Reseña
La invención de Juan Forn
El hombre que hizo hablar a las piedras
Por: Nicolás Fava
Durante toda su carrera estuvo de los dos lados del mostrador de la industria editorial, haciendo libros que llevan su firma o la de alguien más. Un día implosionó, se exilió de sí mismo y se fue a vivir cerca del mar. Como ha dicho: dejó de pensar en formato libro y comenzó a pensar en formato viernes. Por más de una década salió a caminar por la playa amasijando lecturas y recogiendo esas piedras que es imposible no agacharse a juntar. Enemigo declarado de los compartimentos, llevó su arte inclasificable hasta una inmensa producción que, finalmente, logró sintetizar en un libro. El extraño artefacto se titula Yo recordaré por ustedes y esta extensa reseña sobrevuela la vida y la obra de su inventor.
mayo 10, 2024

Toda historia comienza un poco antes de su fecha de inicio formal. Él contaba la suya empezando por la de su papá, que había querido, contra su propio padre ingeniero, ser dibujante. Y que tuvo la oportunidad de ir a trabajar a Disney, motivado por el mismísimo Walt, pero no la aprovechó (su mamá, inglesa, lo disuadió: “Ese país no es para vos”). Así que terminó siendo también ingeniero y dejó de dibujar. A Juan Forn no lo pudieron enderezar así nomás. Con un papá fanático de la inteligencia aplicada, Juancito ya sacaba algoritmos a los diez, pero pronto se interesó en cálculos más complejos y empezó a sacar poemas. Aunque después (¡las cosas edípicas!) se especializó en las máquinas de narrar. 

Estuvo ligado a la cultura anglosajona antes de respirar. Asistió al colegio Cardenal Newman, donde fue compañerito de Mauricio Macri y de Luis Caputo y, ya de joven, maduró un consumo problemático de cultura yanqui desde que un vecino suyo, agente de la CIA, lo introdujo junto a dos amigos en el universo cultural estadounidense. Abrazó el movimiento beatnik, tradujo a varios autores del país del norte y le llegaron a decir, no sin cierta injusticia, que escribía re yanqui. Sus lecturas y escrituras abarcan el mundo: Rusia, China, Japón, la antigua isla de Ceylán. Si de amplitud geográfica se trata, no debe haber quien acumule más millas. El tema, en todo caso, es ese, que nunca dejó de sumar millas, en vez de kilómetros, aunque no se haya movido demasiado de su escritorio, sino para salir a descubrir historias, como gemas pacientemente tamizadas de los médanos.

La biografía de un escritor vendría a ser como la historia de una silla, ¿no?”, le dijo alguien en la playa. Buscando frases como esa Forn deglutió metros cuadrados de biblioteca. Empezó como cadete en Emecé espiando las pruebas de galera de Borges y de Bioy, tuvo algunas estancias de trabajo afuera, en los Estados Unidos y Europa, como escritor y asesor literario, pero se hizo conocido por dirigir míticas colecciones como Biblioteca del Sur de Planeta en los tempranos noventas y por comandar el exitoso suplemento cultural Radar, de Página 12, durante cinco extenuantes años desde 1996. Su indicación a los colaboradores era simple: no queremos primicias, no queremos publicar la primera nota sobre ningún tema, queremos publicar la última, que después de nosotros nadie se anime a escribir nada más. El suplemento, como es usual, venía adentro del diario. Un día, en los kioscos, el diario empezó a aparecer adentro del suplemento.

Fue un poeta en ciernes, como diría Auden, desde su primer libro, de poesía (a la que abandonó de inmediato y de la que nunca se pudo escapar), y vivió atravesado por aquellos apotegmas existencialistas tan populares de la bohemia de todas las épocas, como el de Rilke: si podés vivir sin escribir, no escribas. Mientras daba a conocer revelaciones de la literatura, como Mariana Enriquez, perseguía una gran novela que nunca alcanzó. Aunque se topó con algunas muy buenas, desde Corazones hasta María Domeq. Y un par de relatos que le dieron gran difusión, como Nadar de noche y La ceremonia del adiós.

Sus libros son libros que leen los que escriben (el ejemplar que dio pie a este artículo fue adquirido en una velada de lectura organizada por el taller de escritura «El cuaderno azul”), sin embargo, es un autor para recomendar ampliamente, preocupado por llegar a la mayor cantidad de personas, desde lo literario a lo mercadotécnico (en Planeta es recordado por introducir estrategias de marketing, como producir entrevistas o poner mucha atención en el diseño de tapa). Su amigo “el negro” César, sabio guardavidas de Gesell que a duras penas terminó el secundario de grande y Luis Chitarroni, otro exponente de la raza editor-escritor, fueron sus índices de lectura. Si ambos se enganchaban con el texto, la cosa iba bien.

