La primera vez que leí a Ioshua me lo crucé en Facebook. Alguien había compartido un poema y un dibujo de él, dos maricones entre cómic y animé se besaban apasionados, el poema era de una crudeza tierna y breve. No recuerdo cuál era. Sí recuerdo que en esa época yo tenía un noviazgo a escondidas con una chica y me pareció hermoso, me sentí acompañada lo suficiente como para recordar ese nombre que más que nombre era un sonido: Ioshua. Ahora saqué cuentas y quizás alguien compartió el poema porque Ioshua había muerto. Hace ocho años, un 25 de junio de 2015, ese corazón se detenía en una piecita de Merlo, Provincia de Buenos Aires.
Esa sensación que produce su poesía se afianza en un despojo léxico, un ritmo acelerado y una forma directa —casi violenta— de nombrar el mundo. Pienso en la crudeza breve y se me viene a la cabeza Kyorai, un samurái que escribía haikus y pasaba por su cuerpo toda la violencia y belleza del mundo:
Antes de ayer
crucé esa montaña:
Flores de cerezo en todo su esplendor
En el registro de Ioshua se nombra sin adornar con grandes artilugios o recursos literarios, convirtiendo las escenas de su realidad en imágenes para hablar de la territorialidad, la soledad, el amor, las drogas y el cuerpo.
Ioshua con una remera ilustrada por él. Extraída de su cuenta de Facebook.
Viajaba por el país con sus fanzines de poemas y dibujos acompañando sus lecturas performáticas en ferias y eventos. En el 2009, la Editorial Nulú Bonsai publicó Pija Birra Faso inaugurando una etapa de algunas publicaciones en formato libro que permitieron otro tipo de circulación de su material poético y narrativo en las librerías. Este no es un detalle menor, la cultura literaria under no suele tener una edición formal. Esto dificulta la reedición de las obras y su permanencia en el tiempo. No está de más decir que esta generación dialogó intensamente con las herramientas digitales, y así es como todavía podemos acceder al blog de Ioshua y a su cuenta de Issuu donde están digitalizadas algunas de sus obras, llevando su política fanzinera, de distribución para todxs y fotocopiado, a lo virtual.
Pija Birra Faso trae una poética que crece desde una lengua tan sexual como tierna. Vulgar, vulgarísima, repleta de palabras e imágenes que muchas corrientes poéticas han tratado de evitar: pija, merca, puto, semen. No es una poética que busque el confort total de quien está leyendo, es una poética que tambalea, que se contradice, que incomoda en su desnudez. Que de tanta apariencia simple y lectura rápida, nos hace entrar en un universo complejo y laberíntico.
MI AMOR,
Ay,
Mi vida es una ruina
que voy abandonando.
En una entrevista aseguró: “Cuando recién empezaba les contaba a amigos que me sentía como en una mesa de quirófano. Estoy abierto y cualquier persona puede meter las manos en tus tripas y revolver. El acto de ofrecerte tiene que ver con eso, con el despojo. Este soy yo y podés disponer de eso, te estoy ofreciendo lo que tengo y lo poco que tengo es esto: un par de palabras, nomas”. Leer su poesía es un poco sentirse cirujano, mirar la tripa, el dolor expuesto, el amor escondido, el deseo encarnado cerca del pecho, el corazón tiernito y abollado, los huesos fuertes, las manos llenas de noche y los pies con la ciudad pegada en las plantas.
LIFE IN THE STREETS
Yo no quiero comprender.
Yo me transo al frío…
Su boca es una bolsita
y su lengua es de poxirrán.
Hay dos elementos que movilizan la poética de Ioshua y, sobre todo, este primer libro. Por un lado, el papel que cumple el cuerpo como un sitio donde la belleza se construye desde lugares diferentes a lo hegemónico: la ternura nace desde la oscuridad, la droga acompaña los rincones donde el sexo se desenvuelve, el contacto con el otro es una crisis permanente y el barrio es un lugar donde enamorarse y huir. En esta noción flexible nos permitimos entender al cuerpo como “una envoltura: sirve, pues, para contener lo que luego hay que desenvolver. El desenvolvimiento es interminable”, este es uno de los indicios del cuerpo escritos por el filósofo Jean-Luc Nancy. Este eterno desenvolvimiento convierte al cuerpo en un movimiento permanente, un espacio repleto de rincones, una búsqueda del afecto y el contacto, pero también una exploración donde el frío de la noche contrasta con un hervor sexual latente.
Su propio cuerpo siempre lo describe como roto, pero movilizado por el deseo de observar lo sencillo, de entrar al detalle. No busca metáforas para hacernos entrar a su herida, más bien nos la pone en la cara y ya veremos qué hacemos con esa sangre.
KEN RYKER
Soy un grito.
Voy a escribir mi voz.
Voy a hablar con mis huesos
para llamar al incendio.
Voy a decir las cenizas
de la única voz que escucho y escucho
y escucho y escucho y es.
Que equivocado es mi corazón
después de haber amado.
La intimidad rozándose con lo público nutre sus imágenes y nos convierte en espías de contactos y rincones ocultos de la ciudad. Esto nos lleva al segundo elemento que es cómo Ioshua construye los espacios. Nos nombra lugares: Liniers, un bondi a Ballester, Merlo, un baño público, el barrio, galpones, la estación, e inclusive otros cuerpos como espacios. Nos hace jugar con un nomadismo permanente, una voz que va alumbrando lo recóndito mientras corre.
