Cuando los cerros bajaron
Amaneció de golpe. Caracas, 13 de junio del 2003 la prensa abre el día con el titular: “La violencia vuelve a teñir de sangre las protestas en Venezuela”. En Petare, titánica barriada popular del Este de Caracas, una multitud indignada destruye a martillos y mandarrias un módulo de la Policía Metropolitana, expulsándola del barrio por las alianzas políticas de los uniformados con la oposición liberal y conservadora. Bajo el nombre popular del “Petarazo” se conoció no solo una de las insurrecciones urbanas de comienzos de milenio sino también un tema del DJ Yirvin, que meses después tradujo aquella vorágine en el soundtrack de una intifada caribe. “Piedras, botellas, coñazos pa’ los policías. Tómalo, tómalo, tómalo” gritaba a coro una masa informe de frenéticos danzantes la letra de la nueva pieza que rapaz se propagó en el under de la música electrónica caraqueña.
En sintonía con la convulsión social que inauguraba el siglo, la música electrónica -la changa para los coterráneos- era clara señal de la entrada en escena de un sujeto político. “Los monos, los marginales, los malandros, los tukis” fueron las designaciones de las clases patricias -las fresas-. Gorra plana, zapatos Jordan, Levis de tubito, mechas de colores, botella de anís, una aguja de cripy eran signos plebeyos inconfundibles de la estética tuky. Sobre todo, el nombre rinde honor a la violencia de sus latidos, al tuki tuki de un bpm -beats por minuto- a 140.
El tuky como contracultura
La Changa tuky hunde sus raíces en géneros como el techno, el house, el tribal, recreados con samples que replican el golpe de tambor caribe de un Barlovento negro y reproducen la agresividad cinética del descontento social vigente en las calles caraqueñas. Ya roto el consenso liberal que rigió en Venezuela durante cuarenta años e inaugurado el milenio con un nuevo ciclo histórico que adoptó a las masas populares como su sujeto político, la música electrónica asumió la inconformidad de una juventud urbana ávida de ritmos irreverentes que, lejos de la cadencia monótona del panfleto militante y del cuatro por cuatro del house europeo en las discotecas fresas, se entrega a la estridencia tropical de una vida volátil. Dj Baba, que junto al Dj Yirvin es uno de los máximos exponentes de la contracultura tuky, menciona en una entrevista que fue precisamente la agresividad que exigían los pies de los bailarines en la pista lo que hizo posible un aumento en el tempo que culminó con canciones de hasta 150 bpm.
El tuky no designa sólo a un grupo de adolescentes disociados que entregan sus cuerpos al rapto eufórico y suicida de un beat frenético, también remite a todo un ecosistema contracultural de fiestas clandestinas masivas en la vía pública, distribución de música pirata en el comercio informal, batallas campales de baile, un léxico malandro: una vida tribal. Junto a la estética tuky se encuentra una ética que define un modo de ser urbano con ritmos que dialogan con el presente de una generación marcada por las altisonancias y contradicciones de la globalización y sus asimetrías, la velocidad de los ritmos de percepción y la celeridad de la producción en la sociedad informática.
El tuky trae consigo una cultura híbrida que sintetiza las contradicciones de las sociedades latinoamericanas en una propuesta estética que no tiene reparos en llamarse “the revolution”. Es una unión estratégica entre la música electrónica de las sociedades postindustriales con los ritmos, golpes y “sampleos” de una modernidad caribe y periférica, alianza política entre la cultura rave con subjetividades subalternas y marginales, que hacen de la música electrónica un grito de guerra tribal.
The Revolution
En contra de la prístina pureza del sonido, que guarda como objetivo caer bien y acariciar el oído, el ruido nace con el advenimiento de la máquina y la sociedad industrial. El zumbido incesante, la explosión repentina, el ronroneo maquinal, las diferentes modulaciones del ruido no fingen pasión alguna, sino que registran el trauma sonoro y el shock crudo del cuerpo mecánico y alienado.