Sus dos mejores novelas tienen por tema la familia; esos otros dos relatos mencionados hablan de la muerte del padre, uno, y de la madre, el otro. Son importantes artificios narrativos que parten de lo chiquito de la intimidad. Pero su obra maestra fue la novela que nunca escribió, y lo que en su reemplazo sedimentó en la monumental serie de contratapas en Página, donde habla más bien de la familia humana, trayendo hacia la intimidad el acontecer histórico mundial. Como una “Historia universal de la infamia” evil edition, con personajes no falsos, sino reales, y no infames, sino diversamente honorables. El tipo inventó un verdadero género literario, se dice. Y eso es lo más interesante de Juan Forn: su biografía es la historia de una contratapa.

Son poquitos los autores de los que se puede decir que inventaron un género. La tensión entre literatura y periodismo parecía saldada con la consolidación de la crónica narrativa y el non-fiction, atribuido a Truman Capote por A sangre fría pero inaugurado por Rodolfo Walsh con Operación masacre. Lo que hizo Forn con sus columnas es otra cosa. No es periodismo, no es historia, no es -simplemente- literatura. Puede que abarque todo lo dicho, pero cuando algo no se puede definir sino por la negación o la acumulación de adjetivos ya es hora de acuñar una palabra nueva. No lo haremos. Mejor veamos de qué está hecho eso que se sintetizó en “Yo recordaré por ustedes”, la edición más espectacular de sus contratapas en formato libro.

Le debemos el perfecto funcionamiento del artefacto al mal funcionamiento del páncreas de su inventor. El nacimiento de su hija y sucesivas pancreatitis que casi lo matan determinaron su mudanza a la costa en 2002. Con su pasión plenamente confundida con su chamba, se le había roto el medidor de agotamiento y no paraba de trabajar. Así es que, previa recomendación médica, un porteño socialmente hiperactivo devino vecino de Villa Gesell, “jubilado prematuro y amo de casa permanente. Desde allí se editaría a sí mismo, para no dejarnos tan rápido, para convertirse en un escritor con vista al mar. Todavía tenía que encarar una novela que empezó a escribir años después de migrar pero que venía arrastrando como una mochila desde Buenos Aires. Fue Guillermo Saccomano quien le recomendó resumirla para sacársela de encima, el mismo que lo convenció de cambiar de aire un tiempo atrás, el mismo que le señaló dónde encontraría su próximo libro.

Juan Forn quedó exhausto después de terminar María Domecq. Deprimido, según él. Un día lo llamaron de Página 12 y le dijeron: “¿Sabés hace cuánto no escribís una nota? ¿Qué tal si te ponés media pila?”. Inmediatamente se paró frente a su biblioteca, agarró los libros que nunca había leído y empezó a ubicar prolijamente su flamante diario de lectura por fascículos en ese rincón poco codiciado del periódico, siempre los viernes. Una nueva entidad empezó a salir a la luz. Él se estaba refugiando. Y por eso estamos acá. Porque Juan tuvo pancreatitis, porque se tuvo que ir a Gesell, porque no le dió para escribir otra novela. Dolina dice que los grandes hombres eluden un esfuerzo realizando otro mayor. Aplica.

Le debemos el perfecto funcionamiento del artefacto en su versión definitiva, también, a la chilena Andrea Palet, cómplice en la selección, responsable del orden y promotora del título. El libro tuvo muchas formas previas. Se puede rastrear un primer antecedente en los ensayos agrupados en La tierra elegida (2005), y en Ningún hombre es una isla (2010), que se condensaron más tarde en un nuevo La tierra elegida (2017). En 2011 se había publicado, por Página 12, la primera selección con el título ineludible de “El hombre que fue viernes”, y entre 2015 y 2019 salieron los cuatro tomos de Los viernes, con las contratapas (casi) completas, unos doscientos textos entre aproximadamente quinientos. Yo recordaré por ustedes sale en 2017 por la editorial Laurel, de Palet, y en una versión para Tusquets en 2018. Fue en 2021, editado por Emecé, perteneciente ya al grupo Planeta, cuando apareció la edición que sería divulgada póstumamente, con cerca de cien contratapas en un solo volumen.

