Crónica
La lucha por la Tierra
Las otras mujeres
Por: Lucia Sabini Fraga, Natalia Aguerre
¿Cómo resistir ante la violencia de los intereses corporativos de la industria tabacalera, o ante la expulsión de los territorios? ¿Cómo luchar por una alimentación más sana entre medio de un modelo de procesados y químicos cada vez más latente? Luisa, criada en el paraje Bella Vista, y Betty de Colonia Mado, ambas en la provincia de Misiones, comparten una realidad marcada por la lucha por la tierra y la transformación hacia una agricultura agroecológica. A pesar de las adversidades y la violencia sufrida, estas mujeres se aferran a sus raíces, preservan las semillas nativas y construyen un futuro más justo para sus familias y comunidades.

La estafa del tabaco

Luisa fue a un Encuentro de Mujeres una vez. Fue de la mano de una organización, en micro, un viaje larguísimo. No vio tantas mujeres como ella, o como su vida; sí vio mujeres muy distintas, algunas quizás desnudas, o gritando o llenas de brillitos y le pareció mucho. Me lo contó sin mucho entusiasmo y por sus gestos y su risa disimulada – Luisa es una mujer respetuosa, tranquila, de voz mansa- sospecho que no se sintió contenida en esa primera impresión que tuvo del feminismo.

Ella vive en el paraje Bella Vista, situado en la localidad de Pozo Azul, al noreste de la provincia de Misiones. Se calculan aproximadamente 5.000 habitantes en toda la localidad y algunos cientos en su paraje, aunque ni Luisa ni ninguno de sus compañeros fueron entrevistados en el último Censo Nacional de 2022. Para llegar hay que tomar la ruta provincial 17 y a la altura del kilómetro 100 tomar un camino de tierra unos 5 km más, hasta que termina. Ahí se deja el auto y todavía hay que caminar otros 2 kilómetros por senderos estrechos que bordean el monte y tienen unas puestas de sol imposibles. Algunos vecinos tienen moto, varios usan caballo, pero ninguno tiene auto para llevar o traer a los hijos a la escuela o para hacer las compras necesarias. Al ser un terreno en pendiente, un pozo, en invierno las temperaturas caen por debajo de cero, que combinado con la humedad del clima subtropical, hace la vida un poco más difícil. Muchas veces las cosechas se mueren de frío: hay años en los que la luna nueva de septiembre trae la última helada. 

Luisa es la mayor de ocho. Todos sus hermanos y hermanas, al igual que ella, quedaron viviendo en el campo de la chacra y ninguno estudió más que séptimo grado de primaria. Luisa aprendió a cosechar tabaco a los 12 años, cuando tuvo que salir a ayudar a su padre porque había que comer y no alcanzaba para todos. A los 20 se juntó con su pareja y se fue de la casa a formar su propia familia. Salimos a trabajar de peón, lo cual no fue fácil trabajar y juntar plata para comprar nuestra tierra. Porque el sueño era volver a la chacra y hacer lo que realmente sabíamos”, explica. Después de 8 años de trabajar para otros, Luisa y su compañero lograron comprar en 2012 su propia parcela, en el contexto de una lucha previa que se desarrolló en el municipio de Pozo Azul y que fue emblemática. 

Pero el sueño del terreno propio puede tener su propio reverso: para sobrevivir, comenzaron a plantar tabaco porque ningún producto alimenticio les dejaba dinero. Era algo que ambos sabían hacer y una salida fácil al ser una plantación tan extendida en la región. Misiones es la segunda provincia argentina productora de tabaco con el 29% del total nacional, después de Jujuy que ostenta el 35%. A diferencia de la provincia norteña, que posee establecimientos medianos y grandes de carácter empresarial, en Misiones prevalecen las explotaciones familiares, con mano de obra de toda la familia, de bajo capital económico o de inversión, en chacras de poca superficie. 

