Artículo
Francia para (des) armar
La Revolución es un cocktail que no se mezcla solo
Por: Anita Pouchard Serra
De las muchas ideas que Occidente tiene sobre Francia, ninguna empieza en los barrios periféricos de París, donde millones de franceses de todos los colores y orígenes construyen un país que sale de imágenes acartonadas y vive procesos que transforman a la sociedad en tiempo real. Cuando la política ignora esos procesos, saca pasaje a 1789. ¿O qué pensaban que era Francia?

“Se robó unas galletitas de la cocina”.  Ese papá, en el cumpleaños de mi compañerito de la primaria, simplemente, lo acusó. No había visto a un nene haciendo una travesura. Había visto a un árabe robando. Y concluyó: “Así son”.

Me crié y fui a la escuela en Bagneux, en la banlieue, es decir, en los suburbios de París, en el conurbano de Francia. Nanterre, el distrito donde el 27 de junio la policía asesinó a Nahel, el chico de padres argelinos cuya muerte desató la última revuelta popular de Francia, es para mi un territorio hermano. Está en el mismo departamento que Bagneux. Ambos, podría decirse, son “batallones” aún no vencidos del viejo “cinturón rojo”, municipios populares circundantes a París que desde 1920 son gobernados por el Partido Comunista. Tierra de utopías arquitectónicas y urbanas, el Nanterre alojó villas miserias hasta los años 70. Allí vivieron miles de trabajadores migrantes provenientes del Magreb y en particular de Argelia hasta que aparecieron los entonces flamantes monoblocks, íconos edilicios de la periferia que poco a poco pasaron de ser un lugar de acceso al confort moderno a lugares estigmatizados.

Como hija del hormigón y de la banlieue gris, ver las imágenes de Nanterre y otros barrios es ver una parte de mi banlieue prendida fuego. Mi lugar de pertenencia y una parte de mi identidad. Pensar en la muerte de Nahel y todos los que lo precedieron es volver a la infancia y pensar en la posible muerte de mis amigos del barrio. Es también hacer un difícil ejercicio de memoria y recordar que no tengo recuerdos, no en carne propia. No conozco los controles policiales ni ese miedo, no conozco las miradas, la discriminación solo por estar ahí siendo como soy. Mi tez blanca y mi pelo rubio me hizo despreocuparme de mi propio historial familiar, del camino que mi familia materna, hace ya mucho tiempo, hizo desde el sur hacia el norte. Desde España, desde Argelia.

Un mayo argelino, un mayo francés

El 8 de mayo pasado estuve en la Place de la République de Lille, en el norte de Francia, mientras una gigante bandera argelina ondeaba al viento. Varias personas de la diáspora franco-argelina intentaban contener su movimiento para colgarla de una cuerda, a modo de escenario improvisado. Atrás aparecía el museo de Bellas Artes y su arquitectura híbrida entre clasicismo y barroco francés. Lille, capital regional del norte de Francia donde las mineras de carbón recibieron trabajadores migrantes de todas las naciones, especialmente argelinos.

El 8 de mayo 1945 carga una historia y una memoria partidas en dos, que hoy deben empezar a convivir en la narrativa nacional de Francia aunque deba empezar por un choque frontal. Aquel día, Francia celebró el armisticio de la Segunda Guerra Mundial. Sus avenidas y pueblos se llenaron con desfiles populares, alegría y orgullo de un ejército liberador. Se recuperó la libertad trás seis años de conflicto y casi tantos de colaboración y ocupación nazi.