Frecuentemente consultado por el género (esto que vos hacés, ¿cómo se podría definir?) Forn fue ensayando diversas respuestas. “Los ingleses lo han llamado relato de ideas, atinó a salir del paso alguna vez, refiriéndose a los textos de la prehistoria de las contratapas, confesando más que inspiración en la obra de Edmund Wilson y remitiendo a la de otros como Alfonso Reyes, Enrique Vila Matas, Javier Marías, Marcel Schwob o Sergio Pitol. Más recientemente se refirió a lo que sería el producto final como “una historia informal y paralela del siglo XX”. “Escribo mis contratapas como los poetas escriben sus poemas”, develó en otra oportunidad.

Con las bolas infladas de que le pregunten cómo definir lo que hacía, citaba libremente una frase de Nabokov: vienen todos los géneros y por encima viene la literatura. Un día se le ocurrió mandar las contratapas al concurso del premio nacional, que consistía en una pensión vitalicia, pero las categorías eran poesía, novela, cuento y ensayo, y su obra no tuvo cabida. Aún así, siguió prefiriendo calificar como contratapas a las contratapas, definiéndolas por el soporte en el que aparecieron, por el rincón que las cobijó. Quizás en homenaje al refugio que significó para él. Así que: contratapas. Cualquiera inventa algo que todavía no existe. Él no pudo con su genio editor: descubrió algo que ya estaba ahí.

Hay días en que pienso que mis contratapas son como piedras encontradas en la playa, puestas una al lado de la otra a lo largo de los estantes de mi dacha, donde somos dos o tres o cuatro personas que conversan y fuman y beben y distraídamente manotean alguna de esas piedras y la entibian un rato entre sus dedos y después la dejan abandonada entre las tazas vacías y los ceniceros llenos. Y cuando los demás se van yo vuelvo a poner las piedras en su lugar, y apago las luces, y mañana, con un poco de suerte, volveré con una nueva de mi caminata por el mar.El párrafo es del texto que Juan caracterizó como su arte poética. Con alguna variante, está en la contratapa que cierra Yo recordaré por ustedes, en el prólogo de Los viernes y en Cómo me hice viernes, un librito sobre su propio método al que le puso de subtítulo “Una autopsia”. ¿Por qué? Podríamos conjeturar: porque había muerto, hipotéticamente, descuartizado por cuatro caballos que tiraban dos para el lado de la ficción y dos para el lado de la realidad. Y porque le fascinaba un escritor yugoslavo que se llamaba Danilo Kis, autor de un libro titulado “La lección de anatomía”. Así cruzaba las fronteras la materia prima de Forn.

Lo que llamamos realidad es un veneno. El repaso de la historia, sin filtro, no puede menos que llevar a la angustia o al anarcocapitalismo. Destilado por él, el pasado se vuelve apto para el consumo. Como si volviese a tener sentido pertenecer a la especie sapiens del género homo, no sin antes atravesar un gran a pesar de todo. Si hay una literatura del yo y una literatura del otro, esta es una literatura del nosotros, a partir de protagonistas singulares de un enorme relato común.

Hay frases que para Forn vale la pena reutilizar y una de ellas es la de Jaime Gil de Biedma que dice: “En la juventud lo que a uno más le interesa de uno mismo es lo que cree tener de único, y con el tiempo descubre que lo más interesante es lo que tiene de común con los demás. Le gustaba tanto esa idea que la repetía también con la voz de Joseph Brodsky: La primera etapa de un poeta es aprender a ser el mismo, la segunda es aprender a no serlo. Y con la de Emmanuel Carrère: “Somos mejores personas cuando nos importa más lo que nos asemeja a los demás que lo que nos distingue de ellos. Lo más notable de todas las curiosidades de ese gran baúl de viejo diógenes literario es que hablan de personalidades conectadas por un hilo de humanidad en el que uno se puede reconocer, en un viaje que empieza en África, remontándonos a los astros, y termina en las piedritas que el autor recogió hasta el final de sus días pateando la playa del mar geselino.

Nos podríamos preguntar: ¿qué somos, finalmente, sino redundantes seres que agarran piedritas, navegando el espacio a bordo de una inmensa piedra estelar? Nos podríamos responder: un animal chismoso que se apasiona y se pierde en historias distrayéndose del espectáculo natural. En eso aparecería otra vez Nabokov, intentando aclarar: “Calificar un relato de historia verídica es un insulto al arte y a la verdad. Todo gran escritor es un embaucador, como lo es la architramposa naturaleza. La naturaleza siempre nos engaña.

