistas leninistas, pero sobre todo, comprometidos con la realidad del Paraguay, empezaron a discutir qué línea tomar en relación al Pomberito. Está muy bien porque un movimiento revolucionario debe tener línea sobre todo: el imperialismo, el Estado, el latifundio y, sin duda, el Pomberito.
Victor Delgado escribió en Ñandekuéra (2008) esta historia dando cuenta de las voces de sus dirigentes y militantes. El movimiento político creció entre las comunidades originarias y criollas de las diversas zonas rurales del Paraguay. Inevitablemente, la dirigencia empezó, entonces, a tensar sus postulados marxistas-leninistas con las opiniones de su militancia de base: ¿cómo abordar la creencia de seres sobrenaturales desde una óptica científica? Eris Cabrera, uno de los máximos dirigentes del Movimiento Popular Revolucionario Paraguay Pyahurã, reflexionaba sobre esta contradicción:
“Desde el punto de vista marxista, filosófica y científicamente, es incomprensible que existan los espíritus o las ánimas. Esa agregación a la materia de un componente inmaterial y esto mezclándose nuevamente con lo material, tan propio en las creencias populares…”
Pero, a su vez, todos quienes han vivido en el monte, en el campo, en sus fronteras de luz y sombra, han escuchado al Pomberito. Por eso el líder campesino agrega:
“Como materialistas dialécticos, por ahora, lo que llegamos a consensuar con nuestros compañeros es que existen sonidos típicos de lo que en el Paraguay se llama Pombero, que son sonidos que muchos escuchamos pero que carecemos de una explicación científica de lo que es.”
No crean que cito este documento con ironía. Respeto mucho a los movimientos campesinos que están en la frontera del fin del mundo: todo aquello que el capitalismo está acelerando para destruir lo poco que nos queda de comunidad, de amor al otro, de tierra, de vida digna. Lo cito porque, posiblemente, describe muy bien mi historia con los seres sobrenaturales. Esta tensión entre un programa intelectual maximalista y un mundo cultural que entiendo poco y mal.
Un Lobisón en el barrio
Entre el año 2005 y 2009 trabajé en un comedor comunitario del Arroyo del Gato de la ciudad de La Plata. Dictaba un taller de lectura y escritura junto a una colega (y gran amiga): Mariana Provenzano. Para todo lo que diré sobre los seres sobrenaturales, pero también para casi todo en mi vida, esta experiencia fue inaugural. Sin haber atravesado la puerta del comedor, hace dos décadas, hoy sería, sin duda, otra persona.
Durante esos años fui al Arroyo del Gato dos, tres, cuatro veces por semana, según las circunstancias. El barrio se extendía a orillas del arroyo homónimo, contaminado y anegado, donde aún permanecía, de fondo, hacia el Río de La Plata, la llanura pampeana, los talas que atravesaba marcial el sol en su caída, todas las tardes, sobre las sombras inmóviles de vacas pastando. En sus orillas, ocasionalmente, se encontraban tortugas y se podía vislumbrar hasta una liebre perdiéndose en el horizonte. El arroyo, que bajaba las aguas turbias de los desagües industriales, atravesaba al medio las casillas que se conectaban con precarios puentes; en su contrapunto urbanístico, hacia el sur, se veía creciente la ciudad de La Plata, con sus innumerables edificios que estrechaba el cielo visto desde esta perspectiva baldía. Allí se emplazaba el comedor al que asistían alrededor de treinta niños.
Un verano de 2006, encontré sus puertas cerradas con un gran candado. Desde una casa vecina, un hombre, sacando su cabeza por la estrecha ventana de chapa, me avisó que no había llegado la mercadería. Le agradecí mientras encaraba hacia la zona del barrio donde vivían los niños para, al menos, saludarlos. Ellos vivían a la vera del arroyo, a pocos metros de donde estaba. Ya de lejos los divisé, a unos ocho o nueve de ellos, en la puerta de la casilla de Marquitos. Cuando me descubrieron, comenzaron a gritar:
—¡Mariano, vení, apurate!
Algo «muy importante» había sucedido. Marquitos, que sostenía con una soga a su yegua, me contó, agitado, que había aparecido el Lobisón.
—Se zampó a dos gallinas del vecino, de ese, mirá.
Durante la noche, mientras dormían, un golpe contra la chapa fue acompañado por un gruñido monstruoso. La familia, sobresaltada, salió de la casa y encontraron el gallinero abierto. Por el oscuro arroyo, donde la luna rodaba en una breve luz, vieron al Lobisón escapando. A su vera había dejado a la presa: una gallina muerta «con los dientes marcados».