Del otro lado del Mediteraneo, en lo que todavía era l’Algérie Francaise se organizaban marchas en nombre de esta misma libertad. El pueblo de las colonias francesas participó en gran número de las dos guerras mundiales, como lo relataron años más tarde las películas “Indígènes” (2006), de Rachid Bouchareb y “Tirailleurs” ( 2022), de Omar Sy y Mathieu Vadepied. Por entonces, los ideales de emancipación e igualdad crecían en la sociedad argelina, y el 8 de mayo se iba a ocupar el espacio público para reivindicarlos. En Setif, al este de Argel, las autoridades autorizaron la marcha, con la condición de no llevar ningún símbolo relativo a la independencia argelina ni banderas nacionales. Bouzid Saâl, joven militante anticolonialista de 26 años, alzó su bandera y recibió un disparo mortal por parte de un policía francés. El asesinato desencadenó disturbios y los disturbios crecieron hasta convertirse en una revuelta. En los días siguientes, la represión del ejército francés sobre los argelinos en todo el territorio fue feroz. Cazas y masacres. Las cifras oficiales de los muertos siguen en debate. Como cualquier acontecimiento entre Francia y Argelia.

En un mismo día el ejército pudo ser el que salva y el que mata, el héroe y el represor. En un mismo día se reivindicó la libertad para unos y se negó para otros. Hubo abrazos y masacres. Hoy no puedo parar de pensar en el 8 de mayo como una posible clave de lectura de las décadas siguientes. Un día que muestra una dualidad arraigada en nuestra construcción social y la manera que tenemos de pensar un posible “nosotros”, que abre preguntas complejas: ¿Fuimos capaces de cambiar la mirada sobre los sujetos a quienes negamos libertad y derechos durante años? ¿Existe algo latente y profundo, herencia del pasado colonial, que nos persigue y nos impide hacer hoy sociedad todos juntos?

Docteur Jekyll y Mr Hyde

Otro recuerdo de la banlieue: mi foto grupal de la primaria, los muchos colores de piel de mis compañeros y la diferencia con la foto de la Escuela de Arquitectura donde finalmente estudié. Algo pasó en el medio. Partimos muchos y llegamos pocos.

Décadas después de esa imagen, a pesar de la existencia de ciertas políticas públicas, de inversiones, de  programas, organismos promoviendo la igualdad y el ascenso social, de miles de trabajadores y voluntarios de organizaciones comunitarias, estamos peor. Una parte de la sociedad y del poder sigue sin mirarnos o mirándonos mal, a través de las pantallas de la televisión, donde hablan desde un “nosotros” que excluye casi siempre a un “ellos”, usando palabras como “plagas”, “salvajización” [ensauvagement].  Hablan desde una distancia que los protege. Hoy también, me toca hablar y pensar desde la lejanía geográfica estando en Buenos Aires, pero no me hace hablar desde la lejanía emocional, casi carnal con el territorio de mi infancia. Esta distancia me sirve hoy para entender lo que a veces es difícil ver, estando en el ojo de la tormenta.

Por cuestiones como esta, en 2005, luego de otro asesinato a manos de la policía, el de Zyed Benna et Bouna Traoré en Clichy-sous-bois, el alcalde socialista de ese distrito, Claude Dilain, ferviente defensor del derecho a la vida digna y cercano a los habitantes de su circunscripción, se pronunció avergonzado de ser el representante impotente de la República Francesa y pronunciaba estas palabras ante el congreso de su partido: 

«La sociedad francesa tiene una visión hipócrita de sus guetos de pobreza. Dice, como Tartufo: ‘Escóndeme estos suburbios que no sabría ver´, y nunca han querido realmente medir la gravedad de estas dificultades. Y para decirlo más claramente, estos guetos de pobres sirven a mucha gente, porque cuando los pobres están allí, al menos no están en otra parte, y eso sirve a muchos”.