Derrocada la hegemonía unívoca del silencio y el sonido como expresiones sonoras, la música electrónica hace del ruido su bandera. En una de sus expresiones más logradas, la cultura rave retira la palabra como vehículo significativo para dar lugar a las contorsiones del sintetizador y a la hiperrealidad de las drogas de diseño.
Catalogada de superficial y escapista frente al punk, la cultura rave en un contexto periférico y al margen de la sociedad civil bien pensante adquiere una potencia inusitada. En medio de la agitación popular y la ebullición social, la Changa tuky juega sus cartas no tanto en la declamación del mensaje como en la ejecución de la forma. Al incorporar un ritmo afrocaribe y asumir sin concesiones la cruda agresividad de las calles mediante su velocidad eufórica, el tuky es sinónimo de la vitalidad desbordante de un sujeto político esencialmente peligroso, de vida volátil y fugaz y, como el Caracazo de 1989, dispuesto a tomar la ciudad por asalto.
El auge de la Changa Tuky coincide con el clímax de las movilizaciones populares y autoorganización en las barriadas y zonas marginadas que materializaban, sin temor a contradicciones y desaciertos, su interpretación de la democracia participativa y la transformación de las estructuras sociales y políticas. Las movilizaciones populares y la euforia de un nuevo ciclo político encuentran en la Changa tuky una de sus manifestaciones estéticas: Caracas arde como Troya.
Aquí y ahora
El 2008 trazó la curva ascendente de los precios de los hidrocarburos y la consolidación del “boliburgués”, el nuevo rico que orgulloso de su carnet de ministerio engordaba su hacienda con el erario público, así mostrando la conciliación imposible entre Estado y revolución, entre discurso y praxis. De la mano del agotamiento y la cooptación de las movilizaciones populares de base, la changa tuky declina a causa de la ilegalización de las matinés en el 2007 y las rencillas internas entre los exponentes del género que llevó a la ruptura del crew Raptor House en el 2008.
Pasado al retiro DJ Baba, la changa tuky es adoptada por los DJs Pocz y Pacheko con participación del DJ Yirvin que conforman el crew Abstractor. La changa tuky se pone en contacto con representantes de géneros subalternos similares como Buraka Soundsystem, pierde su poder de fuego para ser exhibido en discotecas locales e internacionales lejos de las barriadas donde surgió el género y de la juventud frenética que abarrotaba las discos de Sabana Grande, Caracas. La museificación de la Changa tuky trajo consigo la difusión internacional en paralelo a su progresiva desaparición local. En 2012 hace público el crew Abstractor un documental ¿Quién quiere Tuki? que junto a los testimonios de muchos de sus exponentes abren paso a la creación de un archivo de la contracultura tuky, que luego continuó otro documental del 2017, Vamos pal matiné.
A 20 años de su aparición, el tuky asiste a su consagración estética al formar parte insigne del folclor urbano y popular tal como afirma el rapero D-Duran y DJ Baba en el tema Boleta: “Irónicamente las vueltas que da la vida/ dime por qué ahora tu no me críticas/ ¡Ah ya! / Es que ahora te das cuenta/ que lo que antes criticabas hoy lo tienes en toda la puerta.” Consciente de las potencia transformadora de la cultura de masas, la nueva década encuentra un segundo tiempo más reflexivo, retrospectivo, casi nostálgico respecto al caos primordial en el retorno del DJ Baba en pleno ejercicio de sus facultades, en la escuela barrial de baile y en las contorsiones inverosímiles de Elberth, “el Maestro”, en la adopción de los samples tukys por Arca, productora de música electrónica y experimental, en la indumentaria iconoclasta diseñada por Alejandro Garzez, así como en las formulaciones de una poética tuky por Luis Alejandro Indriago, “El Tuky ilustrado”. En el centro de la contracultura tuky se encuentran Caracas y el sujeto urbano y popular que, junto a los derroteros de toda una época, confluyen en un retrofuturismo tropical, pues el tuky es la comunidad que viene.