El Pomberito: de Montoya a la esquina del barrio
Hay una creencia relativamente extendida sobre la existencia de estos seres. He hablado, entrevistado, registrado cientos (sino miles) de experiencias. No sólo niños, desde ya. Jóvenes, adultos, de todas las edades, ¿qué decir? Acaso lo lea alguien y sea la primera vez que escuche sobre este asunto. Por el contrario, si un docente está leyendo estas líneas, me refiero a uno de una escuela donde haya alumnos de sectores populares, inmediatamente recordará a algún niño narrándole un encuentro con el Pomberito o con el Lobisón.
El tema de los seres sobrenaturales presenta, por tanto, una paradoja. Si bien en el cotidiano popular su presencia es insistente (todos o casi todos los conocen), la documentación pública sobre los mismos es tan exigua que su inexistencia parece evidente. Nombrar al Pomberito en un contexto escolar o barrial no implica la necesidad de explicar qué es o quién es: un alumno, sin duda, levantará la mano y contará una experiencia relativa a su existencia. En cambio, en un contexto académico, al menos en sus casas de estudio históricas -lo he comprobado en aulas atestadas con cientos de alumnos universitarios-, es probable que ninguno de sus integrantes haya escuchado sobre este «ser de los montes y los baldíos».
¿Cómo explicar este hiato sin reponer toda la historia de nuestro territorio? Relatos intergeneracionales («la abuela es la que “sabe todo” y si ella lo dice es verdad») pero que sólo se reproducen en algunos sectores sociales: el antiguo encabalgamiento etnia y clase, aquella diferencia étnica tan difícil de explicar sin caer en los esquematismos propios de la “diversidad cultural”. ¿Cómo explicar en una sociedad hiper secularizada que existen -y explicarlo sin que el otro asuma el gesto irónico o despectivo- narraciones donde «lo sagrado» se superpone a «lo cotidiano», es decir, hay un continuum entre el mundo natural y el sobrenatural? ¿Cómo explicar que se viven en términos de creencia y de experiencia seres como el Kurupí o el Mikilo?
Responder esto sería una tesis, y no un agreste artículo, crónica, relato (o lo que fuera que esté escribiendo). Sólo diré, lo más rápido posible, que son relatos que se estructuran, por un lado, en una creencia cosmológica de larga duración en este territorio americano y, por otro, expresan la matriz indígena-criolla que la “Argentina que bajó de los barcos” desconoce por completo.
Digo algunas cosas más: estos relatos sobre seres sobrenaturales se presentan en serie junto a relatos de fantasmas, maldiciones, gualichos, santos, brujos y curanderos, entendidos en un mismo entramado narrativo -aunque cada sujeto, en efecto, no crea en todos ellos o no los considere en el mismo nivel de veracidad y realidad–. Al entenderlos como narración, me desplazo de las preocupaciones sobre «lo tradicional» en términos de preservación de un «patrimonio cultural». Me alejo, por cierto, de aquellas miradas arqueologizantes sobre lo popular que buscan «fosilizar» una serie de relatos como los «modélicos» de un pueblo siempre homogéneo, minoritario, pretérito.
El Pomberito que exige marihuana
Me centraré, ahora, en uno de los seres que más escuché nombrar en estos veinte años de trabajo con las narraciones orales: el Pombero o Pomberito. En general, es descrito como un duende y, en menor medida, como un animal o un humano o como una forma monstruosa imprecisa. En sus versiones rurales, en Paraguay o Argentina, se presenta exigiendo tabaco, miel o yerba para cuidar a las personas. En las periferias urbanas, sin embargo, registré casos en los que demanda marihuana para ofrecer su «protección». El Pomberito es un ser que puebla los días y las noches de nuestra tierra desde hace siglos y, sin embargo, poco o nada sabemos de él. No se lo suele referir en modo plural: «los Pomberitos». Su unicidad expresa otra forma de esta ubicuidad cósmica y cotidiana de las religiosidades mestizas americanas.
La genealogía histórica del Pombero aún no es clara, ya que no contamos con suficientes estudios que analicen su evolución en la oralidad guaraní y litoraleña; las continuidades y rupturas que mantiene con las antiguas religiosidades guaraníes; su rol en la concepción del mundo contemporáneo en las narraciones rurales, criollas y guaraníes; sus usos seculares y artísticos; sus diversas versiones en las distintas zonas de influjo guaraní.