Aunque hayan pasado siglos, Francia ama reivindicar los legados del “Siglo de las Luces”, de sus numerosas revoluciones y de los ideales y valores de Derechos Humanos, como componente de su ADN social. Estos antecedentes históricos son momentos, hechos que nos definen, nos habitan. Y lo creo. Pero pareciera que los capítulos menos gloriosos de la historia se deslizan sobre nosotros, se desvanecen apenas terminan aquellos capítulos luminosos. Es como si se pensara que una ley, un acuerdo, una revolución lograrían borrar de este mismo ADN social, 206 años de trata de esclavos africanos, 132 años de imperio colonial (el segundo y más importante), 4 años de colaboración nazi y todo lo que conlleva en cuanto a ideas, imaginarios colectivos y teorías, como si no hubiera pasado nada. Esas medidas políticas nos dejarían “limpios y presentables” ante el mundo, engañando a todos y a nosotros mismos. 

Francia es esquizofrénica. Es el país de los Derechos Humanos que vende armas, el país que recién inauguró un museo renovado sobre la inmigración pocos meses antes de tratar un proyecto de ley que dificulta la radicación de los migrantes. Es el país que denuncia en las asambleas de la ONU la violencia y negación de los DD.HH. en todo el mundo, pero se niega cuando la misma ONU la alerta sobre las derivas racistas en su aparato policial. Es el país de los presidentes como Macron o Sarkozy,  que se autoproclaman “bomberos” y anuncian el fin de la extrema derecha pero que en realidad son más pirómanos que bomberos. Ambos, de maneras diferentes, contribuyeron no solo al crecimiento de la extrema derecha en las urnas sino también al afianzamiento de sus ideas y teorías en el centro del debate político francés. Esto se nota, por ejemplo, cuando aparecen politicos argumentando que la muerte de Nahelse se debió a presuntas altercaciones con la policia en el pasado, olvidandose que la pena de muerte fue abolida ante cualquier circunstancia en 1981.

Sin responsabilizarse de épocas y atrocidades de nuestros antepasados, es necesario entender cómo este legado también nos constituye y nos condiciona a la hora de relacionarnos con el otro y pensar nuestra sociedad. Se trata de una tarea colectiva desde el Estado, pero también una tarea individual e íntima. Podremos tener mil instituciones con nombres u objetivos avanzados, pero sin un trabajo a la raíz, no llegaremos a buen puerto.  Es necesario revisar profundamente el pasado para entender las grietas de nuestro presente, salir de la narrativa nacional fantasiosa y única de “el país que redactó la Declaración Universal de los Derechos Humanos”. Si no, estamos construyendo la sociedad francesa sobre un campo minado donde cada mina es un silencio, un tabú, una negación que en cualquier momento puede explotar, a veces de manera sutil pero omnipresente, a veces de manera extremadamente violenta como fue el caso reciente y tan habitual de Nahel.

Un mayo argentino

Descubrí hace relativamente poco el acto de naturalización de mi familia, nunca me había quedado claro lo que éramos ni lo que somos y cómo se había desarrollado la historia de mi familia entre España, Argelia y Francia. Más allá de pertenecer a un territorio estigmatizado, conocido durante mucho tiempo a partir de un horrible crimen, fue muy fácil para mi ser y pertenecer, nadie me lo cuestionó y por ende nunca me lo cuestioné, hasta que migre a otro país, hoy mi otro país: Argentina.

Cuando llegué a la Argentina, quería hablar argentino mejor que los argentinos, no por competir ni por perfeccionismo exagerado. No sabía bien por qué, pero sentía que lo tenía que hacer, para que nadie supiera de dónde venía. Terminé entendiendo que había cargado conmigo el peso de la palabra integration, que estaba en el centro de todas las conversaciones en Francia. En el idioma galo, integrarse significa hacer desaparecer cualquier diferencia u origen visible ante la mirada de los demás; no perturbar la idea que se hacen los demás de lo que deberíamos ser colectivamente. Por ejemplo, “hablar perfecto” como única posibilidad de ser uno más. Una década después, creo que hablo mucho peor castellano que cuando llegué pero nunca me sentí tan parte de este país. A partir de pensarme como migrante, pude empezar a pensarme como la hija de migrante que sin darme cuenta siempre había sido, y empezar a repensar el tema de la migración y de las generaciones siguientes en Francia. Desde ahí, empecé a releer mi cotidiano francés de otra manera, a evidenciar una catarata de comentarios banales, tintados de un racismo ordinario bien anclado en nuestra cosmovisión y nuestro lenguaje, inclusive en personas que se piensan no racistas.

