Artículo
Lecturas y estéticas de la inmersión
¿La última actividad libre?
Por: Matías E. Wendt, El cartel de Suarez
Uhart, Borges, Piglia, Simondon, Sloterdijk y Silesius son algunos de los grandes autores invitados por Matías Wendt a un coloquio imaginario sobre la lectura. Tecnologías de individuación, palacio de cristal, sociedad invernadero. Temporalidad, aburrimiento, deseo. Una lectura polifónica sobre qué es leer.
septiembre 29, 2023

Uhuart & Weil

En YouTube hay una charla de Hebe Uhart sobre Simone Weil que me gusta. Se titula: “¿Para qué les sirve Simone Weil a los escritores?”. La escuché varias veces porque, por un lado, me agrada Weil y, por otro, el tono que emplea Uhart, generando una sensación de charla improvisada que se corre de la impostura y de cualquier forma de solemnidad. 

Da la impresión que han invitado a Uhart a participar de una serie de conferencias para escritores o personas que quieren serlo (no es lo mismo querer escribir a querer ser escritor, decía Onetti: los primeros no necesitan consejos y a los segundos no tengo nada que decirles) pero, como le aburren la temática y los recetarios, prefiere ponerse a hablar de Weil.

Es conocida la anécdota de que a Borges lo invitaron a dar una conferencia sobre Dostoievski pero como a él le gustaba más Dante se puso a disertar sobre la Divina comedia. Bueno, esa conferencia de Uhart es un poco eso, ella habla de lo que está leyendo.

Es siempre más digno hablar de lo que se está leyendo que de lo que ya se sabe, o se cree saber y se presupone, o se ha dejado de leer. En el primer caso la exposición es de alguna forma una puesta en escena amorosa, en el segundo es sólo la puesta en escena de un poder. Lo mismo que ocurre en clase o en misa, la filosofía no es la historia de la filosofía. Existe el docente que habla de lo que lee y de cómo lee y de las preguntas que se hace al leer, y también existe el docente que habla de lo que leyó alguna vez. 

No es lo mismo estar aprendiendo y hablar del aprendizaje que haber aprendido y hablar de lo hecho. El gesto es diferente y el gesto forma parte de la acción y la modifica completamente, podría decirse, en pleno vuelo. Hablar de lo que uno está leyendo, de lo que a uno le importa o por lo que uno se interroga, implica estar más plenamente en el momento, como si en el momento de tomar la palabra pudieran condensarse dos tiempos, el del pensamiento y el de la conversación, esto vale tanto en Simone Weil, de acuerdo con la tesis sostenida en La gravedad y la gracia, como en Hebe Uhart, o en Gilbert Simondon.

Me interesa pensar con Simondon la experiencia de la lectura, la pregunta por el cómo. Más allá de la importancia del asunto, quiero esforzarme por dejar entre paréntesis la pregunta por el (qué), un ratito. Entonces, cómo se lee, mejor o peor, cómo leían antes, cómo leen ahora, cómo vamos a leer. Entiendo que es imposible no acompañar estas con las preguntas que dejé en el paréntesis, pero sigo. Aunque antes quisiera traer algunos apuntes de Piglia.

Piglia

La lectura, en sí misma, es una de las pocas actividades libres que nos quedan, decía Piglia. Si mal no recuerdo, en sus diarios, reflexiona acerca de la relación entre lectura y tiempo, y la posibilidad de que el momento de la lectura imponga al mundo unas reglas propias, un paréntesis en la temporalidad mundana, permitiendo una fuga, en la que las cosas ocurren de otra manera, pesan, se mueven y relacionan atraídas por un campo gravitacional diferente.

Piglia advierte que vivimos un momento en el que la circulación de la información se volvió vertiginosa, y está en conflicto con la velocidad de la lectura, que sigue siendo la misma: “leemos a la misma velocidad que en los tiempos de Aristóteles”. No hay dispositivo ni chip que nos haga leer más rápido, el tiempo que requiere la lectura es el mismo que hace miles de años. Por eso podemos pensar que la relación entre la temporalidad y el lenguaje encuentra su espacio pleno en el momento de la lectura.

Después Piglia retoma la frase de Virgilio que dice “una imagen vale más que mil palabras” y comenta que, a su entender, esta frase ha venido siendo mal interpretada, en tanto el poeta no se refiere a lo que entendemos por una imagen en sí, sino a la metáfora.