Distintos autores señalaron que «pombero» derivaría de una voz portuguesa; de hecho, el jesuita Antonio Ruiz de Montoya —en La Conquista Espiritual hecha por los religiosos de la Compañía de Jesús, en las Provincias del Paraguay, Paraná, Uruguay y Tape (1639), obra fundamental para todos aquellos que estudiamos el tema— relaciona el término con el uso portugués para nombrar a «banqueros» o «cajeros», pero no en términos de «seres sobrenaturales» sino de indios tupí, «palomos diestros en recoger y hurtar palomas en otros palomares» y de donde acaso provenga uno de los sentidos que arrastra el actual nombre: «Estos pomberos, si bien profesan ser cristianos, son los mismos demonios del infierno, oficina de todo género de maldades y pecados, aduana de embriaguez y de torpísimos pecados».
El crítico Martín Lienhard, analizando las continuidades y discontinuidades entre la cultura guaraní, la neo-guaraní y la paraguaya —a través de las obras de Montoya y Roa Bastos—, afirma:
“[…] en el folklore paraguayo moderno, al pombero, a menudo asociado al yasy-yateré y a otros genios malignos, se lo conoce como ladrón y, más específicamente, como raptor de niños, niñas y mujeres, función que parece legítimo relacionar con el comportamiento de los pomberos paulistas y sus ejecutores, los bandeirantes. Las formulaciones de Montoya auspician ya la transformación —a la cual quizás los misioneros no son ajenos— de los pomberos históricos en espíritus malignos. En el discurso del jesuita, la relación de los pomberos con la «catástrofe» es evidente; se podría sugerir, entonces, que los actuales espíritus malignos son algunos de los elementos portadores del «recuerdo» de la gran catástrofe periódica. A estas alturas, sin embargo, no resulta posible afirmarlo definitivamente.”
Sin embargo, de acuerdo a lo que he conversado con personas que lo han visto, no podríamos reducir las funciones míticas del Pombero a un genio maligno y a los sentidos negativos desagregados de los bandeirantes o, en términos más amplios y complejos, de «la catástrofe» como sentido recurrente de las culturas neo-guaraníes. Si bien todo indica que su nombre deriva de esta voz portuguesa, es necesario hacer un análisis del Pomberito en relación a sus funciones regenerativas del orden natural, a su dualidad encarnada en un mismo ser, a sus mixturas (no necesariamente sintetizadas) entre sentidos católicos, guaraníes y modernos.
En todo caso, sea el Pomberito una continuidad desagregada de antiguas religiones guaraníes, bautizado con un nuevo nombre e inserto en un nuevo mundo cultural, o la síntesis original de una cultura neo-guaraní en el contexto colonial, importa señalar que es un ser central en el mundo narrativo popular. En correspondencia, la productividad de una narración de larga duración se juega en sus posibilidades de dar sentido (y ser permeable) a tiempos y espacios distintos al de sus orígenes.
A su vez, sus aristas salvajes e irracionales destruyen las posibilidades del «mito del buen salvaje» que organizan las «leyendas indígenas» y la recuperación progresista de los «buenos sentidos» del mundo popular. Aún más, al descubrirlo como un ser vivo -por el hecho de que miles y miles de personas cuenten su experiencia de haberlo visto- incomoda al dispositivo moderno y racionalista.
Yo también, hijo de la Modernidad y de la secularización, lo he escuchado, una noche cerrada, en un monte de Caaguazú, en Paraguay. Entonces ¿se trata de un creer o reventar? ¿Estoy apelando a un reflujo oscurantista contra la iluminación científica? Cuando le comenté esta experiencia a un amigo paraguayo me aseguró que no era el único «hijo de la Modernidad» que había escuchado el silbido del Pomberito (y, por qué negarlo, sentido el terror inminente, la necesidad de salir rajando lo antes posible aunque la razón mande otra cosa).
El vacío cosmológico
Hoy, que vivimos en un mundo vacío de narraciones cosmológicas y míticas, los seres sobrenaturales irrumpen como un anacronismo molesto, absurdo o inocente para el mandato secular. Sobre todo, porque se supone que los procesos de homogeneización cultural que operaron desde fines del siglo XIX en la Argentina se impusieron de manera total. Como en «Ragnarök» de Borges, el regreso de los dioses no puede vivirse sino como «sospecha». Esa es la mirada pequeño burguesa sobre estas cosmologías criollas, donde su vínculo con lo humano se ha roto por siempre:
“Siglos de vida fugitiva y feral habían atrofiado en ellos lo humano; la luna del Islam y la cruz de Roma habían sido implacables con esos prófugos. Frentes muy bajas, dentaduras amarillas, bigotes ralos de mulato o de chino y belfos bestiales publicaban la degeneración de la estirpe olímpica. Sus prendas no correspondían a una pobreza decorosa y decente sino al lujo malevo de los garitos y de los lupanares del Bajo. En un ojal sangraba un clavel; en un saco ajustado se adivinaba el bulto de una daga. Bruscamente sentimos que jugaban su última carta, que eran taimados, ignorantes y crueles como viejos animales de presa y que, si nos dejábamos ganar por el miedo o la lástima, acabarían por destruirnos. Sacamos los pesados revólveres (de pronto hubo revólveres en el sueño) y alegremente dimos muerte a los Dioses”, escribe Borges.