En relación al formato de producción, el informe de “Cadenas de valor. Tabaco” del año 2016 del Ministerio de Hacienda y Finanzas Públicas, describe el escenario misionero de este modo: se caracterizan como ´agricultura de contrato´, donde la industria, futuro comprador de la producción, es la que anticipa insumos y supervisa y asesora en las distintas labores culturales.” La realidad es que esa “anticipación” es una estafa moderna cuasi al estilo piramidal. Las empresas contratan, mediante capataces o intermediarios, a los distintos productores y les exigen por contrato determinada cantidad de producción y calidad de la hoja. Para “ayudarlos” a que el rendimiento sea lo mejor posible, les “facilitan” todo tipo de plaguicidas y productos químicos que son valuados en dólares, y que luego serán descontados de la liquidación final, al igual que las semillas y todo el paquete de inicio. Después, ya no habrá nuevos adelantos, sino que los propios productores gastarán cifras siderales de su bolsillo en poner veneno para asegurarse las exorbitantes exigencias de productividad. Cómo llegue cada productor, cada familia, a esas cifras, es un problema de ellos; no hay factores -lluvia, enfermedad- que permitan modificar el contrato.  

El caso de Luisa es la muestra de como en realidad, el modelo engaña: Teníamos grande el galpón de 24×12. Que eso se llenaba… Y fue llegando un momento donde ya no das más. Porque ahí vienen las empresas y te valorizan los insumos en dólares y nosotros trabajábamos más para la empresa; ya no nos sobraba nada”. En definitiva, el tabaco funciona como un laberinto de difícil salida, donde se termina trabajando para no deberle a los contratistas. Un informe sobre la producción de tabaco en un paraje misionero, expuesto para las Jornadas de Sociología de la UNLP, hace ya unos cuantos años, explica: “El mercado del tabaco se caracteriza por la existencia de unas pocas empresas que adquieren el producto a los tabacaleros. Las características de los mercados oligopólicos les permite ejercer una gran presión hacia los productores en cuanto a las condiciones de producción y características de la mercancía a adquirir. Presión que se traduce en la imposición de un paquete tecnológico basado en determinadas variedades de semillas, fertilizantes, insecticidas, herbicidas y productos hormonales – los llamados ´matabrotos´”. En Argentina, el mercado de tabaco lo siguen copando mayormente dos grandes empresas: Philips Morris (PMI Argentina) y British American Tobacco (BAT). 

En aquellos años, Luisa y su compañero llegaron a tener 70.000 plantas para vender. El hijo mayor volvía de la escuela primaria, hacía su tarea, y se unía a las jornadas de trabajo de sus padres. No hay manera de responder a las demandas de los empleadores y capataces si no participa todo el grupo familiar, porque tampoco sobra plata como para contratar terceros. De hecho, Luisa trabajó atando fardos de tabaco hasta el día en que la internaron para parir su tercer hijo. Agacharse con la panza enorme y las piernas hinchadas no es fácil, pero no le quedaba otra y tenían que entregar la producción. Después de enfardar 120 atados, se fue a la clínica SAMIC de Eldorado, el lugar más cercano donde asisten partos, a unos 100 km de su casa. La tuvieron dos días internada antes de parir: recuerda que sufrió mucho y que tenía miedo de que su hijo naciera con problemas. Por ser una mujer humilde, le quisieron hacer ligadura de trompas, pero ella se opuso. “Más por ser del campo, que ya conocen que uno es como es. Una mujer rústica, que por ahí ni las uñas tiene tiempo de hacerse ” dice mientras despliega una sonrisa entre cálida y vergonzosa. En sus 41 años de vida, Luisa nunca pisó una peluquería.

Las penas son nuestras, las vaquitas son ajenas

Dentro del polémico paquete de leyes en formato DNU que estrenó el gobierno de Javier Milei se encuentra la eliminación de La ley de Tierras, legislación que limitaba la posibilidad de vender a extranjeros tierras del territorio nacional que tengan fuentes de agua importantes o que estén en zonas de seguridad de fronteras. Misiones es la segunda provincia del país en cantidad de tierras extranjerizadas -después de Salta, apenitas más arriba- con un 11.07% de su territorio en manos foráneas. El norte de la provincia misionera es el territorio más comprometido en materia de disputa de tierras, no solo por disputas con capitales extranjeros sino también con empresarios locales.