Claro que existe una diferencia enorme entre una imagen y un texto, la imagen se descifra inmediatamente, mil palabras llevan su tiempo, o mejor, tienen otro tiempo, no se dejan absorber inmediatamente, resisten a la pretensión de inmediatez. (Esto me hace acordar a la frase de Dolina: “la gente no quiere leer, quiere haber leído”).

No sé si tiene razón Piglia. Me pregunto en qué medida se lee ahora igual que antes, más allá de la técnica, de la disposición de las palabras, del tamaño o la dificultad del texto, de la calidad o profundidad de su despliegue, de su condición hipertextual, del entramado de los signos, de la posibilidad de su no entendimiento y de la indudable influencia que todo esto ejerce en la experiencia de la lectura, en su entrenamiento, frecuencia o duración.

Simondon

La primera vez que leí a Simondon me llamó la atención que le haga decir a Pascal: “Tener una idea es lo mismo que hacer una cosa”. Me pareció genial. “Si no actúas como piensas terminarás pensando como actúas”, dice Pascal, “basta con ir a misa repetidamente para comenzar a creer”. El asunto me interesa porque estamos hablando de la experiencia de la lectura, y toda experiencia de lectura tiende a, o es también, una reflexión sobre la experiencia, o una relectura.

El pensamiento de Simondon es uno de los más influyentes y sin embargo menos conocidos de la filosofía posterior a la Segunda Guerra Mundial, en especial en su vertiente francesa. Su obra es escueta: consta de su tesis de doctorado principal, La individuación a la luz de las nociones de forma e información, su tesis de doctorado secundaria, Sobre el modo de existencia de los objetos técnicos, y dos o tres libros que resumen sus cursos sobre la percepción, la técnica o la relación entre el animal y el humano.

Simondon daba clases de Física y de Filosofía en un colegio secundario cerca de París, allí comenzó a ‘transducir’ la relación entre la técnica y la existencia, estudiando conjuntamente la constitución de un radar y la de Platón. Para él, la filosofía que se centra en el hombre parte de un equívoco, dado que el individuo, como objeto inamovible de estudio, aislado y estable, no existe. No se lo puede abordar despojado de sus relaciones con la naturaleza y con su propio hacer, esto es, su existencia técnica.  

Foucault situaba lo propio de la genealogía bajo el signo de la puesta en escena de la procedencia, en oposición con la búsqueda del origen. Si el presupuesto del origen es que el pasado está oculto en el presente detrás de innumerables velos, como una esencia que late en la oscuridad, la identificación de la procedencia agita lo que se percibía inmóvil, fragmenta lo que se pensaba unido; muestra la heterogeneidad de lo que imaginábamos conforme a sí mismo. De acuerdo con Foucault, Simondon es un genealogista, primero del individuo, después del objeto técnico.

Para Simondon no existe algo como un principio de individuación, lo que hay es más bien un proceso de individuación, y aquel pensamiento que intente captarlo debe saber que lo hace desde adentro, que está él mismo individuándose, que allí donde vemos relaciones entre esencias debemos comprendernos como seres en una permanente conversión. De tal manera que el ser jamás se reduce a lo que es, está acumulado sobre sí mismo, es siempre más de lo que es, lo que es se halla en devenir.

Simondon propone entender que la individuación es una actividad permanente del ser a través de la cual resuelve las tensiones transformándose a sí mismo, produciendo nuevas estructuras internas, y no simplemente adaptándose al medio. A la noción de identidad, Simondon contrapone la de transducción; el ser es una unidad transductiva que tiene la capacidad de desfasarse en relación a sí mismo, desbordándose de su centro.

La transducción designa la transformación de un tipo de señal en otro distinto, tiene algo de transmisión y otro tanto de traducción, algo de un desplazamiento en el espacio y en el tiempo y otro tanto de paso de un registro a otro; sólo que se trata de un transporte donde lo transportado se transforma.

El ser, en Simondon, no está cómodo, es indócil, en la medida en que falla y nunca alcanza su summum. Está, podríamos decir, replegado, conflictuado con su entorno, con su historia y consigo mismo. 