Para entendernos mejor, y con perdón del creador de «Lolita»: Yo recordaré por ustedes narra hechos verídicos construyendo piezas que serían la envidia del más inventivo guión de una serie de HBO. Y todo con material reciclado, cirujeado de memorias o anecdotarios. Cada pequeño texto habla de más de una historia y podría ramificarse como un bonsai. Forn explicaba su método expositivo remitiendo a las técnicas del cine: cuento dos historias simultáneamente y, cuando necesito hacer una pausa en la primera, hago foco en la otra y blureo la principal. Eso, y las cien líneas de extensión máxima que le imponía el diario a sus derivas, le dió a sus textos el ritmo audiovisual (había aprendido a resumir la novela de una vida en dos o tres frases enseñándole a los libreros a vender libros). Eso, y el recorte temporal. En este libro funge de glosador de Hobsbawm, el gran historiador del breve siglo XX (¿hay un periódo más cinematográfico en la historia de la humanidad?).

Uno de los textos que había publicado en Radar, sobre el “arquitecto de Hitler”, arranca así: 

El testimonio de Albert Speer en el juicio de Nuremberg es uno de esos momentos en que la realidad mira de reojo a la literatura como diciéndole: A ver qué tenés vos que siquiera se le acerque a esto, en intensidad dramática, misterio psicológico y resonancia histórica.

Si con esa intensidad dramática alguien a punta de pistola nos obligara a elegir solo tres de los relatos que componen la obra, tal vez llegaríamos a balbucear: “Kalulu y los afronautas”, sobre el curioso programa aeroespacial de Zambia; “El jardín de los Oe”, sobre la familia japonesa del pequeño compositor autista que conmovió a Martha Argerich; y “El hombre que convertía anfetaminas en teoremas”, minibiografía del excéntrico e hiper productivo matemático húngaro Paul Erdös. Lo imposible bajo cualquier amenaza sería explicar el modo en que Forn ubica en el centro de la historia contemporánea a personajes periféricos, y cómo nos conduce a los márgenes de la vida de sus figuras más destacadas, como en un paseo por el subsuelo del siglo, de la mano de las dos novias de Maiakovski, o de la única mano del hermano manco de Wittgenstein, o de la mano de un poeta que firmó su sentencia de muerte, o la del peluquero de Picasso, o la enana que soñaba con Menguele, o la secretaria que cuidó de Proust en la salud y la enfermedad.

En Página publicaron contratapas Soriano (la número uno), Miguel Briante (con una trayectoria de refugio similar en ese rubro-rincón), Feinmann -el bueno- (algunas bastante fornianas), Horacio González (un expediente aparte), Juan (nos ponemos de pie) Gelman, Osvaldo (párense nuevamente) Bayer, Jorge Alemán (desde el psicoanálisis), el ya mencionado Saccomano (desde Gesell), y la ya mencionada y próximamente mencionada otra vez Enriquez. Todas a la sombra del jefe del contrafrente. Fue ahí donde Forn desarrolló su método de lectoescritura, convirtiéndose en “un plan de alfabetización de una sola persona, practicó una prueba de gimnasia mental (entregar un artículo original cada semana), instituyó un ritual laico al que el mundo entero se acercó a comulgar, mostró una manera de hacerle decir cosas a la historia que los historiadores no conocían y enseñó una nueva forma de usar el mar. Todo eso sencillamente juntando esas humildes piedras. Esos cantos rodados, esculpidos por la pretérita erosión del agua y el viento y pulidos por la tántrica fricción de la piedra mayor durante su viaje por el universo. Escribir es un trabajo arduo que lleva tiempo, un fuego lento. Dijo un poeta: nadie sabe cavar al ritmo del Sol.

Hizo algo más Juan Forn al editar sus contratapas en formato libro. Dejó, para quien lo sepa aprovechar, un taller de edición encriptado. Si se compara la versión de cualquiera de los textos publicada en el diario con las versiones de los libros se encontrará pequeñas correcciones, de datos, de estilo, que el autor eligió hacer o aceptar. Es todo un trabajo pero fascinante y fructífero leer en espejo línea por línea descubriendo esos cambios, intentando reconocer su fundamento, tratando de imaginar las discusiones internas del impiadoso lector y la negociación con su editora final. Un subproducto orgánico, vivo, como clases ocultas esperando a ser tomadas, descifradas.

Mariana Enriquez escribió: …esa pasión, ese desmenuzar las palabras hasta que se vuelven otra cosa, misterio, vida, secreto, esa compañía en los peores y los mejores días, ese para siempre, eso lo sabía Juan y supo enseñármelo, y nunca se lo voy a agradecer lo suficiente (…) Juan Forn me cambió la vida. Puedo decir eso de dos o tres personas más y ya.” 