Betty me recibe sonriente, en medio de un calor apabullante. Tiene un tono de voz fuerte, su risa es estridente y contagiosa al mismo tiempo. Tenemos la misma edad en el momento de la nota, 37 años, pero vidas muy diferentes. Betty nació y se crió por esa zona, un paraje del departamento de Eldorado llamado Colonia Mado. Desde que se independizó con 17 años -el campo de su padre queda a pocos kilómetros de acá- se instaló en este terreno.Empecé a independizarme porque no me gustaba ir a la escuela. Entonces tuve que salir a trabajar, no me quedaba mucha opción , dice y se ríe con carjadas amplias. Y de ahí empecé a sembrar. Vivíamos tranquilos, porque este es un lugar muy tranquilo”, explica.  Su primer hijo lo tuvo a los 21 años, y con el tiempo vendrían dos más. Ya de piba aprendió a sembrar, cosechar, carpir, carnear, pelar gallina. Le gusta el trabajo de chacra, aunque es exigente -y mayormente ocupado por hombres debido al esfuerzo físico- porque disfruta ver crecer sus plantaciones, ver el resultado de la vida haciéndose lugar, de cada brote peleando por salir a la superficie. Como que volviste a renacer”, dice Bety y le brillan los ojos.

Pero no todo fue tranquilidad en la vida de Betty: hace poco más de 10 años, el 5 de noviembre del 2013, un operativo intentó desalojarlos a ella y a sus vecinos. Un empresario a las 6 de la mañana vino con tractor, camioneta, con seguridad privada, con policía. Nos cerró el camino, no podíamos salir ni entrar y en el camión trajo una cantidad de madera. Trajo poste y empezó a cerrar los lugares”,  cuenta con energía mientras sus manos se mueven deprisa para espantar a los mbarigui que nos acechan constantemente (mosquitos muy pequeños y molestos que pican fuerte e inflaman la piel hasta dejar toda la zona hinchada, levantada).  

Las familias quedaron desconcertadas, había gente bastante mayor que ocupaba esos terrenos hace más de 40 años, y de pronto, ahora, esas tierras tenían un dueño de Eldorado que las reclamaba como propias. A su vez, toda la zona se encuentra dentro de un territorio comunitario indígena, registrado a partir de la ley 26.160, por lo que la supuesta compra carecía de legalidad a simple vista. “Ahí empezó la guerraes la forma de resumir que encontró Betty para explicar la lucha que emprendieron las entonces 62 familias para poder seguir viviendo en sus chacras y comiendo sus cultivos. Primero se juntaron, se organizaron y comenzaron con cortes de ruta, luego tomaron nuevamente posesión de sus terrenos. La ofensiva del empresario fue amedrentar a la gente primero “por las buenas” – ofreciendo dinero para que se vayan- y luego por las malas: traían grupos de choque para amenazar, a veces golpear, matar ganado, o envenenarles los cultivos. “Nos destruía plantaciones; nosotros sembrábamos, a la mañana veníamos y encontrábamos nuestras chacras llenas de veneno, era un desastre. Nos mataba a los animales, la gallina, el chancho”, recuerda.  

La escalada de violencia fue en aumento y en la primavera de 2016, un día a Betty le quemaron su casa mientras iba al pueblo a comprar yogur para los gurises. Esa caminata de 2 kilómetros de ida y vuelta lleva su tiempo, el suficiente como para que un grupo de matones se lanzara con fuego a la precaria construcción. A esa altura y por las reiteradas amenazas, Betty ya se movía con sus hijos para todos lados, y sabía de los que eran capaces esos hombres, que además se ensañaron particularmente con las mujeres de la comunidad. Las mujeres fueron las que más sufrieron violencia. Vos no podías ir a buscar una escoba, una leña, que ya estaban ahí encima. Te decían ´vos salí de acá y vos vas a ver´, ´llevá a tu familia porque te vamos a matar, no va a aparecer más tu chico de la escuela´, así te decían”, explica Betty, que logró anteponerse al miedo y canalizó sus sentimientos de la forma contraria a la que hubiese querido el empresario que intentaba echarla de su casa: se hizo más fuerte. 

Esa vuelta Betty perdió todo. Lo único que se salvó fue la bañadera. Después el resto se consumió en el fuego totalmente. Todas mis cosas, no me quedó nada: la cuna, la cama, la cocina; no pude sacar nada. Fue terrible. Hasta mi gato parece que se quemó, porque se desapareció, recuerda. Sin embargo, con la ayuda de los compañeros y vecinos volvió a construir un espacio para ella y sus hijos. No solo no se fue, sino que alguna vez sacó a los matones a piedrazo limpio de su terreno, gritándoles sin parar hasta que se largaran. Hubo varias escenas de violencia donde el grupo de vecinos demostró que no estaba dispuesto a dejarse atropellar así nomás.   