De acuerdo con Simondon, la realidad se sostiene a partir de una relación no sólo inconclusa, más bien inconclusiva, de interioridad y exterioridad; por medio de la que los extremos se transforman, dando lugar a una volución sensible de todo lo existente. En organismos unicelulares como la bacteria se desarrolla una dirección hacia adentro y una dirección hacia afuera, mientras que en organismos complejos estas direcciones son matizadas por una cadena de interioridades y exterioridades relativas, asociadas al cumplimiento de determinadas funciones. La relación es ininterrumpida, no hay aislamiento ni inercia, formar parte del medio de interioridad no significa solamente ‘estar adentro’, sino estar del lado interior, en el extremo de un movimiento de resonancia similar al de un radar, del que se espera una respuesta. 

De acuerdo con Simondon, en la medida en que el individuo viviente plantea y resuelve un problema, éste lo obliga a modificar su propia estructura, no por la adaptación al medio exterior, sino por la asimilación y la interiorización del espacio exterior. De esta manera, lo que constituía una tensión, una incompatibilidad en el sistema, es incorporado a su funcionamiento y deviene una nueva estructura. 

El individuo existe en la medida en que plantea y resuelve un problema, pero el problema sólo existe en la medida en que obliga al individuo a reconocer su carácter limitado temporal y espacialmente. Esta relación transductiva entre interior y exterior también involucra la historia del individuo, existe resonancia debido a que todo el pasado es sublimado en el presente, cada momento de la individuación desarrolla equilibrios precarios.

Sloterdijk

En “El mundo interior del capital”, Sloterdijk utiliza la expresión “Palacio de Cristal” para referirse a la creación del espacio de interioridad de la sociedad moderna. Esta expresión había sido acuñada por Dostoievski, en referencia al edificio que se había levantado en Londres a fin de albergar la Gran Exposición Mundial de 1851. El edificio era una maravilla arquitectónica para su época, no sólo por sus dimensiones y los materiales utilizados para su construcción, sino además porque estaba artificialmente climatizado en su interior.

Dostoievski veía que ese suntuoso edificio tenía una dimensión simbólica: era la sociedad entera la que se mudaba al interior del palacio, transformándose en un objeto de exposición ante sí misma. De acuerdo con Sloterdijk, lo que simboliza ese edificio es el comienzo de una nueva “estética de la inmersión”, por la cual el mundo exterior en su totalidad es absorbido en un mundo interior, ordenado y planificado ‘a su imagen y semejanza’.

Si bien la imagen del invernadero es sugerente para pensar en un interior artificial, para Sloterdijk, lo preocupante del palacio de cristal como “espacio interior del mundo” del capitalismo, como una figura que hace alusión a la fuerza creadora de interioridad del capitalismo, demarcando el horizonte de condiciones en las que se desarrolla la vida, incorporándose lisa y llanamente a la órbita del mercado, no es tanto la imagen de una vida social íntegra dentro de una instalación de confort permanente, sino su tendencia a cristalizar, es decir, a normativizar las condiciones en su totalidad. De acuerdo con Sloterdijk, la Cristalización designa el proyecto de generalizar normativamente el aburrimiento e impedir la irrupción de la historia en un mundo que se presenta como post-histórico.

Una vez dentro del palacio, la vida social tiende a la relajación porque las circunstancias se cristalizan de tal manera que la existencia histórica, en el sentido de la participación en la realización de la historia, es inhibida. Sin proyecto de historia, la sociedad domesticada se transforma en una asociación de consumidores cuyo único horizonte es el confort ilimitado, y en la que predominan fantasías como la paz social, la amabilidad y la cooperación recíproca.

En este contexto, me interesa pensar la experiencia de la lectura como una operación de transducción, en la exacta medida en que no es una experiencia indolente, en tanto que constitutiva del ser, implica un riesgo y un extravío, nos pone un escollo, nos hace tropezar y nos empuja a estar siempre alerta. La lectura nos recuerda la inquebrantable potencia de nuestra ignorancia, o como decía Fitzgerald: “Hablo con la autoridad del fracaso”. 

Dice Nietzsche que hacia donde sea que se incline una victoria será una victoria que extrañe una derrota, en ése sentido, la lectura como la transducción, implican el fracaso de la identidad y del punto final, dejándonos una realidad más viva, siempre todavía aún por hacerse. Nos muestran que la más pequeña y desestimable de las experiencias tiene una fuerza que no habita en ninguna otra, nos dicen que si nuestra vida no fuera inaudita no valdría la pena hablar.