Repitamos: «vida fugitiva y feral», «dentaduras amarillas», «bigotes ralos de mulato o de chino», «lujo malevo de los garitos y de los lupanares del Bajo», «taimados, ignorantes y crueles». La continuidad entre las razas bárbaras y las idolatrías religiosas no es otra cosa que la supremacía secular dominante. La muerte de los dioses, en todo caso, no es concluyente aunque exista su demonización por la instauración de las religiones monoteístas. Aún hoy, en verdad, algunas iglesias evangélicas recurren a las religiones indígenas o africanas como ritos satánicos. Aquello que ya el poeta alemán Heinrich Heine, en Los dioses en el exilio, publicado en 1853 –digamos, «Ragnarök» y sus precursores-, nombra como «la diabolización de los dioses», ya que, tras «el triunfo de Cristo, llevan sobre la tierra una existencia sombría en las tinieblas de las ruinas de sus templos o en los bosques encantados». Sin embargo, lo que señala Borges no es el exilio sino la muerte (más bien, el asesinato).
Ahora bien, este desencantamiento con el mundo mítico no corresponde a la vitalidad de las cosmologías criollas. De hecho, en stricto sensu la enunciación «seres sobrenaturales» no es exacta, ya que un relato sobre el Pomberito no es considerado por quien lo experimenta como algo sobrenatural, lo que equivaldría a considerarlo «por fuera» o «por encima» de lo real–, sino como natural, pero de otro orden. En efecto, los seres sobrenaturales –también los fantasmas y los santos y las brujerías y los gualichos– son entendidos como pertenecientes a otro orden –sagrado, sobrehumano, divino– pero que no está por fuera de este mundo sino superpuesto a él.
El Pomberito, el encuentro con la cultura americana
Cuando uno dice que una cultura es una experiencia está diciendo, sobre todo, que es algo que pasa por el cuerpo; no se aprende, sin más, en una lección de pizarrón y dictado. El Pomberito antes que nada es una lengua: el guaraní. Una lengua milenaria -varios ríos del Amazonas aún guardan sus nombres pronunciados por primera vez hace tres mil o cinco mil años, la pervivencia de aquellos primeros hablantes que cifraron el Tocantins, la nariz del tucán, o el Ji-Paraná, el río de la hacha-. Esa lengua que no puede morir, ya lo cantaron los antiguos: ayvu marãe’ỹ. Esa lengua que aún es hablada desde la Guayana Francesa a la ciudad de Buenos Aires, en sus múltiples variedades, por más de diez millones de personas.
Y digo lengua, y agrego que cultura es cuerpo, porque para escuchar el silbido del Karai Pyhare primero hay que aprender a pronunciar estos sonidos glotales, guturales, nasales que no existen en el español o, al menos, en el español normativo. La experiencia del mundo guaraní comienza en esa transformación del aparato fonador, pasa por el cuerpo, por la voz, por el espíritu. Esto sucede mucho antes, en verdad, está en el oído antes que en la boca. Por eso es una lengua materna. Luego está en el monte, en el cielo litoraleño, en los pantanales, en el agua infinita, en la polifonía barroca de los pájaros de la selva, en los ojos místicos, cósmicos, de un yacaré o un karajá.
Está en el trabajo que domesticó la yerba mate, la mandioca, el maíz. Pero también en los peones que amansan el ganado. Está en polkas, en chamamé, en el silbido profundo, suave, único que se escucha en una siesta de calor brutal. Recién, entonces, uno empieza a sentir que ahí está, que empezamos a aprender el lenguaje para escuchar aquello otro.
Porque la siesta, el momento abrumador, aquella resplandecencia absoluta es una prolongación (en una especularidad perfecta) de la oscuridad plena de la noche. La siesta es una segunda noche, ya lo sabemos: no es lo opuesto. Una noche ya no cegada por las tinieblas sino por la luz. Acá, en este borde impreciso, que no existe en las cuadrículas de la vigilia, uno empieza a vivir una experiencia.
Entender, acaso vivir, que uno puede quedar cegado por la luz, tanto como por la noche, es una pista para experimentar el mundo guaraní. Y recién entonces, sí, el silbido americano. Escuchar el silbido americano.