El tema de la identidad francesa es un debate eterno, por dentro y por fuera del país. Desde afuera, se forma opinión a través de la selección de fútbol o después de recorrer los barrios de “Emily in Paris”. Mientras tanto, nosotros seguimos buscando. Una parte de la sociedad y la clase política apela a nuestros antepasados los gaulois, como referencia y como si no hubiera pasado nada en el medio.

En 2009, el entonces presidente Nicolas Sarkozy lanzó el fracasado debate sobre la Identité Nationale. El mismo que en 2005, como Ministro del Interior, anunciaba querer “limpiar les cités con una hidrolavadora Karcher”. Buscamos construir la identidad como un monolito donde no sobresale nada, en vez de imaginar una estructura acorde a nuestra historia, donde la migración siempre existió. La efervescencia de algunos momentos de alegría como un mundial de fútbol o luchas exitosas pero puntuales, tienden a ocupar todo el escenario de la narrativa nacional bien pensante, condenando la realidad del cotidiano y sus pequeñas y grandes violencias, físicas o simbólicas, al silencio, dejando como último recurso el estallido.

Voces de luz en la oscuridad

Las ideas y teorías racistas conquistaron el espacio mediático. Medios de todo tipo abrieron bulevares a la extrema derecha “desdiabolizada” y sus representantes, en programas de televisión o en canales propios como puede ser “CNews”, canal en vivo del imperio mediático del empresario Vincent Bolloré o el diario “Valeurs actuelles”. Escuchar o leerlos es un viaje en un mundo paralelo, una referencia a un pasado mitificado, y un futuro preocupante donde no cabremos todos. Al mismo tiempo, hay otras voces que logran romper con la gangrena racista. Medios independientes como el Bondy Blog o Booska-P, anclados en los territorios que muchos ni saben situar en el mapa.

Las palabras, a través del humor, del cine y la música, son también un lugar de acción. Jean-Pascal Zadi, es actor y realizador. Su primera pelicula, “ Simplemente negro”, es un falso documental que relata y dialoga de manera satirica con diferentes personas negras y famosas en Francia sobre su intencion de realizar la primera marcha de los negros en Paris. Cada diálogo es un disparador para repensarnos, reírnos de nosotros, de nuestros propios racismos y prejuicios, blancos, mestizos y negros. En 2022, volvió con “Presidente por accidente”, una miniserie de ficción sobre su candidatura a presidente desde una cité (barrio de monoblocks), con los mismos diálogos ácidos donde no se salva nadie. Ambas están disponibles en Netflix Argentina. En la radio nacional “France Inter”, como en sus espectáculos, Waly Dia, hijo de una madre francesa y un padre senegalés, revisita la actualidad política y los fallos de nuestra sociedad, desafiando lo que nos divide para unirnos mejor, con una mirada aguda y palabras mordaces. En su espectáculo “Juntos o nada” (2022), el tema del racismo, de la identidad, de la migración, tienen un lugar preponderante, así como cuando explica la relación entre immigración y colonización:

El movimiento Africa – Europa no llegó de manera mágica. Nunca explicamos este vínculo, mientras que en realidad podés explicárselo a un niño de 5 años: Alguien entra en mi casa, me da una patada, abre la heladera, se lleva todo lo que hay en la heladera y se va corriendo a su casa. Bueno, al día siguiente almuerzo en su casa.