Las batallas fueron muchas, y la comunidad que decidió quedarse -hoy en día son alrededor de 30 familias- tuvieron a su favor la ventaja que da el tiempo y la resistencia por sobre la resignación: están más unidos, más organizados y de algún modo, más seguros de la importancia de su lucha. En el 2019 formaron la cooperativa UTT Colonia Delicia, parte de la organización nacional del mismo nombre (Unión de Trabajadores de Tierra), compuesta por organizaciones rurales de todo el país. “Algunos se fueron solos, y yo me quedé. En realidad, miedo no le tenía porque si le tenía miedo iba a abandonar. Porque él lo que quería era endulzarte con dinero o con que `te compro otro lugar` y a mí no me costaba nada si me compraban otro lugar; pero no. Porque yo adoro estas tierras, son todo para mí. Yo luché demasiado por estas tierras”, deja claro Betty. Hay cosas que no tienen precio y eso no lo cambia ningún DNU.

“Vivimos poniendo ganas todos los días”

Betty y Luisa tienen varias cosas en común, como ser mujeres, haberse criado y vivir en el campo, ser aguerridas referentas de sus comunidades. Comparten nacionalidad y provincia, aunque una habla casi en portugués y otra convive con una comunidad guaraní. Pero sobre todo, comparten una perspectiva: ambas están transitando en sus respectivas organizaciones el cambio a la agricultura agroecológica, sin la utilización de químicos ni tóxicos, casi a contramano de las tendencias del país y del mundo. 

Cualquier campesino o productor que haya transitado por la senda de la “comodidad”, sabe que el método natural es tremendamente más trabajoso. Se puede recorrer ese cambio por convicción e investigación en la materia o a partir de la propia experiencia. Para Luisa, fue el segundo camino. Mientras plantaban tabaco, un día su hijo mayor se descompensó. El entonces niño estuvo en el hospital varios días con fiebre de 40 grados, convulsiones y reacciones varias, desarrollando una alergia que le impidió volver a acercarse al galpón. Se había intoxicado por el vaho de los productos químicos sobre el tabaco que combinado con la humedad y la lluvia, resultaron un combo explosivo. Ella sabe que fueron los agrotóxicos, pero lo supo con el tiempo, porque nunca nadie les había explicado nada. No tenía conciencia de que podía causar el veneno a mis propios hijos, a mí misma. Trabajaba, eso era normal para mí, llegar de la chacra y con hambre muchas veces, con la mano sin lavar, comer, cuenta y un poco se sonroja. 

Si bien se puede rastrear la categoría toxicológica (es decir, el grado de peligrosidad para la salud humana) de todos los insumos químicos que utilizan los trabajadores, pocos estudios hay sobre qué sucede con la combinación de varios de ellos. Tampoco se tiene en cuenta la posibilidad de desarrollar enfermedades crónicas, ni cómo interactúan esos venenos con los elementos del ambiente como el suelo, el agua o el aire. El poco registro sobre las consecuencias del veneno en su cuerpo, se replicaba en el entorno de Luisa y su familia: “Nosotros cuando plantamos tabaco era echar y echar monte, sin pensar….. o echar Roundup a la pendiente y sabiendo que estamos tomando agua de ahí”, me cuenta con su tono de voz cálido, reflexivo. En 2019, Luisa renunció junto a su marido a la empresa tabacalera y volvieron a plantar verdura en su chacra. La decisión fue difícil, casi como tirarse al vacío, pero no daban más: Luisa con sus 38 años ya tenía tres hernias de disco, la columna desviada, problemas en los riñones y otras cosas que dice desconocer. Ya no podía atar más fajos porque se quedaba dura. 

Un año después apareció el Movimiento de Trabajadores Excluidos y de a poco, comenzaron a acercarse y a confiar en organizarse. Luisa ya había comenzado su propia exploración para plantar sin químicos y junto al MTE logró direccionar esas inquietudes mediante la agroecología. Juntó a vecinos y familiares para convencerlos de la tarea: hay que volver a plantar como nuestros abuelos. Su hijo mayor, Romualdo -el mismo que fue internado siendo un niño víctima de los agrotóxicos- ahora tiene casi 23 años y viajó en el 2021 a Buenos Aires a hacer un curso de especialización sobre las técnicas agroecológicas que coordinó el MTE.