PLAZA ONCE
Lo último
que me queda para tomar
es un bondi
a Liniers.
Esa sensación de movimiento que no se detiene, casi como una taquicardia es parte de un registro biográfico. Según la biografía que escribe Facu Soto (material recomendadísimo editado por Editorial Mansalva que recorre con mucho amor y documento, desde su infancia hasta su muerte) algo queda muy claro: este artista no quería ser olvidado ni pasado por alto. Ioshua se fue de su casa a los 14 años a Capital. Y en este encuentro con la ciudad comenzó un acercamiento a la prostitución, a la escritura, a los ámbitos artísticos y a un hecho que se sostuvo gran parte de su vida: vivir en CABA sin tener una casa, pasando entre casas de amigxs y plazas.
El lugar que ocupa lo urbano y lo nocturno no es azaroso. Lo espacial está cruzado y tejido con el cuerpo, a tal punto que los rincones de la ciudad se encarnan y los órganos del cuerpo forman espacios. Una lectura que, a veces, parece un juego de retazos cuyo ritmo se sostiene en todo lo que sucede cuando parece que las ciudades duermen. Pero, nos enseña Ioshua, no existe ciudad que duerma.
LECHEROS
Acá
estos pibes
derrochamos besos
en el pico de la botella.
Todo piola.
Todo bien.
Negros cabeza
dejamos blancas
las sábanas del telo.
Ioshua fue parte de la escena de la poesía independiente argentina que se formó en la primera década del siglo XXI, habitando lugares como Belleza y Felicidad que acogió a artistas de diversas ramas y supo jugar con lo cotidiano. Este artista reconocido por sus exploraciones interdisciplinarias que zigzagueaban entre la música, el dibujo, la performance y la literatura. Y, sin dudas, lo que lo identificaba era una categorización: el poeta homosexual del Conurbano. Estas etiquetas son casi como lunares que el poder dibuja sobre las frentes, las voces y los cuerpos pueden asimilarlas hasta ser la imagen que el otro espera o descorsetarse de los significados para jugar con todas las posibilidades.
El cruce simbólico y material de lo representado por Ioshua también expone la necesidad de que estos textos circulen. Más allá de la etiqueta con la que se habla de él y su trabajo, este artista de Merlo se definió como “homocabeza”, es decir, homosexual y negro cabeza. Y desde esta definición tan precisa como abierta, tan individual como colectiva escribió Clasismo Homo en el 2010, me interesa recuperar un fragmento pero invitar a su lectura disponible en línea: “Ser homo en los barrios empobrecidos de nuestros países empobrecidos es una lucha en sí misma y muchxs ya piensan en algo más que ser aceptadxs sólo como HOMOSEXUALES: también en ser aceptados y respetados como HUMANOS (…) Una casa digna, un trabajo afín, una familia propia, una capacidad crítica, una educación amplia, una libertad que nos permita ser verdaderamente libres…”.
Ioshua con una remera ilustrada por él. Extraída de su cuenta de Facebook.
Desacralizar la poesía como un gesto para recuperar la belleza. ¿Quién dice qué es literatura y qué no? Esos debates del canon interpelan tanto nuestras posibilidades como nuestras lecturas: lo varón heterocis y burgués ha sido históricamente aquello que ocupa los estándares más altos. Sin embargo, en estas controversias anticanónicas de exploraciones de sentidos, se abre una pregunta más profunda, ¿qué es lo bello? Porque aun cuando ciertos discursos o arte del colectivo LGBTTTIQ+ son asimilados por algunas instituciones o comienzan a circular con cierto alcance, suelen ser discursos que resulten lo suficiente cómodos y bellos para las instituciones. Pero, ¿qué pasa cuando un pibe de barrio, puto y bardero se pone a escribir poesía? ¿qué pasa cuando la belleza toma otros rumbos? ¿qué pasa cuando la belleza tambalea, mira un bulto, se emociona por una bolsita de poxi, duerme en la calle, besa con más amor del que nunca pudiste dar?
Ioshua feriando sus producciones. Foto de Mariano Montepoto.
Los cánones de la literatura y de la belleza encuentran en Ioshua un lado grotesco y pornográfico, desestimando cualquier emoción o profundidad que esa crudeza pueda despertar. Subestiman el cuerpo y el territorio que hay en esos textos, o más bien, preferible que tanto cuerpo y territorio quede en los márgenes, que no cruce el Conurbano, que no se instale en las lecturas de la clase media alta porteña, que no viaje por el país.
Acercarse a la literatura de Ioshua, es dejarse atravesar por lo incómodo hasta abrazar ese sentimiento, conocer lo que su poesía fue capaz de decir en una época donde la poesía ya había tomado sus sutiles filtros hacia una limpieza del lenguaje casi naif. El riesgo del lenguaje coloquial sin ser adaptado a esa clase que parecía —y aun parece— dueña de la literatura. Ese riesgo significa permitirle a la poesía el juego y la exploración. Ioshua es la muestra de que cuando ingresa la cotidianidad no perdemos ni belleza ni trascendencia, habilitamos un flujo urbano y auténtico. De ciudad acalorada, de cuerpo afiebrado por el deseo, de calor pese al frío de la noche. Morder el idioma roto como un acto de recuperar la palabra con todo el cuerpo.