Se puede escuchar también a Waly Dia en el reciente podcast “Medine France” del rapero francés Medine, oriundo de la ciudad Le Havre, Normandía y de padres argelinos. Medine France es también el nombre de su último álbum y su canción más conocida, con textos cincelados en los que se entrelazan las cuestiones políticas, sociales y culturales de Francia, verdadero manifiesto de una identidad compleja que no impide pertenecer. Se transformó en los últimos años en la pesadilla de la extrema derecha que busca prohibir sus recitales a cada oportunidad. En su podcast recibe y hace un falso “control de identidad” a sus invitados, en búsqueda no de una respuesta, sino de posibles claves para leer y comprender este complejo «nosotros». Rachid Benzine, Islamólogo, politólogo y profesor franco-marroquí quien creció en Trappes, otra banlieue emblemática de la periferia parisina, participó de este primer opus, alertando sobre el hecho de que “la identidad siempre está inacabada y no puede ser algo inamovible, grabado en piedra.” En una entrevista anterior, con el diario neoliberal l’Opinion, Benzine, quien trabajó sobre la teoría del reconocimiento, dice de manera tan premonitoria:

«Cuanto más integradora sea la narrativa nacional, cuanto más espacio dejemos a la historia de Francia en toda su complejidad, más se identificará la gente con ella. Desarrollamos un sentimiento de pertenencia a la nación y un deseo de participación entre los ciudadanos. Es la única manera de salir de la polarización identitaria en la que estamos atrapados, que crea resentimiento y prepara el terreno para la violencia del mañana«.

Vamos les pibés

«¿Pero es una revuelta? -No, Sire, ¡es una revolución!«, respondió el Duque de la Rochefoucauld-Liancourt a la pregunta del Rey Luis XVI, despertado la noche del 14 de julio de 1789 ante la toma de la Bastilla. 

Quizás una pregunta interesante para este tiempo es preguntarse cuál es el tipo de revolución que encarna esta y las futuras generaciones. Por lo que se ve, las generaciones anteriores no han encontrado su forma de revolución y las actuales, criadas al calor de la tecnología, son sujetos de un poder muy distinto al de los ‘60 y ni que hablar al de siglos anteriores. En la medida en que lxs protagonistas de hoy dan con la forma en que encarna su poder, quizás veamos manifestaciones que empujarán cambios por vías hasta ahora desconocidas.

Mientras tanto, el 14 de julio pasado, día de la fiesta nacional francesa, hemos celebrado la grandeza de los revolucionarios de ayer que supieron rebelarse contra el orden establecido. No obstante, seguramente sigamos sordos a los gritos actuales, prefiriendo la palabra “emeutes” (disturbios) en vez de “révoltes” (revueltas), quitando cualquier posible componente social y político. También ha desfilado el ejército francés en los Champs-Elysées. El que se rebeló ante el régimen colaboracionista de Vichy y contribuyó a liberar el país del nazismo, el que luego pelearía contra la independencia de Argelia y la libertad reclamada por el pueblo argelino. Ha sonado la Marsellesa en el aire, la original de Rouget de Lisle u otras, escritas con palabras que sin duda se nutrieron de su legado original:

“Estoy arraigado a mi manera
Te abrazo con el lenguaje de Molière
Tengo raíces y estoy orgulloso de ellas
Son las mismas que el hierro de la Torre Eiffel

Vamos pibes de nuestros barrios, no dejen que nos denigren
Hasta la Estatua de la Libertad es inmigrante”

Allons zenfants, Medine –  2022

Fotos: Anita Pouchard Serra

Autor

  • Anita Pouchard Serra

    CABA
    Es fotoperiodista y narradora visual franco-argentina. Estudió ballet, se recibió de arquitecta y realizó un máster en ciencias sociales de la École des Hautes Études en Sciences Sociales (París). Su producción visual gira en torno a la identidad, la migración, con un enfoque transdisciplinario desde el dibujo a la performance. Recibió el apoyo del Pulitzer Center, Open Society Foundation, IWMF, Fundación Gabo, Biblioteca Nacional de Francia, entre otros.

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