Cuando llegó la UTT (Unión de Trabajadores de la Tierra) a Colonia Delicia, el grupo de Betty estaba totalmente pinchado. Ella y sus compañeros no tenían claridad de cómo seguir adelante y llevaban el cansancio de años de hostigamiento encima. El proyecto de la cooperativa logró ponerlos de pie y darles nuevas herramientas: ese mismo año, 2019, inauguraron el primer quincho comunitario y en 2023, el segundo y por ahora definitivo. Pusieron en común plantaciones, aproximadamente 10 hectáreas, donde plantan mandioca, maíz, batata, sandía; y una huerta comunitaria, de donde se proveen los alimentos para la olla de cada día que cocinan las mujeres a cargo. También tienen horno de carbón, producción que luego venden, al igual que los alimentos, y recientemente sumaron la yerba ecológica.  

La conversión al formato agroecológico les cambió la vida y la hizo incluso más trabajosa: Antes era mucho más fácil tener una capuera y tirarle unos venenos. Pero porque no entendíamos qué producían esos venenos, era mucho más fácil agarrar y tirar. Y hoy por hoy eso nos cambió, porque entendimos lo que es la destrucción que te da el veneno; son venenos porque te envenenan. Ahora hasta las hormigas le damos y tratamos de correr orgánicamente; con semillas de paraíso o morrón picante”. El grupo de Betty recibió distintos tipos de capacitaciones para fomentar las prácticas agroecológicas y sacar ideas de como combatir las plagas o insectos, conocimientos que se fueron perdiendo de generación en generación en tanto los agrotóxicos ocuparon el centro de la escena.  

Al principio fue ´¿y quién va a carpir todo para vos?´”, dice Betty con el ceño fruncido, como replicando esa conversación. Y después fuimos acostumbrándonos, empezamos a ver de otra forma, entendimos la importancia del daño que te hace a la salud”. Ahora es carpida, macheteada, pasar rastra. 

Como todos en el paraje -incluida la comunidad Mbya guaraní con la que comparten la lucha por esas tierras- Betty vive al día: no tiene agua potable y la electricidad soporta solo un pequeño ventilador en su rancho, donde los tablones de madera dejan entrar luz y viento por las rendijas. Igual en mi casa entra el aire solo”,  dice y me termina contagiando su risa. No hay heladera ni tele, a veces se quedan días sin agua o tienen que ir al pueblo en busca de hielo para aguantar refrigerada alguna carne. Me explica que viven mal pero que si están tranquilos, ella es feliz, ahí en su casa, en su tierra. Vivimos poniéndole ganas todos los días” es su mejor resumen.

Entre sus muchas tareas militantes, Luisa se tomó una muy en serio: ser guardiana de semillas nativas. Comenzó juntando unas pocas, no más de cinco variedades, pero de a poco logró armar un banco de muchos tipos y especies, y hasta logró que sus compañeros también lo incorporen como práctica. “Un campesino sin semilla no es libre”,  dice y me muestra orgullosa decenas de bolsitas y botellas con semillas, etiquetadas e identificadas con un papelito de cuaderno pegado con cinta scotch. 

Justamente, otro de los proyectos de ley que establece el paquetazo llamado “ómnibus” del gobierno de Milei es la adhesión de Argentina a la Convención Internacional sobre la Protección de Nuevas Variedades Vegetales de 1991, más conocida como UPOV 91. Hasta este momento, la adhesión de nuestro país es al convenio pero de una versión anterior, la cual contempla el derecho al “uso propio” de las semillas para sembrar. En la versión 91, se erosiona esa posibilidad y se imponen mayores niveles de restricción respecto a la “propiedad intelectual” de las semillas, lo que permite un mayor avance de la privatización y corporativización de las mismas. Lo que está en juego es trascendental: quien controla las semillas, controla la cadena agroalimentaria, y por lo tanto la disponibilidad, calidad y precio de los alimentos de nuestra población”, explica el texto de denuncia firmado por más de 400 organizaciones socioambientales, de productores, y de la sociedad civil. ¿Es justo que tengan que pagar Luisa y sus compañeros por el uso de semillas patentadas? ¿semillas que son más viejas que vos, que yo, que todos las multinacionales juntas?