En la lectura es posible lo mejor y lo peor, es el terreno del error, de la sospecha, del encuentro, ahí está el problema. Es en su condición de encuentro en donde la lectura deviene inconveniente. No hay encuentro inocuo, dice Spinoza, porque en la base del encuentro está el deseo.

Silesius

De acuerdo con Simondon, el libro es el objeto técnico por excelencia, en la medida en que nace para comunicar y entablar relaciones directas,  intransferibles e inalienables. Y los objetos técnicos no son otra cosa que humanidad cristalizada, ocultan en su interior la naturaleza humana. En otras palabras, hacerles la guerra es como pegarse un tiro en el pie. Por otra parte, las obras de arte se defienden solas, no precisan de interlocutores ni de presentaciones, toda su fuerza y todo su valor está en ellas mismas. 

En definitiva, lo fundamental sigue siendo cómo leemos. Si somos capaces de rehuir de una lectura lineal y si cuando discutimos una causa la causa no es una causa originaria. O si el juicio acaba a favor o en contra, o si se ve la luz al final del túnel que expone la falta de un sentido metafísico, o si se nos revela el mundo como un infierno, o si tendremos que preguntarnos otra vez, de qué se trata, de qué habla, qué nos está diciendo esto. 

O como prefiere Deleuze, no quedarse a preguntar simplemente qué quiere decir significado o significante, pues no siempre hay algo que comprender, ni siempre es preciso comprender. Y tan sólo basta preguntarse con qué funciona, en conexión con qué hace pasar o no intensidades, en qué multiplicidades introduce y metamorfosea la suya, con qué cuerpos sin órganos hace converger el suyo, a dónde nos depara o en dónde nos deja.

Ángelus Silesius, un escritor y místico increíble del siglo XVII, decía, hace cuatrocientos años, que si no se publicaran tantos libros la gente leería más. Me pregunto si su planteo, tan actual, es una crítica al libro como fetiche, como instrumento decorativo, o si se refiere acaso a las condiciones propicias para que la lectura sea efectivamente una experiencia singular y profunda, con la magnitud de un acontecimiento. 

Acaso es más fértil tener menos libros para leer más y mejor, para que nuestra experiencia de ellos sea más significativa; pienso en Wittgenstein escurriéndose en medio de la guerra con los evangelios de Tolstoi bajo el brazo, o en Mishima planeando una revolución con el Hagakure bajo el propio, ¿cómo leían ellos?, acaso leer millones de veces el mismo libro, aprenderlo de memoria y recitarlo, puede llevarnos más lejos que leer un millón de libros diferentes una sola vez, al punto de no recordar ni un comienzo ni un final de alguno de ellos. No sé, no creo.

Pienso ahora en la figura del perfecto lector de Nietzsche, de quién quería él que se acerque a su escritura. Llamativamente en Hecce Homo, justamente Nietzsche, que dice que somos animales pretenciosos y que nuestra desgracia es la de hacer promesas, escribe:

“Cuando me represento la imagen de un lector perfecto, siempre resulta un monstruo de coraje y de curiosidad y, además, una cosa dúctil, astuta, cauta, un aventurero y un descubridor nato. Por fin: mejor que lo he dicho en el Zaratustra no sabría yo decir para quién únicamente hablo en el fondo; ¿A quién únicamente quiere contar él su enigma? A vosotros, los audaces buscadores e indagadores, y a quienquiera que alguna vez se haya lanzado con astutas velas a mares terribles, a vosotros los ebrios de enigmas, que gozáis con la luz del crepúsculo, cuyas almas son atraídas con flautas a todos los abismos laberínticos: pues no queréis, con mano cobarde, seguir a tientas un hilo; y allí donde podéis adivinar, odiáis el deducir.”

Autores

  • Matías E. Wendt

    Oberá
    Nació en Puerto Rico, Misiones, es escritor, profesor de Historia y maestrando en Filosofía. Da charlas y coordina talleres. Lee constantemente y escribe diariamente. Le gusta estar en movimiento y el mate amargo. Escribe haikus en paraditas de colectivos, sobre una canción detestable encerrada afuera de sus oídos.

  • El cartel de Suarez

    La Plata
    Ilustrador, artista plástico y gestor cultural. Posgrado en Políticas Culturales en FLACSO y Diplomatura Ciudades sostenibles (UNTREF). Diplomatura Soberanía y políticas culturales en Latinoamérica (CLACSO).

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