El gestor cultural Javier Folco lo recordó así: Vamos a extrañar al gentilhombre de Villa Gesell que visitaba una escuela rural en el norte de Córdoba o la cárcel de Bower o leía en una librería pequeña porque entendía que es ahí donde suceden algunas de las cosas que tienen sentido.

Juan tenía la llave de la biblioteca popular de Villa Gesell, donde se conserva buena parte de su tesoro personal. Jodía con que le pongan su nombre. Al final le dedicaron un sector especial, y se organizó un homenaje que recuperó su rol de vecino, congregando a lectoras, discípulas de talleres y compañeros de fútbol. Uno de estos últimos recordó la indicación más repetida por el pesado Forn editor técnico: «¡Hacela fácil, pelotudo!«

Cierta vez, se le escuchó a alguien decir: “Mandale el texto cuando esté escribiendo, si no te lo va a destrozar. Podemos imaginarlo: los gajes del oficio incluían encabronar a mucha gente. Pero nadie se anima a mencionarlo. Nadie, salvo Camila Sosa Villada. Juan decidió publicar “Las malas” cuando tenía apenas cuarenta páginas. La llevó a la colección que dirigía (Rara Avis de Tusquets) en 2019 y no se quedó para ver hasta dónde llegó el fenómeno de ventas que promovió. Camila contó duramente el encontronazo que tuvieron por su primer cuento tras la novela y, luego, ya en frío, lo rememoró explayándose más: 

«A mí me parecía una preciosidad, de modo que no soy honesta cuando digo que le envié el cuento a Forn para que me orientase. No, señor. Se lo mandé para que me halagara. Yo buscaba elogios, no una brújula. Pero me salió el tiro por la culata porque cuando Juan leyó la historia, luego de marcar cuál era el goyete del asunto, me dijo que se olía cierto déjà vu con Las malas y a mí se me hizo completamente obvia y sangrona su observación.«

En 2023, a dos años de la horrible noticia, la psicoanalista Yanina Safirsztein consideró que era muy injusto que dejemos de recibir las contratapas de los viernes y decidió convertirse en “canillita de Forn” creando un newsletter al que nos podemos suscribir para ya saben qué y ya saben cuando, con un solo click. Es curioso que sea una psicoanalista la encargada de la iniciativa, la que habilite ese ejercicio para el duelo. La cantidad de contratapas no solo es casi infinita, su conjunto adquiere nueva vida según se cambie el orden de lectura y, cómo no, según la manera en la que te encuentren cada semana esos textos. Todo da que pensar que hasta la muerte -lo más cierto y predecible de la existencia- puede hacerse mito, ficción, se puede reescribir, se puede editar. Sin ir más lejos, él dejó dicho: que nadie se atreva a escribir “falleció”; no le gustaba nada esa expresión.

Sabía lo que era cerrar un libro. Intervino hasta en la definición de tipografías y el tamaño de letra. Venía de fracasar en el intento de convencer a la editorial de vender las contratapas completas adentro de una cajita. Quería que el objeto-libro también fuera lindo. Las leyes del mercado y la aerodinámica indicaban que sería muy difícil hacer circular fuera del país una cosa tan grande. De ahí la decisión de una versión más sintética, con más vuelo. Había bromeado con que la obra ojalá le diera buenas regalías a su hija, Matilda, en el futuro. Estaba convencido de que tenía algo bueno. Encontró la foto en una revista científica y rompió lo que había que romper hasta que se consiguieron los derechos para la imagen de tapa: una más que sugerente silla playera suspendida en el aire sobre un suelo rocoso, en un entorno de bosque, a la vera de un espejo de agua. La responsable de la editorial, Mercedes Güiraldes, cuenta que el trabajo estaba terminado y aprobado por él precisamente el viernes anterior a ese domingo, víspera de lunes feriado. Se fue el día de la bandera, uno de los escritores argentinos más cosmopolitas. Sin querer queriendo, dejó una obra legado. Borges decía que publicar sirve para dejar de corregir. La frase era mentira en el caso del mismo Borges pero en el caso de un editor sacado, como Forn, todavía más. Solo la muerte permite dejar a los textos en paz.

No había flores ese día en Mar de las Pampas, por el día del padre. A sus pies se acercaron varias piedras para saludar.

 

 

Foto de portada: Alejandra López

Autor

  • Nicolás Fava

    CABA
    Bachiller en Derecho (UBA); Especialista en Derechos Humanos y Estudios Críticos del Derecho (CLACSO); Diplomado en Comunicación Política (FFyLL-UBA). Colabora con diferentes medios alternativos y organizaciones sociales. Se define como un revolucionario de tereré y se prende en todos los debates sobre filosofía política. Es fan de Cantinflas.

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