Muchas veces nos dicen ‘locos’, como van a hacer una plantación. Y no, loco creo que no; porque nuestra salud simplemente pasa por la boca. Si comemos veneno, nos enfermamos”,  dice Luisa con una simpleza que emociona. Esa claridad vino también por su propio cuero: sus abuelos vivían sanos 80 años, ella antes de los 40 no daba más. Uno de los sueños de Luisa es hacer una “Casa de semillas” e intercambiar especies con campesinos y campesinas de todo el país.  

Luisa y su pareja todavía no lograron terminar su casa, pero confía que en algún momento podrán hacerlo. En el 2022 lograron sumar como beneficiarios del Programa Potenciar (ex plan social del Ministerio de Desarrollo Social) a varios compañeros del grupo -entre ellos el esposo y el hijo mayor de Luisa- gracias a la gestión de la organización de la que forman parte. Esa ayuda económica les ha dado un impulso tan significativo en lo material como valioso en lo simbólico: sin el plan, tendrían que haber vuelto al tabaco o irse a trabajar como peones a Brasil. Luisa trabaja y mucho: de sol a sol, con el ganado, la chacra, la huerta, las plantaciones -que llevan mucho más tiempo que antes al no usar agroquímicos- mantiene el hogar, a sus hijos; y como referente de su organización comunitaria. Mucho más probablemente que cualquier persona de bien de la gran ciudad que esgrime muy ligeramente el término “planero” para hablar de gente como Luisa. 

Pese a las dificultades, ella descubrió que la militancia era algo mucho más cercano de lo que creía: La verdad que hacer esto es para mí, que se yo, es parte mía. Estar con el compañero, ver, hablar, trabajar, hacer ideas, salir y compartir con ellos. Me hace bien”, dice Luisa mientras toca en el pecho su cadenita que tiene una “L” colgando y que según como da el sol, brilla. 

Antes del balotaje contra Sergio Massa, Luisa me mandó su análisis por audio, que arrancó siendo una lección del centralismo moderno: me explicó que en la colonia están muy lejos de la ciudad de Buenos Aires donde la política se ejerce con mucha más fuerza y no llega la información de los candidatos y que las propuestas son totalmente ajenas. Dice que no sabe de política pero también dice algo muy cierto: Sabemos que estamos atravesando momentos muy difíciles donde todo es confuso, donde no saber elegir el candidato que nos va a representar creo que, para el pueblo humilde principalmente, cuesta y mucho”.  

En el 2023, el grupo presentó varios proyectos al programa Potenciar Productivo del entonces Ministerio de Desarrollo Social y lograron financiar la compra de herramientas, un carro de buey, una peladora de arroz, tachos para guardar semillas, motoguadaña, mochilas. Posibilidades que actualmente, en el gobierno de Javier Milei y  de la súper ministra Sandra Pettovello – que demostró un alto grado de inconsistencia y desconocimiento de su cartera, al mismo tiempo que una extrema insensibilidad- o ya fueron cortadas o penden de un hilo. Como sea, se abre una etapa de hostilidad absoluta a la organización popular y desde abajo. Se abre un camino incierto para las miles de Luisas y Bettys que trabajan, producen, cuidan el monte y las semillas de un país tan, pero tan rico, que de rico, se puso a la venta y aguarda al mejor postor.

Autores

  • Lucia Sabini Fraga

    CABA
    Nació en Suecia, se crió en Buenos Aires y vivió seis años en Misiones. Es Lic. en Comunicación Social (UBA) y se dedicó al periodismo en distintos formatos. Toma mucho café, ama los gatos y nunca no está planeando viajes.

  • Natalia Aguerre

    CABA
    Diseñadora Gráfica e ilustradora. Es docente de Ilustración en FADU (UBA) “Hay un monstruo en la cocina” (Periplo) y “Una caja de libros” (Superpoder Editorial) son dos de los libros que se han publicado con sus ilustraciones. Trabaja de manera freelance. Le interesa la autoedición y la producción independiente. Cree que algún día cumplirá su utopía personal: practicar algún deporte.

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